Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

GALICIA


Hacerse todas las ilusiones posibles, Josep Plá, p. 49
Los elementos habituales de nuestra sociedad y de nuestra historia han sido, durante siglos, los payeses y los marineros, y, naturalmente, sus parásitos (comerciantes, propietarios, nobles). También hubo, claro está, un estamento industrial, pero este estamento no adquirió relevancia hasta la época moderna, cuando empezó la industrialización del país en mayor o menor escala.
A estos elementos básicos de nuestra sociedad hay que añadirles otro: los curas y los frailes o, si lo prefieren, los frailes y los curas. Este país siempre ha tenido facilidad para producirlos. Se puede, creo, afirmar que este país siempre ha tenido los frailes y los curas que ha necesitado. En términos generales, los ha tenido en abundancia. Es más: este país da la impresión de que habría podido tener, en cualquier momento, muchos más frailes y curas de los que ha tenido, a juzgar por la cantidad de personas, incluso en el círculo de vuestras amistades, que por la estricta modalidad de su espíritu y sensibilidad no se explican por qué no lo han sido. Esto hace que nuestra sociedad tenga una masa flotante de laicos nostálgicos del estado eclesiástico -de laicos que no han coronado su vocación esencial-. Creo que hay más laicos nostálgicos de ser curas que curas nostálgicos de la vida laica, aunque sin duda alguno habrá, por supuesto.
Durante el curso de nuestra historia, pues, el estamento eclesiástico ha tenido un peso enorme y una gran importancia. Es un estamento tan natural, tan impregnado en nuestra sociedad que prácticamente es parte inseparable de ella. Este hecho es tanto más curioso de observar cuanto que es sabido y constatado que como carrera no es nada del otro mundo y que solo permite -hablando en general- ir tirando.

MISHIMA


Mishima, M. Yourcenar, p. 140
Y ahora, reservada para el final, la última imagen y la más traumatizante; tan impresionante que ha sido reproducida muy pocas veces. Dos cabezas sobre la alfombra, probablemente acrílica, del despacho del general, colocadas la una junto a la otra, casi tocándose, como dos  bolos. Dos cabezas, dos bolas inertes, dos cerebros que ya no irriga la sangre, dos ordenadores detenidos en su tarea, que ya no seleccionan, que ya no descifran el perpetuo flujo de imágenes, de impresiones, de incitaciones y de respuestas que pasan cada día por millones a través de un ser, para formar todas juntas lo que se llama la vida del espíritu, e incluso la de los sentidos, y que motivan y dirigen los movimientos del resto del cuerpo. Dos cabezas cortadas, idas a otros mundos donde reina otra ley, que producen, cuando se las contempla, más estupor que espanto. En su presencia, los juicios de valor morales, políticos o estéticos son, momentáneamente al menos, reducidos al silencio. La noción que se impone es más desconcertante y más sencilla: entre las miríadas de cosas que existen y que han existido, esas dos cabezas han existido; existen. Lo que llena sus ojos sin mirada ya no es la bandera desplegada de las protestas políticas, ni ninguna otra imagen intelectual o carnal, ni siquiera el Vacío que Honda había contemplado y que de pronto sólo parece un concepto o un símbolo que continúa siendo, en resumidas cuentas, demasiado humano. Dos objetos, restos ya casi inorgánicos de estructuras destruidas y que  luego, una vez pasados por el fuego, sólo serán residuos minerales y cenizas; ni siquiera temas de meditación, porque nos faltan datos para meditar sobre ellos. Dos restos de un naufragio, arrastrados por el Río de la Acción, que la inmensa ola ha dejado por un momento en seco, sobre la arena, para volver a llevárselos después.

MORITA


Mishima, M. Yourcenar, p. 136
“Nuestros valores fundamentales como japoneses están amenazados ... El Emperador ya no ocupa en el Japón el lugar que le corresponde ...”
Las injurias, las palabras malsonantes, ascienden hacia él. Las últimas fotografías le muestran con el puño crispado y la boca abierta, con esa fealdad especial del hombre que  grita o que aúlla, un juego fisionómico que denota ante todo un esfuerzo desesperado para hacerse oír, pero que recuerda penosamente las imágenes de los dictadores y de los demagogos,sean del lado que sean, que desde hace medio siglo han envenenado nuestra vida. Uno de los ruidos del mundo moderno se agrega en seguida a los abucheos : un helicóptero que han solicitado da vueltas por encima del patio, llenándolo todo con el estruendo de sus hélices.
De otro salto, Mishima vuelve al balcón, abre de nuevo la puerta-ventana, seguido por
Morita, que lleva una bandera desplegada con las mismas peticiones y protestas, se sienta en el suelo, a un metro del general, y ejecuta punto por punto, con un perfecto dominio, los mismos movimientos que le vimos hacer en el papel del teniente Takeyama. El atroz dolor, ¿fue el que él había previsto y en el que trató de instruirse cuando fingió la muerte? Había pedido a Morita que no le dejase sufrir mucho tiempo. El muchacho abate su sable, pero las lágrimas le empañan los ojos y sus manos tiemblan. Sólo consigue infligir al agonizante dos o tres horribles cuchilladas en la nuca y en el hombro. «¡Dame!» FuruKoga empuña diestramente el sable y, de un solo golpe, hace lo que había que hacer. Mientras tanto Morita se ha sentado en el suelo a su vez y toma la daga que estaba en la mano de Mishima. Pero le fallan las fuerzas y sólo se hace un profundo arañazo. El caso está previsto en el código samurai : el suicida demasiado joven o demasiado viejo, demasiado débil o demasiado fuera de sí para hacer bien el corte, debe ser decapitado. «¡Adelante!» Es lo que hace Furu-Koga.

INCIPIT 962. UNA HABITACION CON VISTAS / FOSTER


LOS BERTOLINI
-La Signara no tiene derecho a hacer esto -dijo la señorita Bartlett-, ningún derecho. Nos prometió habitaciones al sur con una panorámica conjunta; en su lugar, aquí tenemos habitaciones al lado norte y dan a un patio y bien alejadas. ¡Oh, Lucy!
-¡Y además es una cockney! -dijo Lucy, que se había entristecido por el inesperado acento de la Signara-. Se diría que estamos en Londres.
Miró las dos hileras de ingleses sentados junto a la mesa; la hilera de botellas blancas de agua y rojas de vino que corrían entre sus manos; los retratos de la última reina y del último poeta laureado que colgaban detrás de los británicos, pesadamente vestidos; el cartel de la iglesia anglicana (reverendo Cuthbert Eager, M. A. Oxon), que constituían la única decoración de la pared. -Charlotte, ¿no sientes también tú que bien podría encontrarnos en Londres? A duras penas puedo creer todo este tipo de cosas distintas estén precisamente fuera. Supongo que se debe a que una se siente tan cansada.

