Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

MAS CHAVS


Chavs, Owen Jones, p. 146
Este odio a los chavs se ha convertido en una moda entre los jóvenes privilegiados. En universidades como Oxford, estudiantes de clase media organizan “fiestas chavs» en las que se visten como esta caricatura de la clase trabajadora. Entre los que se burlaban de esta estética estaba el príncipe Guillermo, uno de los jóvenes más privilegiados del país. En una fiesta temática de disfraces sobre el mundo chav que marcaba el final de su primer trimestre en Sandhurst, se puso una camiseta holgada y joyas llamativas, además de la imprescindible <>. Pero cuando los demás cadetes le pidieron que “pusiera acento chav y dejara de hablar como un miembro de la realeza», fue incapaz. “Guillermo en realidad no es el cadete que habla más pijo, pese a su herencia familiar, pero se esforzó por lograr un acento de clase trabajadora», dijo un cadete al Sun. Bienvenidos a la Gran Bretaña del siglo XXI, donde los miembros de la realeza se visten de sus súbditos de clase trabajadora para echarse unas risas.
Para hacerse una idea más detallada de lo que significa el fenómeno chav para los jóvenes de entornos privilegiados, tuve una charla con Oliver Harvey, exalumno de Eton y presidente de la Asociación Conservadora de Oxford. En las actitudes "de las clases medias" hacia lo que se habría llamado la "clase trabajadora'; la denominada cultura chav, todavia hay que considerar la clase como una parte importante de la vida británica”, dice. Chav es una palabra que Harvey oye a menudo circular bajo las agujas de ensueño de Oxford. “Uno pensaría que aquí la gente es culta, pero es algo que les sigue haciendo gracia”. A diferencia de otros estudiantes, no le gusta el término por su connotación clasista: “Creo que muestra una actitud condescendiente y bastante insultante. Es una palabra empleada por gente afortunada para hablar de otros que lo son menos ... Desgraciadamente, ahora es un término muy popular que se ha trasplantado a la conciencia cotidiana de la gente”
Un lugar como Oxford es campo abonado para el odio a los chavs. Casi la mitad de sus estudiantes han ido a colegios privados, y hay poquísimos alumnos de clase trabajadora estudiando en esta universidad. Eso ayuda a destapar la verdad que se esconde tras el fenómeno: aquí hay gente privilegiada con poco contacto con los que están por debajo en la escala social. Es fácil caricaturizar a gente que no comprendes. Y de hecho, muchos de estos estudiantes deben su plaza en Oxford a las condiciones privilegiadas que les permitieron costearse una educación superior. Qué tranquilizador pretender que aterrizaron en Oxford por su propio talento, y que los más desfavorecidos socialmente están ahí porque son brutos, irresponsables o algo peor.

LA CLASE OBRERA


Chavs, Owen Jones, p. 129
Si se quiere explotar el mito de que la clase ha muerto en la Gran Bretaña actual, y de que cualquiera puede ascender a lo más alto a través de sus propios esfuerzos, el Palacio de Westminster es un buen sitio para empezar. Los diputados entran y salen ufanos de reuniones con miembros de grupos de presión y electores, mientras, de vez en cuando, se pasan por la Cámara para hablar o votar cuando suena el estridente toque de campana. Pertenecientes en su inmensa mayoría a la clase media y entornos profesionales, la combinación de salario y dietas del diputado medio los sitúa cómodamente en el 4% más privilegiado de la población.
Correteando tras ellos, o chismorreando mientras toman un café en Portcullis House, hay un ejército de jóvenes y ambiciosos investigadores parlamentarios. Con prácticas no remuneradas (muchas veces, a diferencia de sus jefes, incluso sin los gastos pagados) casi siempre como requisito previo para figurar en las listas  de colaboradores de un diputado, el Parlamento es un coto cerrado de la clase media. Solo los que pueden vivir de la generosidad económica de sus padres pueden meter el pie.
Al servicio tanto de los diputados como de los periodistas está el personal de limpieza y hostelería. Muchos de ellos se recorren Londres en autobuses nocturnos para llegar a la Cámara al despuntar el alba. Su sueldo los sitúa fácilmente en el 10% inferior de la población. Hasta que se ganó una lucha por un sueldo digno en 2006, el personal de limpieza de la “Madre de Todos los Parlamentos” estaba subsistiendo con el salario mínimo en una de las ciudades más caras del planeta. Al ver a mujeres de mediana edad empujando carritos con los restos de pollo asado y tarta de chocolate, no sería disparatado pensar que uno hubiera entrado en una mansión aristocrática victoriana.
Sería fácil, pero demasiado cómodo, representar el Parlamento como un microcosmos del sistema de clases británico. No lo es, pero sin duda muestra la brecha que divide a la sociedad actual. Cuando entrevisté a James Purnell justo antes de las elecciones de mayo de 2010, que llevaron a los tories y a sus aliados liberales demócratas al número 10 de Downing Street, le expuse cuán poco representativo era el Parlamento: dos tercios de los diputados venían de un entorno profesional y tenían cuatro veces más probabilidades de haber estudiado en un colegio privado que el resto de la población. Cuando mencioné el hecho de que solo uno de cada veinte diputados era de familia obrera, se quedó realmente impresionado. “¿Uno de cada veinte?»
Cuando le pregunté si esto había dificultado que los políticos comprendieran los problemas de la gente de clase trabajadora, difícilmente podía disentir. “sí, desde luego. Creo que en gran medida se ha convertido en un coto cerrado ... » Para Purnell, esta apropiación del poder por parte de la clase media era el resultado de un sistema político que se ha vuelto cerrado para la gente corriente.

