Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BATAILLE


Un bárbaro en París, Mario Vargas Llosa, p. 109

Había nacido en Billom (Puy-de-Dóme), en 1897, y la contradicción, clave de su pensamiento, aparece en su vida desde joven. Hijo de un médico de ideas radicales, recibió una instrucción laica, pero, a pesar de (más bien, gracias a) ello, tuvo una adolescencia religiosa, con crisis místicas, lecturas románticas y una salud ruinosa. Su primer escrito fue un artículo sobre la catedral de Reims; en ese tiempo, al parecer, leyendo La-Bas de Huysmans, oyó hablar por primera vez de Gilles de Rais. Estudió filología románica en la École de Chartres, se graduó con la edición crítica de un relato medieval, publicó trabajos sobre numismática en revistas eruditas. Luego se vincula al surrealismo, con el que hizo un corto trecho, que terminó en ruptura violenta. Su materialismo, su alergia a cualquier ilusión idealista (lo que no lo salvará de incurrir en ciertos idealismos) le acarrearon las invectivas de Breton, quien en el Segundo Manifiesto del Surrealismo (1930) escribió: «El señor Bataille se precia de interesarse únicamente en lo más vil, lo más deprimente y lo más corrompido del mundo». La fórmula es tosca pero no está descentrada; descargándola de todo resabio moralizante, diseña un perfil de Bataille: su fascinación por lo prohibido y lo horrible. En todo hombre buscaba, veía, con ansiedad apenas contenida, bajo las ropas elegantes y las ideas generosas, al animal dañino, a la bestia camuflada: «Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo -escribió en 1929, en la revista Documenta-; hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra una salida; entonces el hombre muere provisoriamente y la bestia se conduce como una bestia, sin tratar de incitar la admiración poética del muerto».


INCIPIT 1.440. LAS PALABRAS JUSTAS / MILENA BUSQUETS


6 de enero

Lo único que hay hoy para desayunar son los marrons glacés que me han traído los Reyes.

8 de enero

Carmen quiere saber qué hacer con los adornos de Navidad, si dejarlos un año más o hacer como «la gente normal» y guardarlos en lo alto del armario. Le pido que deje puestos unos cuantos días más. Resulta deprimente tener que desmantelar la Navidad. También tengo toda mi ropa mezclada, invierno, verano y entretiempo. ¡Si todo pudiese ocurrir a la vez y todo el rato! Es un incordio el tiempo, no solo porque pase tan deprisa y no nos demos cuenta y ya estemos muertos, sino por su manía del orden, primero esto, después aquello, después lo de más allá, como una profesora de guardería. Todo a la vez no puede ser, pero en cambio en nuestra cabeza y en nuestro corazón todo ocurre simultáneamente.


INCIPIT 1.439. UN BARBARO EN PARIS / MARIO VARGAS LLOSA




Una pasión francesa

Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que cualquier latinoamericano con ambiciones literarias o artísticas soñaba con París. El paso por aquella ciudad era algo más que un rito de iniciación o una experiencia educativa. Representaba la posibilidad de entrar en contacto con las fuentes vivas de la cultura más excitante, innovadora y revolucionaria de la modernidad occidental. Significaba vivir en un lugar donde el pensamiento y las artes tenían importancia e impacto en la sociedad, se valoraban, daban prestigio; significaba hacer parte de algo más grande, de una comunidad de artistas que estaban revolucionando la forma y las ideas que ordenaban el mundo. Nada extraño que muchos aspirantes a creadores, entre ellos Mario Vargas Llosa, albergaran la certeza de que jamás llegarían a convertirse en verdaderos escritores o pintores si no vivían en París.

Enemistados políticamente con Estados Unidos, por lo general desdeñosos de su cultura, los latinoamericanos de los siglos XIX y XX miraron siempre a Francia. El positivismo de Augusto Comte inoculó sueños de progreso y desarrollo en todo el continente, contrarrestados luego por el decadentismo de Verlaine y Rimbaud que sedujo a los poetas modernistas.