INCIPIT 963. SPQR / MARY BEARD


La antigua Roma es sumamente importante, por lo que ignorar a los romanos no es solo dar la espalda al pasado remoto, ya que Roma todavía contribuye a definir la forma en que entendemos nuestro mundo y pensamos en nosotros, desde la teoría más elevada hasta la comedia más vulgar. Después de 2.000 años, sigue siendo la base de la cultura y la política occidental, de lo que escribimos y de cómo vemos el mundo y nuestro lugar en él. El asesinato de Julio César, en lo que los romanos denominaban los idus de marzo de 44 a. C., se ha erigido desde entonces en modelo, y a veces incluso en peligrosa justificación, para la matanza de tiranos. La distribución del territorio imperial romano sustenta la geografía política de la Europa moderna y de territorios más alejados. El motivo principal de que Londres sea la capital de Reino Unido es que los romanos la convirtieron en capital de la provincia de Britania, un lugar peligroso, tal como ellos lo veían, situado más allá del gran océano que rodeaba al mundo civilizado. Roma nos ha legado en la misma medida ideas de libertad, ciudadanía y explotación imperial, combinadas con un vocabulario de política moderna como «senadores» y «dictadores ». También nos ha prestado sus locuciones: desde «temer a los griegos que portan regalos» hasta «pan y circo», «tocar el violín mientras arde Roma» o incluso «mientras hay vida hay esperanza”.

SEPPUKU


Mishima, Yourcenar, p. 142
Todo está a punto. El seppuku será el 25 de noviembre de 1970, día en que el último volumen de la tetralogía es remitido al editor. Aunque esté sumergido en la acción, Mishima regula todavía su vida con sus obligaciones de escritor: se jacta de no haber dejado nunca de enviar un manuscrito en la fecha fijada. Todo está previsto, incluso –suprema cortesía para los asistentes, o supremo deseo de conservar hasta el final la dignidad del cuerpo- los tampones de guata que servirán para impedir que se salgan las entrañas durante las convulsiones de la agonía. Mishima, que cena en un restaurante el 24 de noviembre con sus cuatro fieles, se retira para trabajar como todas las noches, acaba su manuscrito o le da los últimos retoques, lo firma y lo mete en un sobre que vendrá a buscar, a la mañana siguiente, un empleado del editor. Cuando apunta el día, toma una ducha, se afeita meticulosamente y se pone su uniforme del Escudo sobre un slip de algodón blanco y sobre la piel desnuda. Unos gestos cotidianos, pero que ya tienen la solemnidad de lo que nunca se volverá a hacer. Antes de salir de su despacho, deja sobre la mesa un trozo de papel: «La vida humana es breve, pero yo  querría vivir siempre». La frase es característica de todos los seres lo bastante ardientes para ser insaciables. Pensando bien en ello, no hay contradicción entre el hecho de que esas palabras hayan sido escritas al amanecer y el hecho de que el hombre que las ha escrito esté muerto antes de que termine la mañana.

ADRIANO


Una vuelta por mi cárcel, Marguerite Yourcenar, p. 174
En mis propias obras dos viajeros, sobre todo, se imponen. Uno de ellos, el emperador Adriano, parece haber poseído verdaderamente las características más esenciales de los viajeros de todos los tiempos: hombre de negocios y hombre de Estado movido por razones pragmáticas, que recorre, en sus largos periplos, el vasto mundo romano de su tiempo y sus fronteras bárbaras, pero para quien el viaje era también placer y pasión personales, además de -cosa que sigue siendo, incluso en nuestros días, todo viaje inteligentemente realizado-, una escuela  de resistencia, de asombro, casi de ascesis, un medio de perder los propios prejuicios confrontándolos con los del extranjero. Adriano el Griego, como lo llamaban sus detractores en Roma, escapó de la rutina romana o, más bien, supo integrarse en otra cosa gracias a su cultura, es verdad, pero también gracias a sus viajes. Parece ser que fue el primer hombre -el primer hombre conocido- que escaló una montaña no sólo por razones religiosas, como lo hizo en el monte Cassio en Siria, sino también, como en el Etna, por el puro placer estético y  científico de contemplar desde muy alto el sol naciente. A la vez organizador, peregrino, aficionado y observador del bello espectáculo del mundo.

JAPON


Una vuelta por mi cárcel, MYourcenar, p. 66
El mismo coraje de no ser vencidos, que hizo arrodillarse a batallones enteros para dejarse decapitar  por sus jefes, quienes se suicidaban después “a la manera grande”, que lanzó a los cojos y enfermos de los hospitales contra las ametralladoras enemigas, que obligó a los habitantes de pueblos enteros a arrojarse desde lo alto de los promontorios en las islas invadidas por los marines, que impulsó a los kamikaze a estrellarse voluntariamente sobre la borda o la chimenea de los navíos de guerra, se reconvirtió en chovinismo industrialista. Esos deslustrados muros de fábrica albergan unos equipos que, desde por la mañana, empiezan su trabajo con un himno a la gloria de su sociedad; por una estadística japonesa sabemos que, en caso de seísmo, de cien japoneses hay noventa que llaman por teléfono a la oficina antes de llamar a su propia mujer: están casados con la compañía. Los días laborales, los trenes de cercanías, que se paran al primer síntoma de temblor de tierra, vomitan por la mañana y se tragan por las noches a unos cuantos millones de hombres vestidos, al parecer, con el mismo traje. Se perdió la guerra, que en lo sucesivo retrocede a ese tiempo cíclico que es el de Asia, e incluso parecen haberla olvidado, pero se ha conquistado, ya que no la prosperidad -noción siempre frágil y vacilante en nuestros días y que el Japón, por lo demás, asfixia con demasiadas  obligaciones-, al menos un imperio industrial y financiero sobre el que no se pone el sol naciente.