1.004. DEMASIADA FELICIDAD / ALICE MUNRO


Dimensiones
Doree tenía que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvía a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones. Empezaba la excursión el domingo a las nueve de la mañana. Debido a los ratos de espera entre un autobús y otro eran casi las dos de la tarde cuando había recorrido los ciento sesenta y pocos kilómetros. Sentarse en los autobuses o en las terminales no le importaba. Su trabajo cotidiano no era de los de estar sentada.
Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacía y deshacía camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenía la cabeza ocupada hasta cierto punto y acababa tan agotada que por la noche podía dormir. Rara vez se encontraba con un auténtico desastre, aunque algunas de las mujeres con las que trabajaba contaban historias de las que ponen los pelos de punta. Esas mujeres eran mayores que ella y pensaban que Doree debía intentar mejorar un poco. Le decían que debía prepararse para un trabajo cara al público mientras fuera joven y tuviera buena presencia. Pero ella se conformaba con lo que hacía. No quería tener que hablar con la gente. Ninguna de las personas con las que trabajaba sabía qué había pasado.

INCIPIT 1.002 BLANCO / BRET EASTON ELLIS


En algún momento de los últimos años, y no puedo precisar cuándo exactamente, una irritaci6n vaga pero casi abrumadora e irracional comenzó a acosarme hasta una docena de veces al día. Dicha irritación nacía de cosas tan aparentemente nimias, tan ajenas a mi campo de referencia habitual, que me sorprendía tener que pararme a respirar hondo para desarmar un fastidio y una Jrustraci6n que se debían a la tonteria de otros: adultos, conocidos y desconocidos en las redes sociales que exponían sus juicios y opiniones apresurados, sus preocupaciones sin sentido, siempre con la inquebrantable certeza de tener raz6n. Una actitud tóxica parecía emanar de cada post, comentario o tuit, la contuvieran realmente o no. Esa rabia era nueva, algo que no habla experimentado antes, y venia teñida de una ansiedad, una opresi6n que me dominaba cada vez que entraba en la red, una sensación de que de algún modo iba a cometer un error en lugar de simplemente dar una opinión o hacer una broma o criticar algo o a alguien. La idea habría resultado impensable unos años antes -que una opinión pudiera convertirse en algo que estaba mal-, pero en una sociedad enfurecida, polarizada, se aislaba a la gente por sus opiniones y se dejaba de seguirla porque se percibía de modos tal vez inexactos. Los miedosos comenzaban a captar instantáneamente la humanidad entera de un individuo en un tuit descarado, ofensivo, y se escandalizaban; se atacaba a la gente y se rompían amistades por apoyar al candidato «equivocada» o sostener la opinión «equivocada" o simplemente por manifestar la creencia «equivocada”. Era como si nadie pudiera diferenciar entre una persona viva y una ristra de palabras tecleadas a toda prisa en una pantalla negra zafiro. La cultura en su conjunto parecía alentar el discurso, pero las redes sociales se habían convertido en una trampa y lo que en el fondo querían era desconectar al individuo.

1.003. QUIJOTE / SALMAN RUSHDIE


CAPÍTULO 1
Quijote, un anciano, se enamora, se embarca en una misión y es padre
Vivía una vez, en una serie de direcciones temporales por todos los Estados U nidos de América, un víajante de origen indio, edad avanzada y facultades mentales menguantes que, por culpa de su amor por la televisión más estúpida, se pasaba una parte enorme de su vida mirándola en exceso bajo la luz amarillenta de las sórdidas habitaciones de motel, y en consecuencia había terminado sufriendo una forma peculiar de lesión cerebral. Devoraba programas matinales, programas diurnos, tertulias vespertinas, culebrones, comedias de situación, películas de Lifetime, dramas hospitalarios, series policiales, seriales de vampiros y de zombis, dramas de amas de casa de Atlanta, Nueva Jersey, Beverly Hills y Nueva York, romances y peleas entre princesas de fortunas hoteleras y autoproclamados sahs, así como los retozos de toda una serie de individuos que habían saltado a la fama por afortunados desnudos, por esos quince minutos de celebridad que obtienen ciertas personas jóvenes con muchos seguidores en las redes sociales gracias a su adquisición por medio de cirugía plástica de un tercer pecho o del hecho de que su figura después de extraerse unas cuantas cosillas imita la imposible figura de la muleca Barbie