ANDRE MALRAUX


Un bárbaro en París, Mario Vargas Llosa, p. 97

Fue compañero de viaje de los comunistas y nacionalista ferviente; editor de pornografía clandestina; jugador de Bolsa, donde se hizo rico y se arruinó (dilapidando todo el dinero de su mujer) en pocos meses; saqueador de estatuas del templo de BanteaI-Srei:, en Camboya, por lo que fue condenado a tres años de cárcel (su precoz prestigio literario le ganó una amnistía); conspirador anticolonialista en Saigón; animador de revistas de vanguardia y promotor del expresionismo alemán, del cubismo y de todos los experimentos plásticos y poéticos de los años veinte y treinta; uno de los primeros analistas y teóricos del cine; testigo implicado en las huelgas revolucionarias de Cantón del año 1925; gestor y protagonista de una expedición (en un monomotor de juguete) a Arabia, en busca de la capital de la reina de Saba; intelectual comprometido y figura descollante en todos los congresos y organizaciones de artistas y escritores europeos antifascistas en los años treinta; organizador de la escuadrilla España (que después se llamaría André Malraux) en defensa de la República, durante la guerra civil española; héroe de la Resistencia francesa y coronel de la brigada Alsacia Lorena; colaborador político y ministro en todos los gobiernos del general De Gaulle, a quien, desde que lo conoció en agosto de 1945 hasta su muerte, profesó una admiración cuasi religiosa.


DE LA ELEGANCIA


Las palabras justas, Milena Busquets, p. 46

8 de julio

Un hombre inteligente no es nunca feo, si nos parece feo, es que no es inteligente.

La inteligencia siempre es elegante, si no es que no es inteligencia.

10 de julio

La buena educación no es más que una mayor tolerancia al aburrimiento y a las bobadas ajenas.

El objetivo debería ser intentar no hablar o hablar lo menos posible con las personas que antes de abrir la boca ya sabemos lo que nos van a decir.

12 de julio

La elegancia no tiene ni mucho mérito ni mucha importancia. Solo depende de la estructura ósea de cada uno y del buen gusto a la hora de escoger la ropa.

Para saber si alguien es de veras elegante, basta imaginárselo con diez kilos de más.

A las personas más elegantes que he conocido les importaba un pito la ropa.

Y tal vez la elegancia también sea una mezcla de bondad, de inteligencia y de generosidad. Alguien que no sea generoso ( de veras generoso, los que en el cómputo final siempre salen perdiendo, los que nunca calculan nada, los que siempre dan más de lo que reciben) no puede ser elegante, le faltará siempre una cierta soltura y fluidez vital.


Los fans


Las palabras justas, Milena Busquets, p. 27

Son adorables, siempre traen algún regalito, chocolate, galletas, un libro (suyo, aunque siempre he pensado que regalar un libro que has escrito tú no es propiamente hacer un regalo, es un poco como plantificarle un beso en la boca a alguien que no te lo ha pedido, da un poco de vergüenza ajena, es un poco embarazoso y deshonesto, mucho mejor regalar un libro de otro, de Dostoievski, por ejemplo), una flor. Están el tiempo justo, suelen mostrarse tímidos y encantadores, sonríen como niños y como si te conociesen de toda la vida, a veces se emocionan y acabáis llorando los dos (es mucho más contagioso el llanto que la risa). No intentan ligar. Sant Jordi y las demás ferias del libro no se prestan a ligar, no conozco casi ningún caso de escritor o de escritora que haya ligado en Sant Jordi. Desgraciadamente, no puedo dar consejos a los lectores o las lectoras que estén enamorados de un autor. Nunca me he enamorado de ninguno, ignoro cómo se les seduce. Pero de todos modos ya se sabe que, escritor o no, hay gente que sencillamente no es seducible, igual que hay gente que no tiene ritmo. A mí nunca se me ocurriría la idea de seducir a un escritor: si tuviese menos talento que yo, no podría amarle, y si tuviese más, tampoco.