CRUCERO


Una vuelta por mi cárcel, Yourcenar, p. 55
El barco es hermoso como todos los barcos a punto de zarpar. En nuestra época en que los trayecros utilitarios se hacen en avión, un crucero es lo único que permite hacer largas travesías. Recurso ayer aún, los petroleros y los buques de carga gigantescos hoy ya no dejan apenas si ti o para el flete humano. Los pasajeros pertenecen aquí, por tanto, a esa extraña clase de vagabundos ricos, de edad madura o muy madura, que viven de un sustancioso retiro o del producto de su cuenta corriente y, por consiguiente, se ven dispensados de ir a la oficina. Muchos saltan de un crucero a otro, y a veces incluso eligen como domicilio el barco durante todo el año, escapando así de la rutina en tierra firme. Éstos apenas visitan los puertos exóticos que ya conocen, y la brevedad de las escalas no anima a penetrar en el interior del país; muchos de ellos ya no ponen el pie en la pasarela más que para bajar a comprar -en las tiendas para turistas más cercanas al puerto- el acostumbrado baratillo de cosas. Cuatro comidas, la orquesta de a bordo -canciones nostálgicas a la hora del té, rock o seductores cantantes armados con su micrófono por la noche-, la piscina de color azul chillón sobre la que flota el olor a lunch servido a los bañistas, el inevitable yoga, que se reduce a unos cuantos ejercicios de flexibilidad -por lo demás, muy útiles-, dos sesiones de cine durante las cuales ponen películas antiguas, el baile cuando el parqué del salón no oscila demasiado, acompasan los días. El bridge es un pasaporte en esa sociedad: J., ue juega muy bien, se ha hecho popular y le llaman por su nombre de pila. Las fiestas mundanas “de cinco a siete” a las que   recíprocamente se invitan, y que preceden o siguen a las del capitán, permiten que las mujeres luzcan las faldas de gasa y los escotes que no podrían ponerse a menudo en Cincinnati o en Brisbane. Tres o cuatro bares constituyen los lugares santos de a bordo: un suave alcoholismo conduce a la amenidad y une a los solitarios. Haríamos mal en hablar con desdén de esas oleadas de martini, de bourbon o de vodka, cuando, en cambio, nos enternecemos al recordar pequeñas tabernas frecuentadas por los borrachos y borrachas de Amsterdam, macerados en ginebra, pobres y dorados como unos Rembrandt. Pero el alcohol es como el amor o la vejez: encontramos en él lo que a él aportamos. Al parecer, los pasajeros de este barco de crucero no aportan nada.

SAN FRANCISCO


Una vuelta por mi cárcel, Yourcenar, p. 49
París, Venecia, San Francisco, en el siglo XVIII la Roma de los cardenales y de Casanova, también en el XVIII la Edo de las estampas y de las casas de té, en el XIX la Viena de los valses, son ciudades donde, en ciertos momentos al menos, ha sido agradable vivir. La Roma de Casanova ya no está en Roma; Tokio ha asfixiado a Edo; París chirría; Venecia, lamida por las altas aguas, se hunde con una sonrisa. En San Francisco, asentada sobre una grieta geológica, se teme cada día un desastre semejante al de los primeros años de este siglo. Acepta de buen grado ese peligro. Sus colinas, montañas rusas sobre las cuales nadie comprende como pudo edificarse una ciudad, sorprenden; sus casas, coronadas aquí y allá por inquietantes rascacielos, siguen estando a escala humana en su mayoría, y sus tonos de color pastel: azul, blanco, rosa o verde pistacho, dan a sus calles el aspecto de un helado de arlequín. Se ha reconstruido, a lo largo del agua, un muelle al estilo del que imaginamos fue el del siglo XIX; sus construcciones de madera y de ladrillo recuerdan el decorado de una ciudad situado en Victoria, en la galería de un museo: la nostalgia se expresa en nuestros días mediante puestas en escena hollywoodenses. Pero en los cafés se encuentra comida rápida y los camareros no espantan, de un servilletazo, a los pájaros que picotean por entre las mesas; hay unas placitas peatonales que se animan con hombres que echan fuego por la boca y con acróbatas; unos taxistriciclos pasean a las parejas. El square San Francisco, rodeado de edificios altos, ha perdido su anticuado encanto de antaño, pero la gente que por allí pasea o mordisquea unos sándwiches sentada en los bancos parece sosegada.
Blanca, azul, rosa y gay.

SCHLIEMANN


Una vuelta por mi cárcel, M.Yourcenar, p. 99
Más abajo, en Sacramento, al norte de California y por la misma época, un alemán de unos treinta años pesa ese polvo de oro y gana bastante con su adquisición, aunque tenga que velar noches enteras, con el revólver en la mano, sobre la caja fuerte donde lo ha encerrado. Es Schliemann. Sus dedos tienen afinidad con el metal amarillo. Tras él hay ya una larga carrera de aventurero: ha amasado o amasará en dos continentes dos o tres fortunas; descubrirá un día el oro de Troya y el oro de Micenas. Si la fiebre amarilla lo hubiera llevado hasta Sacramento, como a punto estuvo de hacerlo, o si alguno de sus peligrosos clientes lo hubiese matado de un pistoletazo, nadie se acordaría hoy del hijo de un tendero de Mecklemburgo, que naufragó en Texel, especuló en Rusia con el añil y que después, por avidez de ganancia, se trasladó al brutal Oeste americano de su tiempo. No se imagina que será algún día una de las glorias de la Atenas del siglo XIX, como tampoco presiente que soñará sobre el terreno con emprender excavaciones en las inmediaciones de la Gran Muralla, ni que será uno de los últimos que vieron con sus propios ojos el Japón de los shógun. Más vale no morir demasiado pronto.

INCIPIT 961. UNA VUELTA POR MI CARCEL / MARGARITA VOUCENAR


El día y la noche son los viajeros de la eternidad … Los que pilotan una chalana o llevan todos los días su caballo al campo hasta que sucumben de vejez también viajan continuamente. Muchos hombres de tiempos remotos murieron por los caminos. A mí me ha tentado, a mi vez, el viento que desplaza las nubes, y me ha invadido el deseo de viajar también.
Así hablaba, a finales del siglo XVII, el poeta japonés Basho, que caminaba errante por las provincias del norte calzado con sus endebles sandalias de paja (¡cuántas sandalias usadas y abandonadas a orillas del camino en el transcurso de un viaje así!), tocado con el cono de paja que todavía hoy constituye el sombrero de los monjes errantes y de los peregrinos. Visita, de paso, el templo Chílson y su santuario, todo él de oro, poblado de estatuas del mismo metal, ante las cuales, incluso en nuestra época, los peregrinos abren desorbitadamente los ojos, y sueñan con los esplendores de la Tierra Pura. Las minas de la región habían alimentado los lejanos esplendores de los Fujiwara; agotadas desde hacía siglos, su espejismo aún obsesionaba a Cristóbal Colón, y entre ellas la de Cipango (es decir, Japón) era uno de los objetivos que él creyó primero encontrar en el mar Caribe. Sólo se equivocaba de océano.

INCIPIT 960. TIEMPOS RECIOS / VARGAS LLOSA


Aunque desconocidos del gran público y pese a figurar de manera muy poco ostentosa en los libros de historia, probablemente las dos personas más influyentes en el destino de Guatemala y, en cierta forma, de toda Centroamérica en el siglo xx fueron Edward L. Bernays y Sam Zemurray, dos personajes que no podían ser más distintos uno del otro por su origen, temperamento y vocación.
Zemurray había nacido en 1877, no lejos del Mar Negro y, como era judío en una época de terribles pogromos en los territorios rusos, huyó a Estados Unidos, donde llegó antes de cumplir quince años de la mano de una tía. Se refugiaron en casa de unos parientes en Selma, Alabama. Edward L. Bernays pertenecía también a una familia de emigrantes judíos pero de alto nivel social y económico y tenía a un ilustre personaje en la familia: su tío Sigmund Freud. Aparte de ser ambos judíos, aunque no demasiado practicantes de su religión, eran muy diferentes. Edward L. Bernays se jactaba de ser algo así como el Padre de las Relaciones Públicas, una especialidad que si no había inventado, él llevaría (a costa de Guatemala) a unas alturas inesperadas, hasta convertirla en la principal arma política, social y económica del siglo  XX. Esto sí llegaría a ser cierto, aunque su egolatría lo impulsara a veces a exageraciones patológicas.