INCVIPIT 1.001. LOS ANTIGUOS GRIEGOS / EDITH HALL


Entre los años 800 y 300 a. C., los pueblos que hablaban griego hicieron, en un periodo de tiempo muy breve, una serie de descubrimientos intelectuales que llevaron al mundo mediterráneo a un nuevo nivel de civilización, un proceso autodidacta muy admirado por los griegos y los romanos de los siglos siguientes. No obstante, como se explica en el presente libro, la historia de los griegos antiguos comenzó ochocientos años antes de ese acelerado periodo de progreso y duró al menos siete siglos más. Cuando los textos y las obras de arte de la Grecia clásica se redescubrieron en el Renacimiento europeo, cambiaron el mundo por segunda vez.
Dicho fenómeno se ha llamado el “milagro” griego, o la “gloria» de Grecia. Hay muchos libros titulados, por ejemplo, El genio griego, El triunfo griego, La Ilustración griega, El experimento griego, La idea griega e incluso El ideal griego; pero a lo largo de las dos últimas décadas se ha cuestionado la idea de que los griegos fueron excepcionales, subrayándose que, al fin y al  cabo, solo fueron uno de los muchos grupos étnicos y lingüísticos del mundo mediterráneo antiguo. Mucho antes de que los griegos aparecieran en la historiografía, ya habían surgido varias civilizaciones complejas; entre otras, Mesopotamia y Egipto, los hatianos y los hititas. Fueron otros pueblos los que proporcionaron a los griegos los avances técnicos cruciales: aprendieron el alfabeto fonético de los fenicios, y de los lidios,  a acuñar moneda.

HECTOR


Encuentros heroicos, Carlos García Gual, . 39

Me gustaría recordar unas líneas del citado libro de Redfield (op. cit., p. 388):” Aquiles, el héroe que está más cerca de los dioses, tiene al final de la Ilíada el privilegio de situarse al margen de su mundo y reescribirlo. El rescate de Héctor se lo impone Zeus; él lo acepta porque comparte hasta cierto punto la sabiduría de Zeus. Aquiles puede ver a cualquier hombre como una criatura efímera de la naturaleza y reconocer que no merece su odio. O, bien podemos agregar, su amor".
El rescate de Héctor, según esta interpretación, anula la distinción entre vencedor y vencido. Ambos aparecen compartiendo una naturaleza común y un destino común. Esto no resuelve la contradicción del combate, pero la borra; pues si el vencido no es distinto del vencedor, el combate carece de sentido. (Esta perspectiva, que me parece sugerente, y algo exagerada, aproxima a Aquiles de modo singular al héroe indio Arjuna que se lanza a la batalla de la  Bhagavad Gita consciente del sinsentido último de la misma. No creo que refleje la concepción homérica, pero acentúa bien su visión trágica.)
En esa misma línea de glosar la profunda grandeza anímica del héroe troyano, y, a la vez, la magnanimidad de la visión homérica que reconoce en los enemigos de los griegos la misma humanidad que a los propios griegos, está el libro de Jacqueline de Romilly, Rector, París, De Fallois, 1997. En uno de los capítulos del libro analiza la escena del encuentro de Príamo y Aquiles, destacando justamente esa piedad hacia el vencido que es característica del mejor humanismo griego (y recuerda que también se expresa de otro modo en la tragedia de Esquilo, los Persas). Como la conocida helenista subraya, Aquiles cumple ejemplarmente con las leyes de la hospitalidad, y despliega la cortesía más exquisita en su trato con el viejo rey que acude a él como suplicante; pero la actitud de ambos revela algo más profundo que un cumplimiento de las normas rituales. «Aquí vemos el cumplimiento de una serie de ritos que van desde la aceptación del rescate a la comida de hospitalidad. Está claro que el retorno a los ritos supone y trae consigo un apaciguamiento interior. Pero es una deformación de sociólogo sacar de ello conclusiones sobre las virtudes del ritual. Pues todo parte de esa solidaridad humana a la cual Príamo ha hecho alusión, y de esas lágrimas compartidas. El ritual sigue: la emoción primera ha hecho vacilar la relación entre los dos hombres."
Eso es, por lo demás, uno de los grandes pensamientos del helenismo: la piedad, la comprensión, la tolerancia se fundan sobre el sentimiento de las debilidades comunes a todos los hombres. Del mismo modo Ulises, en el Ayax de Sófocles, rehúsa reírse de su adversario deshornado. Es lo que está en el fondo de esa sensibilidad tan profundamente griega: "Tengo piedad de él cuando lo veo doblarse bajo un desastre. Y, de hecho, es más en mí que en él en quien pienso. Me doy cuenta de que todos nosotros, todos los que vivimos aquí abajo, no  somos más que fantasmas o sombras ligeras" (Ayax, 121-126). La tragedia deduce la idea fundamental que la epopeya había mostrado en acto, en la imagen decisiva de las lágrimas compartidas" (op. cit., p. 241). Pero, pienso, hay una diferencia entre la compasión del homérico Aquiles y la del Ulises sofocleo. En la escena final de la Ilíada lo que conmueve al héroe no es la sombría y frágil condición humana, como en la tragedia, sino la admiración ante la magnífica actitud y la figura noble del otro, ante el dolor ajeno, y la semejanza entre el enemigo y el ser querido, el propio padre, o el hijo muerto, que ambos perciben al verse frente a frente.