FERIA DEL LIBRO


Las palabras justas, M.Busquets, p. 25

24 de abril

Una vez al año, en Barcelona, en Madrid y en muchos otros lugares, los escritores son expuestos al público, no para hacer lo que supuestamente mejor saben hacer, escribir, sino para firmar y dedicar sus libros. Tal cosa no ocurre con ninguna otra profesión artística, ni actores, ni músicos, ni pintores son expuestos de ese modo tan crudo: en plena calle, a menudo bajo un sol inclemente, detrás de un humilde tablón de madera colocado encima de un par de caballetes. Te sientas detrás de una mesita, firmas libros e intentas ofrecer algo auténtico y verdadero a cada una de las personas que se acercan a verte. Casi nadie viene solo a buscar una firma. ¿Lo conseguimos siempre? No lo sé, no es fácil, intentas decirles: «Sí, sí, no te has equivocado, detrás de estas páginas hay alguien no demasiado distinto a ti porque en realidad somos todos muy parecidos.» Intentas prestar a esa persona una milésima parte de la atención que ella ha dedicado o va a dedicar a tu libro. Tú sientes que estás en deuda con ellos y ellos se sienten en deuda contigo (no todos, hay un tipo de lector, el lector petulante, que viene a verte con la intención de darte un par de lecciones sobre literatura y vida). Tú en el fondo crees que ellos están equivocados y que deberían estar leyendo a Proust, pero igualmente deseas que te quieran eternamente. Cien firmas: cien microrromances de dos minutos. Por fuerza los pobres escritores acaban el día aturdidos (los que tienen la suerte de firmar libros, hay grandes escritores que no firman nada), entre eufóricos y profundamente deprimidos.


INCXIPIT 1.438. RETRATO DE UNA MUJER MODERNA / MANUEL VICENT



Fue una larga noche de insomnio. Con los ojos abiertos en la oscuridad, creí oír el pasodoble «Suspiros de España» que sonaba en un apartamento de Nueva York. Eran los tiempos en que la mafia calzaba con unos zapatos de cemento a los de otro bando para arrojarlos desde una hormigonera a los fundamentos de los primeros rascacielos que se estaban construyendo. Pero al son del pasodoble español un fiambre flotaba boca arriba en el río Hudson hasta desembocar en el Atlántico.


INCIPIT 1.437. LA LIBRERA DE PARIS / KERRI MAHER


Era difícil no sentir que París era el lugar.

Sylvia había pasado quince años tratando de regresar, después de que la familia Beach hubiera vivido allí, cuando su padre, Sylvester, era el pastor de la iglesia americana en el Barrio Latino y ella, una adolescente romántica que necesitaba algo más que Balzac o cassoulet. Lo que más recordaba de aquella época, lo que llevaba en el corazón cuando tuvo que regresar a Estados Unidos con su familia, era la sensación de que la capital francesa brillaba con más intensidad que cualquier otra ciudad en la que hubiera estado o a la que pudiera ir alguna vez. Era algo más que el parpadeo de las lámparas de gas que la iluminaban después del anochecer, o que la piedra blanca, ineludible y resplandeciente, con la que se había construido gran parte de la ciudad: era el esplendor de la vida que burbujeaba en cada fuente, en cada reunión de estudiantes, en cada espectáculo de títeres en los jardines de Luxemburgo y en cada ópera del teatro del Odéon. Era la manera en que su madre chispeaba de vida, leía libros y agasajaba a profesores, políticos y actores, sirviéndoles deliciosos y espléndidos platos a la luz de las velas, en cenas con animados debates sobre libros y acontecimientos mundiales. Eleaoor Beach decía a sus tres hijas -Cyprian, Sylvia y Holly- que vivían en un lugar único y maravilloso que cambiaría para siempre el curso de sus vidas.