11S


Los años, Annie Ernaux, p. 277
A primera vista era algo imposible de creer (como lo demostraría después una película en la que se ve a George Bush sin reacción, como un niño perdido, cuando le anuncian la noticia al oído), de pensar, de sentir. Nos limitábamos a contemplarlo una y otra vez en la pantalla de la televisión, las torres gemelas de Manhattan derrumbándose una tras otra, en aquella tarde de septiembre (que era por la mañana en Nueva York, pero que para nosotros quedaría siempre como una tarde), como si a fuerza de ver las imágenes pudiera convertirse en una realidad. No lográbamos salir del asombro, nos regodeábamos mirándolo gracias a los móviles con toda la gente que podíamos.
Afluían discursos y análisis. La virginidad del acontecimiento se disipaba. Nos rebelábamos contra la proclamación en Le Monde, «Somos todos americanos». De repente, la representación del mundo basculaba, todo patas arriba, unos individuos venidos de países oscurantistas, armados con unos simples cúteres, habían acabado en menos de dos horas con los símbolos de la potencia americana. El prodigio de la hazaña maravillaba. Nos daba rabia haber podido creer invencibles a los Estados Unidos, nos vengábamos de una ilusión. Nos acordábamos de otro 11 de septiembre y del asesinato de Allende. Algo estaban pagando. Ya llegaría luego el tiempo de la compasión y de pensar en las consecuencias.  Lo que contaba era decir dónde, cómo, por quién o por qué nos habíamos enterado del ataque a las torres gemelas. Las escasas personas que no se enteraron el día mismo conservarían la impresión de haberse perdido una cita con el resto del mundo. Y todos pensábamos qué estábamos haciendo en el preciso momento en que el primer avión había chocado con la torre del World Trade Center, cuando unas parejas se habían tirado al vacío cogidas de la mano.

DIVORCIADA


Los años, Annie Ernaux, p. 207
En ese momento de su vida, está divorciada, vive sola con sus dos hijos, tiene un amante. Ha tenido que vender la casa comprada hace nueve años, muebles, con una indiferencia que la sorprende. Está sumida en la desposesión material y la libertad. Como si el matrimonio no hubiera sido más que un intermedio, tiene la impresión de retomar su adolescencia donde la había dejado, de reencontrar la misma espera, la misma manera de correr a las citas hasta quedarse sin resuello, con los zapatos de tacón de aguja, de ser sensible a las canciones de amor. Los mismos deseos, pero sin avergonzarse por satisfacerlos, capaz de decirse tengo ganas de follar. En la aceptación imperiosa de su cuerpo se realiza ahora la «revolución sexual», el vuelco total con respecto a los valores de antes de 1968, consciente también del frágil esplendor de su edad. Tiene miedo a envejecer, a echar de menos el olor a la sangre menstrual. Últimamente una carta administrativa diciéndole que estaba nombrada para su puesto hasta el año 2000 la ha dejado de piedra. Hasta ahora esa fecha no era real.
Sus hijos no suelen estar presentes en sus pensamientos, no más de lo que estaban sus padres cando era niña o adolescente; forman parte de ella. Porque ha dejado de ser esposa, tampoco es la misma madre, más bien una mezcla de hermana, amiga, monitora, organizadora de una cotidianeidád más liviana desde la separación: cada uno come cuando quiere, una bandeja en las rodillas delante de la tele. A menudo los mira con asombro. Así que esa espera a que crezcan, los desayunos de cereales con miel, el primer día de escuela, luego del colegio, han desembocado en esos dos muchachotes sobre los que está convencida de que no sabe gran cosa. Sin ellos no podría situarse en el tiempo. Cuando ve a unos niños jugando en los columpios, se sorprende al verse recordando la infancia de los suyos y sentirla tan lejana.

EL CUERPO


Los años, Annie Ernaux
El cuerpo, cuya forma quedaba asegurada gracias al jogging, el fitness y el aerobic, y cuya pureza interior quedaba preservada por el agua Évian y los yogures, proseguía su asunción. Él pensaba por nosotros. Debíamos “realizarnos” gracias a la sexualidad. Leíamos el Tratado de las caricias del doctor Leleu para perfeccionarnos. Las mujeres volvían a ponerse medias y liguero argumentando que lo hacían “por ellas mismas”. El requerimiento de “darse gusto” venía de todas partes.
Las parejas de cuarentones veían películas X en Canal+. Ante las pollas incansables y las vulvas afeitadas en primer plano, se despertaba en ellos un deseo técnico, chispa lejana sin relación con la pasión que los empujaba a abalanzarse el uno sobre el otro diez o veinte años antes cuando no le daba tiempo ni a quitarse los zapatos. En el momento del orgasmo decían “e voy a correr» como los actores. Se dormían con la satisfacción de sentirse normales.
La esperanza, la espera se desplazaba de las cosas hacia la conservación del cuerpo, una juventud inalterable. La salud era un derecho, la enfermedad una injusticia que había que reparar lo antes posible.
Los niños ya no tenían lombrices y no se morían casi nunca. Los bebés-probeta nacían como si nada, los corazones y los riñones cansados de los vivos eran sustituidos por los de los muertos.
La mierda y la muerte tenían que ser invisibles.
Preferíamos no hablar de las enfermedades nuevas que no tenían remedio. La de nombre germánico, Alzheimer, que aturdía a los ancianos y les hacía olvidar nombres y caras. La otra, cogida por la sodomía y las jeringuillas, azote de homosexuales y drogadictos, como mucho mala suerte de alguno que había recibido una transfusión.