PIO BAROJA


Pío Baroja, Eduardo Mendoza, p. 21
La autobiografía de Baraja es un documento esencial para conocer a su autor y también para malinterpretarlo, en primer lugar porque todo lo que en ella nos cuenta Baraja está filtrado por la visión del viejo quejumbroso que pasa revista a los hechos con la perspectiva de los años y la lente deformante de quien, a la vista de un resultado aciago, no puede por menos de ver en todos los sucesos precedentes un mal augurio cuando no un mal paso. Y, en segundo lugar, porque las memorias de Baroja, con todos sus defectos de estructura y de forma, sus digresiones, reiteraciones, imprecisiones y silencios, resultan en extremo convincentes, no tanto por la veracidad de lo que narran como por el implacable estilo barojiano, a cuya influencia es imposible sustraerse. De resultas de ello, y por regla general, los biógrafos de Baroja no sólo dan por válido todo lo que él dice sobre su persona y sus andanzas, sino que tienden a reproducir esos mismos datos en el inconfundible estilo de Baroja. Esto no tendría, ni en el fondo tiene, nada de malo si no fuera porque Baroja era un manipulador nato de la realidad, y muy particularmente de su propia imagen. El que lo hiciera en forma consciente o no, es difícil de saber y, a los efectos de este libro, del todo irrelevante.

DON JUAN Y DON PIO


Pío Baroja, Edurado Mendoza, p. 20
Benet ejemplifica con esta anécdota: en cierta ocasión acudió un periodista a la casa de la calle de Alarcón a entrevistar a don Pío, y éste, en lugar de responder a sus preguntas con las respuestas al uso, lo abrumaba con sus queja.
“A medida que se sucedían las preguntas -cuenta Benet-, las respuestas no podían ser más desconsoladoras. Don Pío se quejaba de su mucha edad, de su falta de interés por las cosas, del precio del carbón, del frío que pasaba, del insomnio que padecía, del poco entusiasmo que le inspiraba la calle, de lo dura que era una existencia que a su edad le obligaba a seguir escribiendo para ganarse el sustento. Finalmente, buscando siquiera un rayo de luz en medio de aquella oscuridad, al periodista se le ocurrió decir: "Pero a fin de cuentas ... en general se encuentra usted bien, ¿no es así?". ''No, señor -fue la terrible respuesta del viejo-, en general me encuentro mal, bastante mal. Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal."
Es curioso cómo Baraja había asumido su propio personaje, por no decir su propia caricatura, con efectos retroactivos, hasta el extremo de parecer que durante roda su vida se había mantenido al margen de las terribles convulsiones de su tiempo y había evitado las no menos terribles peripecias personales de sus contemporáneos. Muchos años más tarde, al redactar sus recuerdos de aquel tiempo, Benet rememoraba, subyugado y repelido, aquella "tertulia anacrónica, envuelta en una luz tibia y opalescente, en la que -maldición de todos los inmortales que por no tener a nadie por encima ni misterios que resolver ni ciencia que hacer progresar ni cuentas que saldar, la mayor parte del tiempo sólo hablando de asuntos del barrio- todo había sido dicho más de una vez"

INTERNET OSCURA


La vida secreta, Andrew O'Hagan, p. 130
Ronnie avanzó en esa dirección. Había zonas en las que yo no le dejaba entrar -el pomo, por ejemplo-, pero el Ronnie que existía aquel verano era sensible a las drogas y a la idea de las armas. Una de las contradicciones de la web oscura es que su inclinación a acabar con las  restricciones no siempre casa bien con su filosofía de vive y deja vivir. En estos mercados negros hay personas que venden «píldoras de suicidio” e instrumental para fabricar bombas. Había en oferta “sicarios para objetivos de selección colectiva”, además de armas de asalto, munición y granadas. Una de las cosas chocantes que descubrí mientras estuve con ciberpuristas - Ronnie también la descubrió- es que en el meollo de sus programas revolucionarios son muy derechistas. Internet es libertaria en espíritu, también mitómana, paranoica, agitadora y demagógica, dada a registrar cubos de basura ajenos mientras esconde los propios, amiga de propalar bulos en vez de ocuparse de convencer, y está obsesionada por hacer una religión de la democracia mientras desconfía de casi todo el mundo. En lo más profundo de la web oscura domina la monomanía antiautoritaria y se predica el amor al desorden siempre que las propiedades de uno no estén en peligro. Los pacifistas se presentan con bombas de mano. La familia Manson se sentiría en casa.