INCIPIT 1.436. TROYA /STEPHEN FRY


CAYÓ DEL CIELO

Troya. El reino más maravilloso del mundo. La joya del Egeo. La rutilante Ilión, la ciudad que se elevó y cayó no una, sino dos veces. Guardiana de las entradas y salidas del bárbaro Oriente. Reino de oro y de caballos. Cuna extrema de profetas, príncipes, héroes, guerreros y poetas. Bajo la protección de ARES, ARTEMISA, APOLO y AFRODITA, se mantuvo durante años como modelo de cuanto se puede lograr en las artes de la guerra y de la paz, del comercio y los tratados, del amor y el arte, en la destreza de gobernar, en la devoción y la armonía civil. Cuando cayó se abrió un agujero en el mundo humano que tal vez nunca llegue a colmarse si no es por medio de la memoria. Los poetas han de cantar su historia una y otra vez, transmitiéndola de generación en generación, si no queremos perder una parte de nosotros mismos con la pérdida de Troya.

Para comprender el final de Troya, tenemos que entender su comienzo. El contexto de nuestra historia tiene muchos giros y vueltas. Entran y salen multitud de nombres de sitios, personalidades y familias. No es necesario recordar cada nombre, Ni todas las relaciones de sangre y matrimonio, ni todos los reinos y provincias. La historia emerge, y os prometo que los nombres importantes se os quedarán.


INCIPIT 1.435. CONTRA LA CENSURA / COETZEE


Ofenderse

LA OFENSA

A principios de la década de 1990, en el discurso público sudafricano se produjo un cambio revelador. Los blancos, que durante siglos habían sido afablemente insensibles a lo que los negros pensaran de ellos o a cón10 los llamaran, e1npezaron a reaccionar con susceptibilidad e incluso con indignación ante la denominación “colono”. Una de las consignas de guerra del Congreso Panafricanista tocó una fibra particularmente sensible: «UN COLONO, UNA BALA». Los blancos señalaban la amenaza a sus vidas que contenía la palabra «bala», pero, según creo, era «colono» lo que suscitaba una perturbación más profunda. Los colonos, en el lenguaje de la Sudáfrica blanca, son los británicos que recibieron concesiones de tierras en Kenia y las Rodesias, personas que se negaron a echar raíces en África, que enviaban a sus hijos a formarse en el extranjero y que hablaban de Gran Bretaña corno “la patria”. Cuando entraron en acción los Mau Man, los colonos huyeron. Para los sudafricanos, tanto blancos como negros, un colono es alguien que está de paso, diga lo que diga el diccionario.

 Cuando los europeos llegaron al sur de África, se llamaron a sí mismos «cristianos», y a los indígenas «salvajes” o “paganos”. Posteriormente la díada «cristiano/pagano» se transformó y fue adoptando una serie de formas, entre ellas «civilizado/primnitivo», «europeo/nativo» y «blanco/no blanco».


ROTH


La mancha humana, Philip Roth, p. 50

Hace varios años me extirparon la próstata, una operación para eliminar el cáncer que, si bien tuvo éxito, no carece de los efectos secundarios desfavorables casi inevitables en tales intervenciones, debido a los daños que sufren los nervios y a las cicatrices internas, y el resultado es que desde entonces soy incontinente. Así pues, lo primero que hice al regresar a casa tras mi visita a Coleman fue quitarme la almohadilla de algodón absorbente que llevo día y noche, colocada en la entrepierna del calzoncillo como una salchicha en el interior de un panecillo. Debido al calor de aquella noche y a que no iría a un lugar público ni una reunión social, había intentado arreglármelas con unos calzoncillos corrientes de algodón encima de la almohadilla, en lugar de los de plástico habituales, y la orina había rezumado y humedecido los pantalones caqui. En casa observé que los pantalones estaban descoloridos por delante y olían un poco. Las almohadillas tienen un tratamiento especial, pero en esta ocasión el olor era evidente. Coleman y su historia me habían absorbido de tal manera que había dejado de inspeccionarme. Mientras estuve allí, tomando cerveza, bailando con él, contemplando la claridad -la predecible racionalidad y la claridad descriptiva- con que él se esforzaba para que el giro que había dado su vida fuese menos inquietante, no había ido a comprobar, cómo andaban las cosas allá abajo, como hago siempre durante las horas de vigilia, y por ello aquella noche me ocurrió lo que ahora me ocurre de vez en cuando.