Tiresias

Mythos, Stephen Fry, p. 332

La historia más conocida en la que aparece la transformación de un joven en flor comienza con una madre preocupada que lleva a su hijo a ver a un profeta. Así como había augures y sibilas que hablaban en nombre de los divinos oráculos, existían ciertos seres mortales escogidos a los que los dioses habían obsequiado con el don de la profecía. Organizar una consulta con uno de ellos no se diferenciaba de concertar una visita con el médico.
Los dos adivinos más celebrados del mito griego fueron CASANDRA y TIRESIAS. Casandra era una profetisa troyana sobre la cual pendía la maldición de ser siempre absolutamente precisa en sus pronósticos y, sin embargo, no ser creída absolutamente en ninguna ocasión. También el tebano Tiresias soportó una existencia estresante. Nacido varón, fue transformado en mujer por Hera como castigo por golpear a dos serpientes que se estaban apareando, por razones que él sabría. Tras siete años sirviendo a Hera como sacerdotisa, a Tiresias le fue devuelta su forma original de hombre, y enseguida Atenea lo dejó ciego por mirarla desnuda mientras se bañaba en el río. Esta es una de las historias que explica la ceguera, pero yo prefiero la variante en la que se cuenta cómo lo llevaron al Olimpo para que hiciese las veces de árbitro en una apuesta entre Zeus y Hera. Estos dos habían estado discutiendo sobre quién disfrutaba más del sexo, si el hombre o la mujer. Dado que Tiresias, por haber sido tanto hombre como mujer, se encontraba en una posición única para responder a esta cuestión, acordaron que su juicio sería concluyente.
Tiresias declaró que, según su experiencia, el sexo era nueve veces más placentero para las mujeres que para los hombres. Esto enfureció a Hera, que había apostado con Zeus a que los hombres obtenían más placer en el acto. Tal vez basaba su opinión en la inagotable libido de su marido y en su más moderada pulsión sexual. Para su mal, Hera recompensó a Tiresias dejándolo ciego. Un dios no puede deshacer los efectos que provoca otro, así que lo mejor que pudo hacer Zeus fue otorgarle en compensación la facultad de la clarividencia, el don de la profecía.

Jacinto


Mythos, Stephen Fry, p. 327
Jacinto, un hermoso príncipe espartano, tuvo la mala fortuna de ser amado por dos divinidades: Céfiro, el Viento del Oeste, y el dorado Apolo. Jacinto prefería con mucho al bello Apolo, de modo que rechazó repetidamente las intimaciones juguetonas pero cada vez más feroces del viento.
Una tarde, Apolo y Jacinto competían en unas pruebas atléticas cuando Céfiro, en un ataque de rabia celosa, desvió el disco de Apolo de un soplido, enviándolo directo y a toda velocidad contra Jacinto. Lo golpeó con fuerza en la frente y lo mató en el acto.
Abrumado por el dolor, Apolo impidió a Herrnes que transportase el alma del joven al Hades, y en lugar de eso mezcló la sangre mortal que manaba de la frente de su adorado con sus divinas y fragantes lágrimas. Este jugo embriagador empapó la tierra y de allí brotaron las exquisitas y perfumadas flores que llevan el nombre de jacinto hasta nuestros días.

INCIPIT 959. A SANGRE FRIA / CAPOTE


LOS ULTIMOS QUE LES VIERON CON VIDA
El pue blo de Holcomb se halla entre los altos trigales de la Kansas occidental, zona desolada que los demás habitantes del estado designan con un vago «por allá». A un centenar de kilómetros al este de su frontera con el estado del Colorado, la campiña de Kansas, su cielo azul intenso y su aire seco de desierto, respira más el ambiente del Far West que el del Middle West. Por allá se habla con ese acento que descubre la estridente nasalidad que sabe a pradera y a bracero. Los hombres, muchos, llevan tejanos estrechos, sombrero de ala ancha y puntiagudas botas de tacón. La tierra es llana y el horizonte espantosamente inmenso. Caballos, manadas y rebaños, racimos blanquecinos de silo que se alzan con la gracia de un templo griego, destacan en la lejanía mucho antes de que el viajero pueda acercarse a ellos.
También Holcomb puede verse desde muy lejos. No es que allí haya mucho que ver. Sólo un confuso conjunto de edificios sin unidad, a ambos lados de las vías del ferrocarril de Santa Fe, un caserío cualquiera limitado al sur por el trazo pardo de Arkansas (pronúnciese Ar-kan-sas),l al -norte por una autopista, la Carretera 50, y a este y oeste por praderas y trigales. Después de la lluvia o cuando se funde la nieve, las calles sin nombre, sin sombra y sin pavimentar, pasan del polvo al barro. A -un extremo del pueblo se halla una vieja construcción de estuco de cuyo tejado cuelga un luminoso «Baile», pero el baile se terminó hace tiempo y el letrero hace años que no se ilumina. Cerca, otro edificio luce un insólito letrero chapado en oro, colgado esta vez sobre una ventana sucia. Dice: «Banco de Holcomb».  El banco cerró en 1933 y sus oficinas de contabilidad fueron transformadas en apartamientos. En la actualidad es una de las dos «casas de pisos» del lugar; una decadente mansión conocida por «Casa del Profesorado” porque allí vive gran parte del cuerpo de profesores del Colegio, es la segunda. Casi todas las casas de Holcomb son de madera, de planta baja y con un porche en la fachada.

INCIPIT 958. SUEÑOS DE UN INSOMNE / NABOKOV


Sueño, memoria
El tiempo es ... , pero este libro es precisamente acerca de él. (J. W Dunne, Un experimento con el tiempo)
Ell4 de octubre de 1964 Vladimir Nabokov dio inicio a un experimento íntimo, en un gran hotel suizo en Montreaux, donde había estado residiendo tres años, y que continuó hasta el 3 de enero del año siguiente, justo antes del aniversario de su esposa (él le había pedido que se sumara al experimento y compararon sus anotaciones). Cada mañana, al despertar, apuntaba enseguida lo que alcanzaba a recuperar de sus sueños. Durante uno o dos días posteriores  permanecía atento a todo lo que pudiera parecer relacionado con sus notas. Ciento dieciocho tarjetas Oxford manuscritas, depositadas en la colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York, conservan sesenta y cuatro de dichas anotaciones, muchas de ellas acompañadas de relevantes episodios diurnos.
El fin del experimento consistía en poner a prueba una teoría según la cual los sueños pueden ser tanto premonitorios como estar relacionados con el pasado. La teoría se basa en la premisa de que las imágenes y situaciones de nuestros sueños no son un mero caleidoscopio de esquirlas desordenadas y fragmentos mal identificados de impresiones pretéritas, sino que puede tratarse de una visión anticipatoria de un acontecimiento por venir, lo cual ofrece, como ventaja adicional, una explicación satisfactoria del consabido fenómeno del déja vu. Los sueños bien podrían ser también una intrincada circunvolución de acontecimientos pasados y futuros. Ello es posible porque, según dicho planteamiento, la progresión del tiempo no sigue una dirección única sino recursiva: la razón por la que no advertimos el reflujo es que no estamos prestando atención. El mundo onírico es el mejor ámbito para demostrarlo.