DF WALLACE


Blanco, Bret Easton Ellis, p. 174
David Foster Wallace y yo no llegamos a conocernos, pero a lo largo de la década de los noventa y principios de los 2000 a menudo intercambiamos cumplidos a través de los periodistas extranjeros que recorrían el país para entrevistar a escritores más- o menos jóvenes. «¿A quién vas a entrevistar a continuación?” “ «A David Foster Wallace.” «Salúdalo de mí parte.” 0: «Ah, por cierto, saludos de parte de David Foster Wallace”. Wallace era fan de Menos que cero, y a mí me había hecho gracia su interpretación de American Psycho como «nihilismo de los almacenes Neiman-Marcus”. Jamás, ni remotamente, había tenido la impresión de que mantuviéramos ningún tipo  de enemistad literaria. Después de sus curiosos comentarios sobre American Psycho, seguirnos saludándonos a distancia. Pero nuestra relación no pasó de ahí, lo cual tal vez tuviera sentido dada mi incapacidad para acabarme su novela de 1996 La broma infinita, pese a intentarlo varias veces, y que su obra periodística me pareciera menor, inflada y paternalista, y su discurso inaugural de Kenyon en 2005 un claro ejemplo de lo que es decir sandeces. Me pareció que la canonización de Wallace tras su suicidio en 2008 estaba basada en un tipo de sentimentalismo muy particular y muy americano. Sin embargo, la película que estrenaron sobre él en 2015, El último tour, se dejaba ver a pesar del tono en extremo reverencial. Hábilmente dirigida por James Ponsoldt y elegantemente escrita por el dramaturgo Donald Margulies, la película a menudo es todo lo estática que puede ser una obra de teatro filmada, con largos diálogos que en esencia constituyen un debate sobre la autenticidad, y o te mareas con toda esa buena voluntad o pones los ojos en blanco sin poder creerte que alguien se la tornara tan en serio y le dedicara tantos esfuerzos corno aparenta. Los protagonistas de El último tour son Jason Segel en el papel de Wallace y Jesse Eisenberg en el de David Lipsky, un periodista de Rolling S tone que lo acompaña al final de la gira estadounidense de La broma infinita. Para aquellos de nosotros que también pasarnos los noventa inmersos en  publicaciones y giras, la película ofrece un relato cómico y preciso de la ya lejana era de la Generación X: las reseñas de libros de Walter Kirn en la revista New York desencadenan conversaciones en las fiestas, Rolling Stone encarga la semblanza de un novelista académico de vanguardia, la gente viaja en coche cantando himnos de Alanis Morissette, y se puede   fumar  en todas partes. Todavía no habíamos entrado de pleno en la era digital.

INCIPIT 1.000. ¡ABSALON , ABSALON¡ / WILLIAM FAULKNER


DESDE poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse y, frente a Quentin, la señorita Coldfield, siempre del mismo negro riguroso que había vestido desde hacía ya cuarenta y tres años, nadie sabía si por una hermana, el padre o un nomarido, se sentaba muy erguida en la dura silla de respaldo recto, muy alta para ella, tanto que las piernas le colgaban

INCIPIT 999. BOWIE POR BOWIE


En 2013, David Bowie, al lanzar The Next Day, su primer álbum en diez años, cautivó a un mundo que durante mucho tiempo había dado por hecho su retiro no anunciado. Esta negativa a cumplir con las expectativas del público a la manera en que lo hacen los últimos álbumes grabados en «piloto automático” por colegas suyos como los Rolling Stones y los Who era una seña del individualismo con el cual había ganado renombre. Un número 1 en el Reino Unido trepaba alto en Estados Unidos y alcanzaba allí el número 2.
La única decepción fue que decidiera no hablar con la prensa. Con el despuntar de los setenta, el hombre nacido como David Robert Jones el 8 de enero de 1947 ingresaba en lo que por entonces se conocía como la “lista de éxitos”sirviéndose de los alunizajes de “Space Oddity”, su himno sobre “el sueño espacial que terminó mal”. En 1971, promocionaba de mala gana Hunky Dory, un álbum tan bueno como para ser reconocido ahora como un clásico de todos los tiempos, pero en el que Bowie apenas estaba interesado en un momento en el que su energía creativa se enfocaba en The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars. La rareza del largo título de esta obra de 1972 era representativa de un disco único que, si bien desnudaba una inclinación hacia el estrellato, jugaba con los conceptos de sexualidad y  artificiode una forma en la que ningún músico se había atrevido antes.