DESPENTES


Querido capullo, Virginie Despentes, p.73

Hasta entonces, el feminismo nunca me había parecido fundamental. Ya fuera en el cine o en el teatro, no era algo que me preocupara. Y añadiría que en los años ochenta y noventa, cuando veía a las feministas manifestándose, las consideraba más bien un fastidio. Algunas de ellas estaban obsesionadas con la mujer-objeto, y yo, en los carteles de las películas en que actuaba, siempre aparecía medio en pelotas, así que a veces, en un estreno, vacilaba a cuatro o cinco que andaban por allí repartiendo panfletos contra mi cosificación, haciendo como si yo no existiera. En otras ocasiones, se ensañaban escribiendo artículos asesinos porque yo había rodado una escena de sexo tórrido y eso podía no gustar, así que me caían por todas partes. Aunque tampoco puedo decir que me hayan incordiado demasiado; total, los últimos treinta años, en Francia apenas se ha oído hablar de ellas.

No me sentía concernida. Y cuando empezó el Me Too, mi primera reacción fue ir por ahí diciendo en el ambiente del cine «conmigo, ese señor Weinstein siempre se ha comportado como un perfecto caballero». Tonta tampoco soy, cuando me invitaron a hablar del asunto en la tele pública decliné. Pero en privado, ahí es donde me quedé: en Cannes. he visto a tantas actrices comportarse mal cuando comprendían de quién se trataba e intentaban conseguir el número de su habitación, que así de entrada no pude empatizar. Zoé Katana tiene razón, lo más extraño es el entorno. Weinstein, durante décadas, fue el rey del mambo. No solo he visto a chicas peleándose por acercarse a él, sino que he visto a los distribuidores enviando muchachitas al frente. Y sabían perfectamente lo que se hacían.  Y nadie tenía nada que decir al respecto. He visto a padres cuya carrera no había sido lo que ellos querían sacrificando a su propia hija adolescente como ofrenda. Y a toda esa gente, cuando el tipo cae de su trono, ya no los oyes decir ni pío. Eso vale con él como con todos los que han tenido problemas. A nadie en su entorno se le ocurría comentarle «eso que usted hace, señor, de hecho constituye delito».


ULISES


La librera de París, Kerri Maher, p. 74

Joyce había recuperado a Stephen del Retrato y le había dado un amigo más viejo y optimista, Leopold Bloom. La novela describía con minucioso detalle cada palabra, pensamiento y movimiento de Stephen y de Leopold a lo largo de un solo día de su vida -el 16 de junio de 1904- en la capital irlandesa. La nueva novela de Joyce parecía que deseaba hacer estallar todas las superficies protectoras de la vida moderna con la misma determinación con que las granadas habían volado ciudades y trincheras por toda Europa. Tanto si los personajes estaban en el retrete como si debatían sobre Hamlet Joyce no escatimaba detalles y nivelaba lo vulgar con lo sublime. Se trataba de un libro que no se permitía ningún tipo de concesiones, y que describía con absoluta claridad el cuerpo y la mente de Stephen y de Leopold.