ARTEMISA


Mythos, Stephen Fry, p. 106
-No quiero tener jamás de los jamases novio ni marido, ni que un hombre me toque, ya sabes ... , de esa manera ...
-Sí, sí..., ejem ... , lo comprendo perfectamente.
Aquella debió de ser la primera vez que Zeus se ruborizaba.
-También quiero un montón de nombres distintos, igual que mi hermano. «Apelativos», se llaman. También un arco, de los que él tiene una colección entera, me he fijado, y yo no por ser chica, cosa que es totalmente injusta. Al fin y al cabo soy la mayor. Hefesto me puede hacer uno realmente especial como regalo de cumpleaños igual que hizo con Apolo, un arco de  plata con flechas de plata, por favor. Y quiero una toga hasta las rodillas para salir de caza, porque los vestidos largos son estúpidos y poco prácticos. No quiero el dominio sobre pueblos y ciudades, sino sobre laderas y florestas. Y sobre los ciervos. Los ciervos me gustan. Y sobre los perros, pero perros de caza, no esos perrillos falderos inútiles. Y, si fueses tan tan amable, me gustaría tener un coro de chicas que me cantasen alabanzas en templos y un grupo de ninfas que me paseasen a los perros y me cuidasen y me protegiesen de los hombres.
-¿Y ya está?
Zeus estaba medio mareado tras la retahíla.
-Creo que sí. Ah, y querría el poder de facilitar el parto a las mujeres. He visto lo doloroso que es. De hecho, sinceramente, es bastante asqueroso y quiero ayudarlas a que sea mejor.
-No veas. Solo te falta la luna, ¿eh?
-¡Ay, qué buena idea! La luna. Sí, ponme la luna, por favor.
Con eso estará rodo. No te volveré a pedir nada nunca más.
Zeus le concedió todos y cada uno de los deseos. ¿Cómo negarse?
Artemisa fue debidamente investida diosa de la caza y de los castos, de los indoctos y de los indómitos, de los perros y de los ciervos, de las parteras y de la luna. La reina de los arqueros y de las cazadoras creció hasta valorar su independencia y su celibato por encima de todas las cosas. La bondad con la que expresaba su compasión por las parturientas contrastaba con la ferocidad con la que perseguía a la presa y castigaba a cualquier hombre que considerase que se le había acercado demasiado. Temida, admirada y adorada de un extremo al otro del antiguo mundo, se la conoció algunas veces, en honor a su montaña natal, como CInTIA. Los romanos la llamaban DIANA. Su árbol era el ciprés. Si Atenea era diosa de las cosas cultivadas, fabricadas, elaboradas e inventadas, Artemisa -por su dominio sobre lo natural, lo instintivo y lo salvaje- figuró como su opuesta. Compartían, sin embargo -junto con Hestia-, una pasión por la castidad propia.

ATENEA


Mythos, Stephen Fry, p. 96
Lo que estaba sucediendo dentro de la cabeza de Zeus era bastante interesante. No era de extrañar que sufriese un dolor tan atroz, dado que la habilidosa Metis se afanaba dentro de su cráneo, fundiendo, cociendo y forjando una armadura y armas. En la variada, sana y equilibrada dieta del dios había suficientes metales, minerales, piedras raras y trazas de elementos como para encontrar en su sangre y sus huesos todos los ingredientes, todas las piedras y componentes que necesitaba.
Hefesto, que habría aprobado aquella metalistería rudimentaria pero efectiva, volvió a la atestada playa cargando con una enorme hacha, de dos hojas y de estilo minoico. Prometeo convenció entonces a Zeus de que la única manera de aliviar su sufrimiento era quitarse las manos de las sienes, arrodillarse y tener fe. Zeus masculló algo sobre que lo malo de ser el Rey de los Dioses es que uno no tiene nadie por encima a quien rezar, pero cayó obedientemente de rodillas y esperó su destino. Hefesto se escupió alegre y confiadamente en las manos, agarró el sólido mango de madera y -mientras la multitud susurrante lo observaba- dejó caer el hacha limpiamente con un veloz giro de muñeca contra el centro exacto del cráneo de Zeus, que casi se partió en dos.
Se hizo un silencio espantoso mientras todos miraban aquello con perplejo horror. La perplejidad horrorizada se volvió tremenda incredulidad y la incredulidad tremendo asombro desatado cuando vieron emerger del interior de la cabeza abierta de Zeus la punta de una lanza. Le siguieron las puntas de las plumas de una cresta bermeja. Los mirones contuvieron el aliento mientras con lentitud se alzaba ante sus miradas la silueta de una mujer enfundada en una armadura. Zeus bajó la cabeza -nadie podía estar seguro si de dolor, alivio, sumisión o de puro pasmo- y, como si su cabeza gacha fuese una rampa o una pasarela desplegada para ella, el glorioso ser descendió despacioso hasta la arena y se volvió hacia él
Equipada con una armadura plateada, escudo, lanza y casco empenachado, observó a su padre con ojos de un gris hermoso e incomparable. Un gris que parecía irradiar una cualidad por encima de todas las demás: sabiduría infinita.
De uno de los pinos que jalonaban la línea de costa salió volando un búho que se posó en el reluciente hombro de la guerrera. De las dunas una serpiente esmeralda y amatista llegó reptando y se enroscó en su pie.

POSEIDON


Mythos, Stephen Fry
Poseidón nunca dejó de vigilar con mirada avariciosa e impaciente al más joven de sus hermanos, el que ahora se hacía llamar «el mayor” y «rey”. Como a Zeus se le ocurriese cometer demasiados errores, ahí estaría Poseidón para derribarlo del trono.
Los cíclopes, del mismo modo que habían forjado rayos para Zeus, crearon ahora una tremenda arma para Poseidón: un tridente. Este enorme arpón de tres puntas servía para provocar maremotos y torbellinos; incluso para hacer temblar la tierra con remolinos, que dieron a Poseidón el apodo de «Sacudidor de la Tierra”. El deseo por su hermana Deméter le hizo inventar el caballo para impresionarla y complacerla. Perdió esta pasión por Deméter, pero el caballo continuó siendo sagrado para él.
Bajo lo que hoy llamaríamos el mar Egeo, Poseidón construyó un vasto palacio de coral y perlas en el que se instaló junto a su consorte elegida, ANFÍTRlTE, una hija de Nereo y Doris, o (dicen algunos) de Océano y Tetis. Como regalo de bodas, Poseidón le entregó a Anfítrite el primerísimo delfín. Ella le dio un hijo, TRJTÓN, una especie de sirena, al que generalmente representan sentado sobre su cola y soplando con los carrillos hinchados una enorme caracola. Anfítrite, a decir verdad, parece haber sido más bien sosa y no aparece sino en contadas anécdotas de poco interés. Poseidón se pasaba todo el tiempo persiguiendo una cantidad abrumadora de chicas y chicos guapos y engendrando con las primeras cantidades todavía  mayores de monstruos, semi dioses y héroes humanos: Percy Jackson y Teseo, por nombrar a dos.
El equivalente romano de Poseidón era NEPTUNO, cuyo gigantesco planeta está rodeado de satélites como Talasa, Tritón, Náyade y Proteo.