INCIPIT 997. EL LIBRO DE LAS PRUEBAS / JOHN BANVILLE


SU SEÑORÍA, cuando me pida que se lo cuente a los miembros del jurado en mis propios términos, diré lo siguiente: me tienen encerrado como a un animal exótico, último superviviente de una especie que consideraban extinta. Deberían dejar pasar a las masas para que me viesen: el devorador de la muchacha, esbelto y peligroso, andando de aquí para allá en mi jaula, mientras mis terribles ojos verdes parpadean más allá de los barrotes; tendrían que darles algo con que soñar cuando por las noches están bien abrigados metidos en sus camas. Cuando me detuvieron, se arañaron con tal de echarme un vistazo. Estoy convencido de que habrían pagado por ese privilegio. Gritaron insultos, esgrimieron sus puños amenazadores y mostraron los dientes. Fue irreal, aterrador pero cómico verlos allÍ, apiñados en la acera como extras cinematográficos, jóvenes con gabardinas de tres al cuarto, mujeres con la bolsa de la compra y uno o dos personajes silentes y canosos que permanecían inmóviles, voraces, atentos a mí, pálidos de envidia. En aquel momento un guardia me cubrió la cabeza con una manta y me empujó al interior del coche patrulla. Reí. Habla algo irresistiblemente gracioso en la forma en que la realidad, trivial como de costumbre, satisfacía mis peores fantasías.

INCIPIT 998. CHAVS / OWEN JONES


Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno.
Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado. Qué lástima que cierre Woolworth's. ¡Dónde van a comprar todos los chavs 1 sus regalos navideños?
Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta
1 Término peyorativo para referirse a la subcultura de la clase trabajadora inglesa (sobre todo a los jóvenes, aunque no solo). Según este estereotipo, llevan ropa deportiva de marca, bisutería llamativa, viven de las prestaciones y en viviendas sociales. Como las palabras españolas «Chaval» y «chavó», es de origen gitano, y en último término proviene del término sánscrito yayan, «joven». El traductor agradece a Rodrigo Navia-Osorio sus generosas y útiles aclaraciones sobre algunos pasajes de este libro

INCIPIT 996. ERRATA / GEORGE STEINER


La lluvia, especialmente para un niño, trae consigo aromas y colores inconfundibles. Las lluvias de verano en el Tirol son inceantes. Poseen una insistencia taciturna, flagelante, y llegan en tonos verde oscuro cada vez más intensos. De noche, su tamborileo es como un ir y venir de ratones en el tejado. Hasta la luz del día puede llegar a empaparse de lluvia. Pero es el olor lo qe permanece conmigo desde hace sesenta años. A cuero mojado y a juego interrumpido. O, por momentos, a tuberías humeantes bajo el barro encharcado. Un mundo convertido en col hervida.
El verano era de por sí siniestro. Unas vacaciones familiares en el oscuro aunque mágico paisaje de un país condenado. En aquellos años de mediados de la década de los treinta, el odio a los judíos y el deseo de reunificación con Alemania flotaban en el ambiente austríaco. La conversación entre mi padre, convencido de la inminencia de la catástrofe, y mi tío gentil, aún moderadamente optimista, no resultaba fácil. Mi madre y su hermana, que sufría frecuentes ataques de histeria, intentaban crear un clima de normalidad. Pero los planes para pasar el tiempo -nadar y remar en el lago, pasear por los bosques y las montañas - terminaban disolviéndose en el perpetuo aguacero.