La insistencia de la novela en detallar todo de manera exhaustiva y veraz fue también lo que provocó tanta controversia en Inglaterra y Estados Unidos, donde las revistas que iban publicando capítulos habían sido consideradas obscenas y confiscadas por la Sociedad Neoyorquina para la Supresión del Vicio de John Sumner. No hacía mucho que Margaret Anderson se había quejado de ello en sus editoriales de The Little Review, y Sylvia compartía su indignación. Entendía que algunos lectores no quisiesen seguir a Bloom hasta el retrete, pero ¿prohibirlo? Los lectores tenían que abrir los ojos ante la impactante honestidad del libro y la audacia de su prosa, porque la complejidad de la obra ocultaba su mayor verdad: el mundo tal como lo conocíamos ha terminado, y ha llegado la hora de que surja algo completamente nuevo. Joyce no solo había eliminado las comillas, sino que a veces se había burlado de las convenciones gramaticales para penetrar lo más profundamente posible en la mente de sus personajes, donde, después de todo, la gramática no existe. Era realmente una novela de su tiempo.


EL JUICIO DE PARIS


Troya, Stephen Fry, p. 68

París miró hacia la segunda diosa, que ahora se le acercó con una sonrisa grave en los labios. En la superficie del escudo que portaba (por medio de un artificio que no comprendía) distinguió la expresión furiosa y aterrorizada de Medusa. Solo con la égida ya supo que la diosa que tenía delante era Palas Atenea, y sus palabras confirmaron su convencimiento:

-Regálame la manzana, París, y yo te daré algo más que poderes y principados. Te ofrezco sabiduría. Con la sabiduría viene todo lo demás: riquezas y poder, si quieres; paz y felicidad, si quieres. Penetrarás en el corazón de los hombres y las mujeres, en los rincones más oscuros del cosmos y hasta en los comportamientos de los inmortales. La sabiduría te garantizará un nombre que jamás desaparecerá de la tierra. Cuando todas las ciudadelas y los palacios de los poderosos hayan quedado reducidos a polvo, tu conocimiento y tu dominio de las artes de la guerra, la paz y el pensamiento mismo elevarán el nombre de París más allá de las estrellas. El poder de la mente parte la lanza más poderosa.

«Bueno, menos mal que no le di directamente la manzana a Hera, porque aquí tenemos a la ganadora entre las ganadoras. Tiene razón. Por supuesto que la tiene. La sabiduría primero, y el poder y las riquezas vendrían a continuación, sin duda -pensó París-. Además, ¿de qué sirve el poder sin intuición ni inteligencia? La manzana debía quedársela Atenea.»


YO


Contra la censura, JM Coetzee, p. 58

El yo, según lo entendemos en la actualidad, no es la unidad que el racionalismo clásico daba por sentado que era. Por el contrario, es múltiple y está dividido de manera múltiple contra sí mismo. Es, por utilizar una metáfora, un zoológico en el cual residen una multitud de animales sobre los cuales el angustiado guardián, desbordado de trabajo, ejerce un control bastante limitado. Por la noche, el guardián del zoo duerme y los animales se dedican a rondar, realizando su tarea onírica.

En este zoo metafórico, algunos de los animales tienen nombre, como la figura del padre o la figura de la madre; otros son recuerdos o fragmentos de recuerdos transformados, a los que se vinculan poderosos elementos de sentimiento; una subcolonia entera la constituyen versiones anteriores del yo, semidomesticadas pero aún traicioneras, cada una de ellas con un zoo interior propio sobre el cual no tiene precisamente un control completo.

Los artistas, según la explicación de Freud, son personas que pueden llevar a cabo un recorrido de visita a la colección interior de animales salvajes con cierto grado de confianza y salir, cuando así lo desean, más o menos ilesos. De la explicación de Freud sobre el trabajo creativo tomo un elemento: que la creatividad de cierto tipo comporta habitar, manejar y explotar partes bastante primitivas del yo. Si bien no se trata de una actividad particularmente peligrosa, sí es delicada. Pueden ser necesarios años de preparación antes de que el artista dé con los códigos, las claves y los equilibrios correctos y pueda entrar y salir más o menos libremente. También es una actividad muy privada, tan privada que casi constituye la definición de privacidad: cómo estoy conmigo mismo.


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