LA CREACION DEL HOMBRE


Mythos, Stephen Fry, p. 398
Los dioses (así se lo cuenta Sócrates a Protágoras) decidieron poblar la naturaleza con nuevas cepas de vida mortal, dado que por entonces solo había seres inmortales en el mundo. Con tierra y agua, y con fuego divino y aliento divino crearon a los animales y al hombre. Encargaron a Prometen y a Epimeteo la tarea de asignar a aquellas criaturas todos los atributos y características que los capacitarían para vivir vidas plenas y prósperas. Epimeteo dijo que él se encargaría de repartir y que Prometen podía ir comprobando su trabajo. En eso quedaron los hermanos.
Epimeteo se puso a ello a conciencia. A unos animales les dio armadura -al rinoceronte, al pangolín y al armadillo, por ejemplo-. A otros, casi al azar se diría, les otorgó densos pelajes impermeables, camuflaje, veneno, plumas, colmillos, garras, escamas, zarpas, branquias, alas, bigotes y dios sabe qué más. Asignó velocidad y ferocidad, proporcionó flotabilidad y  capacidad de vuelo -a cada animal se le dotó de una especialidad práctica propia sagazmente asignada, desde la habilidad para la navegación hasta la maestría a la hora de excavar, construir nidos, nadar, saltar y cantar-. Estaba felicitándose por haber provisto a los murciélagos y a los delfines de ecolocación cuando se dio cuenta de que aquellos eran los últimos dones disponibles. Había, con su característica falta de previsión, pasado por alto por completo qué le otorgaría al hombre (al pobre hombre desnudo, vulnerable, de piel lisa, bípedo).
Epimeteo fue a ver a su hermano sintiéndose culpable y le preguntó qué debían hacer ahora que no quedaba nada en la cesta de los dones. El hombre no tenía defensas con las que protegerse de la crueldad, la astucia y la avidez de aquellos animales ahora soberbiamente equipados. Los mismos poderes que había prodigado a aquellos acabarían, seguro, con la humanidad inerme.
La solución de Prometen fue robar las artes de Atenea y la llama de Hefesto. Con esto, el hombre podría emplear la sabiduría, la astucia y la pericia para defenderse de los animales. Quizás no nadaba tan bien como un pez, pero podría averiguar cómo construir embarcaciones; quizás no corría tan velozmente como un caballo, pero podría aprender a domados, herrados y cabalgados. Un día llegaría a construir, incluso, alas que rivalizarían con las de los pájaros. Así, por lo tanto, por accidente o por error, de entre todas las criaturas mortales únicamente el hombre recibió cualidades del Olimpo: no para desafiar a los dioses, sino sencillamente para poder apañárselas con animales mejor capacitados.

INCIPIT 957. EL HOMBRE QUE CONFUNDIO A SU MUJER CON UN SOMBRERO / OLIVER SACKS


La palabra favorita de la neurología es «déficit”, que indica un menoscabo o incapacidad de la función neurológica: pérdida del habla, pérdida del lenguaje, pérdida de la memoria, pérdida de la visión, pérdida de la destreza, pérdida de la identidad y un millar de carencias y pérdidas de funciones (o facultades) específicas. Tenemos para todas estas disfunciones (otro término favorito) palabras negativas de todo género -afonía, afemia, afasia, alexia, apraxia, agnosia, amnesia, ataxia- una palabra para cada función mental o nerviosa específica de la que los pacientes, por enfermedad, lesión o falta de desarrollo, pueden verse privados parcial o totalmente.
El estudio científico de la relación entre el cerebro y la mente comenzó en 1861, cuando Broca descubrió, en Francia, que las dificultades en el uso significativo del habla, la afasia, seguían inevitablemente a una lesión en una porción determinada del hemisferio izquierdo del cerebro. Esto abrió el camino a la neurología cerebral, y eso permitió, tras varias décadas, “cartografiar” el cerebro humano, adscribir facultades específicas (lingüísticas, intelectuales, perceptuales, etcétera) a “centros” igualmente específicos del cerebro. Hacía finales de siglo se hizo evidente para observadores más agudos (sobre todo Freud en su libro Afasia) que este tipo de cartografía era demasiado simple, que las funciones mentales tenían todas una estructura interna intrincada y debían tener una base fisiológica igualmente compleja.

INCIPIT 956. MYTHOS / STEPHEN FRY


Cuando era bastante pequeño tuve la suerte de que me cayera en las manos un libro que se titulaba Historias de la Grecia Antigua. Fue amor a primera vista. Por más que luego disfrutara con mitos y leyendas de otras culturas y gentes, aquellos relatos griegos siempre tuvieron algo que me reconfortaba interiormente. La energía, el humor, la pasión, la particularidad y la  precisión creíble de su mundo me cautivaron desde el primer momento. Espero que lo mismo os suceda a vosotros. Quizás ya conocéis algunos de los mitos que aquí se cuentan, pero quiero dar la bienvenida especialmente a aquellos que nunca se han cruzado con personajes ni historias del mito griego hasta ahora. Para leer este libro no es necesario que sepáis nada; comienza con un universo vacío. Desde luego no requiere de un «bagaje clásica”, ni que sepáis distinguir entre néctar y ninfas, sátiros y centauros o las parcas y las furias. La mitología griega no tiene nada en absoluto de académico ni de intelectual; es adictiva, entretenida, accesible y asombrosamente humana.
Pero ¿de dónde vienen estos mitos de la antigua Grecia? Tal vez podamos tirar de un hilo en medio de la maraña de la historia humana y remontarnos por él, pero al elegir solo una civilización con sus historias puede parecer que nos tomamos libertades con la fuente original del mito universal.

ELPYS


Mythos, Stephen Fry, p. 400
Lo que significaba para los griegos el hecho de que Elpis quedase dentro del ánfora de Pandora, y lo que podría significar para nosotros en la actualidad, ha sido objeto de un curioso debate entre eruditos y pensadores desde la invenci6n de la escritura y tal vez incluso antes.
Para algunos, esto refuerza la terrible naturaleza de la maldición de Zeus sobre el hombre. Todas las enfermedades del mundo nos fueron enviadas para asolamos, argumentan, y se nos  niega incluso el consuelo de la esperanza. La pérdida de la esperanza, después de todo, se usa a menudo como una fórmula que preludia el desentendimiento y el final de toda lucha. Las puertas del infierno de Dante ordenaban a todo el que entrase que abandonara por completo la esperanza. Qué terrible entonces es creer que la esperanza pueda abandonarnos a nosotros.
Otros han sostenido que Elpis significa algo más que «esperanza”, sugiere expectativa y no solo eso, sino expectativa ante lo peor. Presagio, en otras palabras, temor y sensaci6n de inminencia de la fatalidad. Esta interpretaci6n del mito de Pandora nos informa de que el último espíritu encerrado en el ánfora era, de hecho, el más malvado de todos ellos, y que sin él al hombre se le niega, por lo menos, un presentimiento de lo espantoso de su propio destino y de la absurda crueldad de su existencia. Con Elpis encerrada, en otras palabras, somos, al igual que Epimeteo, capaces de vivir el día a día, despreocupadamente ignorantes de, o por lo menos ignorando, la sombra del dolor, la muerte y el fracaso último que se cierne sobre todos nosotros. Tal interpretaci6n del mito es, de un modo siniestro, optimista.
Nietzsche lo contemplaba de una manera, no obstante, ligeramente distinta. Para él la esperanza era la más perniciosa de todas las criaturas encerradas en el ánfora porque la esperanza prolonga el sufrimiento de la existencia del hombre. Zeus la incluyó en el ánfora porque quería que se escapase y atormentase a la humanidad a diario con su falsa promesa de lo bueno por venir. Que Pandora la mantuviese prisionera fue un acto triunfal que nos salvó de la mayor crueldad de Zeus. Con esperanza, argumenta Nietzsche, somos lo suficientemente estúpidos como para creer que la existencia tiene un sentido, un fin y que hay una promesa. Sin ella, podemos por lo menos tratar de seguir y vivir libres de aspiraciones ilusorias.
Por suerte, o por desgracia, podemos decidir por nosotros mismos.