DAVID FOSTER WALLACE


Blanco, Bret Easton Ellis, p. 175
Wallace no empezó a escribir novelas hasta los veintiún años. Se cuenta que al ver el éxito literario del Brat Pack y otros jóvenes novelistas que comenzaron a vender libros y ganar dinero a mediados de los años ochenta, pensó: «¿Por qué no probarlo?”. En su primera novela, La escoba del sistema, hay rastros de la influencia de Menos que cero, aunque posteriormente la negaría sin por ello dejar de alabar públicamente la novela. Hace unos años, a causa de una mezcla de insomnio y tequila, solté un sermón en Twitter, cuando estaba leyendo la biografía de Wallace escrita por D. T. Max. El sermón tenía menos que ver con David que con su creciente público, que estaba refundiendo el suicidio y el discurso de Kenyon en un relato aspiracional que, si habías leído toda la obra de Wallace, y sobre Wallace, y habías seguido su trayectoria, te resultaba de un sentimentalismo lamentable. Como con muchos de los colegas que me interesaban, yo había leído toda la obra de Davíd (excepto, por supuesto, La broma infinita, en la que no había conseguido meterme a pesar de su vistosa y profética idea central de las compañías conquistando la industria del entretenimiento americana), y, salvo por un puñado de relatos primerizos y secciones de La escoba del sistema, no había conectado con su trabajo por numerosas razones estéticas. Con frecuencia le consideraba el escritor más sobrevalorado de nuestra generación, así como el más pretencioso y atormentado, y eso fue lo que tuiteé aquella noche junto con otras inquietudes, entre ellas cómo la cultura había reinterpretado su figura y lo ingenuo que me parecía por parte de Davíd creer que podría controlar ese proceso. A algunos de nosotros la sinceridad y la gravedad con que empezó a traficar nos parecieron una estratagema, una suerte de contradicción -no eran del todo falsas, pero tampoco completamente ciertas-, una especie de performance artística cuando David había intuido el cambio social que tendía hacia la solemnidad y se había adaptado a él. Pero seguía gustándome la idea de David y el hecho de que él existiera, y también considero que fue un genio.
Si bien mis sentimientos por David eran, sí, contradictorios, también eran sinceros. Uno de los problemas crecientes de nuestra sociedad es la incapacidad de la gente para soportar dos pensamientos opuestos al mismo tiempo, de modo que cualquier «crítica” a la obra de alguien se tilda rutinariamente de elitismo, celos o sentimiento de superioridad. La idea de apretar siempre el botón de «me gusta”, de bloquear a la gente por airear opiniones divergentes es algo que desde luego habría puesto los pelos de punta a Wallace, puesto que podía ser un crítico exigente e incluso corrosivo. Como era de esperar, la gente reaccionó a los tuits nocturnos (escribí mal “capullo”) con indignación, cómo me atrevía, y me acusaron de hater y trol envidioso. Pero yo no tenía ningún problema personal con David, y nunca le tuve envidia; los tuits consistían más bien en una diatriba contra los fans que habían obviado los aspectos negativos y desagradables de la vida de Wallace y fingían deliberadamente que el a veces imbécil cruel que habíamos conocido jamás había existido. David no había escrito nada que yo envidiara porque nuestra obra no tenía nada que ver en términos de estilo, contenido o temperamento. (Sin embargo, Jonathan Frazen es harina de otro costal, y Las correcciones una novela que a menudo he reconocido que me gustatía haber escrito.) Este festival de tuits se reducía a un mero juicio estético, una opinión, que por lo que fuera se entendió como un delito.

La escalera de la vida asciende sin parar.


Errata, George Steiner, p. 134
El segundo argumento, que se refiere a la miseria del común de las gentes a lo largo de estos milenios, nos dirige hacia los avances tecnológicos y científicos del siglo XX. El noventa por ciento de los científicos que ha dado la historia están hoy vivos. El período que comienza más o menos con Darwin, Rutherford y Einstein ha presenciado un florecimiento exponencial de las ciencias puras y aplicadas. Nuestro conocimiento del cosmos, de la evolución, de la neurofisiología de la especie humana se ha multiplicado por cien. Desde Arquímedes hasta Galileo, pero también hasta Newton y Gauss, gran parte de los conocimientos que hoy debe dominar un estudiante eran absolutamente inaccesibles. Éste es el siglo de Dirac. La biogenética, la biología molecular surgida tras el descubrimiento del ADN, son conceptos básicos que revolucionan las capacidades humanas. La imagen del ser humano está cambiando. Los horizontes parecen alejarse ante nuestros ojos hacia una luz crecientemente compleja y desafiante.
Los cambios individuales y sociales estimulados por la ciencia y sus aplicaciones prácticas son hoy mucho mayores de lo que lo fueron en toda la historia precedente. En aspectos decisivos de la salud, de la información y de la comunicación, los hombres y las mujeres de mediados del siglo XVIII estaban mucho más cerca de la vieja Atenas de lo que nosotros lo estamos de ellos. Los logros de la medicina han transformado la historia del dolor. Como C. S. Lewis recordaba a sus alumnos: «Cerrad un momento los ojos e imaginad la vida antes del cloroformo». La atención sanitaria ha alterado el tiempo con respecto a la muerte prematura y la esperanza de vida. La «ingeniería genética » puede redibujar en breve el proyecto humano. Nuestro tiempo y nuestro espacio diario ya no son los de Kant o Edison. La instantaneidad de las comunicaciones, el imparable acelerando del viaje global tocan, tocarán hasta la última fibra de la conciencia y las costumbres humanas. La comunicación se ha convertido en nuestra cuarta dimensión. Y aunque el sistema económico está sometido en apariencia a crisis cíclicas, y aunque todavía persisten inmensas bolsas de pobreza, hambre y enfermedad en las regiones subdesarrolladas, lo cierto es que la calidad de la existencia humana ha mejorado notablemente. Recursos, comodidades y oportunidades sin precedentes son hoy posibles o pueden serlo en el futuro. La escalera de la vida asciende sin parar.