DIVORCIO


Los años, Annie Ernaux, p. 184
Nos los disputábamos, entre valor económico, “eso ya no vale nada”, y el valor de uso, «yo necesito el coche más que tú”. Lo que habíamos deseado juntos al empezar a instalarnos, que nos había alegrado conseguir y que se había fundido en el decorado o la utilización cotidiana, encontraba su estatuto inicial, olvidado, de objeto con un precio. Como la lista de cosas que comprar, de las cazuelas a las sábanas, había establecido en otro tiempo la unión en la duración, la de las cosas que repartirse materializaba ahora la ruptura. Adiós a las curiosidades y los deseos comunes, a los pedidos por catálogo por las noches después de cenar, las dudas en Darty delante de dos modelos de cocina, el viaje arriesgado sobre el techo del coche de un sillón comprado en un anticuario una tarde de verano. El inventario ratificaba la muerte de la pareja. El paso siguiente era ir a ver a un abogado, la transformación de nuestra historia en un lenguaje jurídico que purgaba de golpe la ruptura de sus elementos pasionales, la hacía entrar en la banalidad y el anonimato de una «disolución de la comunidad de bienes>>. Nos entraban ganas de echarnos a correr y paralizarlo todo. Pero sentíamos que era imposible echarse atrás, dispuestas a entrar en el desgarro del divorcio, las amenazas y las injurias, en la mezquindad, dispuestas a vivir con dos veces menos de dinero, dispuestas a todo para recuperar el deseo de un porvenir.

1977


Los años, Annie Ernaux, p. 100
La guerra de Vietnam había terminado. Habíamos vivido tantas cosas desde su comienzo que formaba parte de nuestras vidas. El día de la caída de Saigón, nos dábamos cuenta de que nunca habíamos creído posible una derrota de los americanos. Por fin pagaban por el napalm, por la niñita corriendo por un arrozal cuyo póster adornaba nuestras paredes. Sentíamos la alegría y el cansancio de las cosas por fin cumplidas. Había que desengañarse. La televisión mostraba racimos humanos aglutinados en embarcaciones, huyendo del Vietnam comunista. En Camboya, la cara civilizada del bonachón rey Norodom Sihanuk abonado al Canard enchaíné no conseguía ocultar la ferocidad de los jemeres rojos. Mao moría y nos acordábamos de una mañana de invierno cuando, en la cocina antes de salir para la escuela, habíamos escuchado el grito de Stalin ha muerto. Descubriríamos detrás del dios del río de las cien flores una asociación de malhechores dominada por la viuda Jiang Qing. Muy cerca, en nuestras fronteras, las Brigadas Rojas y la banda Baader Meinhof secuestraban a patronos y hombres de Estado, encontrados muertos después en el maletero de un coche, como cualquier mafioso. Creer en una revolución se convertía en algo vergonzoso y no nos atrevíamos a decir que el suicidio de Ulrike Meinhof en su celda nos entristecía. Oscuramente, el crimen de Althusser, estrangulador de su mujer un domingo por la mañana en la cama, aparecería imputable tanto al marxismo del que era la encarnación misma, como a un problema psíquico.
Los “nuevos filósofos» surgían en los platós de televisión, debatían airadamente contra las “ideologías “, blandían a Solzhenitsyn y el gulag para enterrar a los soñadores de revoluciones. A diferencia de Sartre, del que se decía que estaba gagá, y que seguía negándose a ir a la televisión, de Beauvoir y su discurso-ametralladora, ellos eran jóvenes, “interpelaban” las conciencias en palabras comprensibles para todo el mundo, daban confianza a la gente con su inteligencia. El espectáculo de su indignación moral era agradable a la vista pero no sabíamos adónde querían ir a parar, aparte de desanimarnos a que votáramos por la Unión de la Izquierda.

NOVEDADES


Los años, Annie Ernaux, p. 52
Los edificios de la Reconstrucción surgían de la tierra en medio del chirrido intermitente de los giros de las grúas. Se habían acabado las restricciones y llegaban las novedades, lo bastante espaciadas para ser acogidas con sorpresa y alegría, para que su utilidad pudiera ser evaluada y discutida en todas las conversaciones. Aparecían como en los cuentos, insólitas, imprevisibles. Había para todo el mundo, el boli Bic, el champú en bolsitas individuales, el linóleo, el támpax y las cremas depilatorias, el plástico Gilac, el tergal, los fluorescentes, el chocolate con leche y avellanas, la motocicleta y el dentífrico con clorofila. Estábamos asombrados con el tiempo que se ganaba con las sopas de sobre, la olla exprés y la mayonesa en tubo, se preferían las conservas a los productos frescos, se encontraba más chic servir melocotón en almíbar o guisantes en lata que los de la huerta. La «digestibilidad» de los  alimentos, las vitaminas y la «línea» empezaban a importar. Nos maravillábamos con los inventos que borraban siglos de gestos y esfuerzos, que inauguraban una era en la que, según se decía, ya no tendríamos nada que hacer. También los denigrábamos: se acusaba a la lavadora de desgastar la ropa, a la televisión de estropear la vista y de obligarnos a acostarnos a horas intempestivas. Nos vigilábamos los unos a los otros y envidiábamos a los vecinos que poseían esos signos de progreso que marcaban una superioridad social. En la ciudad los  muchachos presumían de Vespa y revoloteaban alrededor de las chicas. Erguidos en los sillines de puro orgullosos, acababan llevando de «paquete” a una de ellas, con su pañuelo anudado a la barbilla, que los agarraba por la cintura para no caerse. Habríamos querido crecer tres años de golpe cuando los veíamos alejarse en medio de un petardeo al final de la calle.

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