LOS MUERTOS DE JOYCE


Errata, George Steiner, p. 66
Poco después, un grupo acudió a mi habitación. Se instalaron en las literas y en el suelo. ¿Podía serles útil con Los muertos, el relato de Joyce? Existen pocos relatos breves tan llenos de multiplicidades, tan sometidos a la presión de la historia recordada y a la revelación gradual de sus intenciones como éste. Pocos en los que resulte posible omitir una frase sin causar un grave perjuicio a la inteligencia, a la exigente estructura del conjunto. Me encontré a mí mismo impartiendo un seminario extraoficial en plena noche, leyendo con y para un grupo espectadores sumamente atentos. Los vi tomar notas, subrayar el texto y escribir en los márgenes. Hablé de la absoluta musicalidad del relato. Las canciones y los títulos de canciones son tan importantes en Los muertos como en Noche de Reyes o en Finnegans Wake. Leí el final en voz alta:
Sí, los diarios tenían razón: la nieve se había extendido por toda Irlanda. Caía en todos los rincones de la oscura llanura central, sobre las montañas desnudas de árboles, caía dulcemente sobre la ciénaga de Allen y, más al oeste, dulcemente caía en las oscuras y amotinadas olas del Shannon. Caía también en todos los rincones del solitario cementerio de las colinas, donde yacía enterrado Michael Fury. Se amontonaba, arrastrada por el viento, sobre las cruces y las lápidas agrietadas, sobre las lanzas de la pequeña verja, sobre las áridas espinas. El espíritu de Fury se desvanecía lentamente mientras oía caer la nieve mansamente sobre el universo y mansamente caer, como el descenso de su último fin, sobre los vivos y los muertos.
¿Habían observado la vieja figura retórica (su nombre griego era ... ) mediante la cual «Caía dulcemente» se transforma en «dulcemente caía», como preludio del cambio final «caer mansamente» y “mansamente caer”? ¿O los sonidos sibilantes que anuncian la llegada del sueño en «El espíritu de Fury se desvanecía lentamente»? También valía la pena subrayar aquellas «lanzas» y «espinas», emblemáticas de la pasión de Cristo en otra montaña, hacía mucho tiempo. Pero se había hecho tarde y el ambiente en la habitación estaba muy cargado. Intenté evitar lágrimas absurdas. Hasta que las vi en uno de aquellos rostros sin afeitar. Entonces supe que podía conducir a otros hasta las fuentes del significado. Fue un descubrimiento fatal. Desde esa noche, las sirenas de la enseñanza y la interpretación no han cesado de cantar para mí.

GEORGE STEINER

Errata, George Steiner, p. 58
Las literas de dos pisos ocupaban casi por completo el espacio de los cubículos-dormitorios donde se apiñaban los veteranos que regresaban al país. El ex paracaidista que habría de ser mi compañero de habitación me miró con absoluta incredulidad. Nunca había visto un ser tan evidentemente mimado, protegido, convencionalmente vestido y cargado de libros como yo. Tras un largo y áspero silencio, me preguntó si yo era «listo». Apostando por mi supervivencia, respondí: «Extraordinariamente”. Al oír la palabra esbozó una mueca de disgusto y de asombro. Luego dedujo con laconismo que yo podría serie útil para aprobar sus asignaturas, cuyas listas de lecturas yacían desordenadas sobre la mesa. Más tarde, sin embargo, me enseñó algo que yo jamás sería capaz de conseguir, aunque lo intentase sin descanso durante un millón de años. Alfie se puso en cuclillas, extendió los brazos hacia delante, los tensó y se subió de un salto a la litera de arriba. Ningún Nureyev ha logrado superar para mí el explosivo arco de ese salto que mostraba el absoluto dominio de un paracaidista sobre sus muslos en tensión, sobre el resorte oculto en la zona inferior de su espalda. Me quedé paralizado, a punto de llorar por mi ineptitud y la sencilla belleza de aquel gesto. Nos hicimos amigos.
Yo hice cuanto pude por facilitarle sus tareas académicas, por ayudarle a obtener el título que la constitución estadounidense había hecho posible. Él, a su vez, intentó convertirme en un adulto pasable, enseñarme esas artes sencillas que para un privilegiado ratón de biblioteca, para un mandarín judío, resultan las más arduas de aprender. Durante las semanas siguientes, aprendí un poco de póquer serio, escuché el jazz de Dizzy Gillespie en el Beehive, superé mi miedo a las ratas y a los retretes con las puertas rotas. La palabra se desvaneció. Si, en la bulliciosa calle 63 o en cualquier lugar de aquel louche, de aquel hervidero racial que era el South Side, alguien se hubiera atrevido siquiera a rozar un solo pelo de mi engreída cabeza, habría de vérselas con la navaja o el golpe de kárate de aquel paracaidista. (Acuclillado sobre el retrete, Alfie había abatido a una rata, rompiéndole la columna con el canto de la mano.) 

SHAKESPEARE


Errata, George Steiner, p. 50
La consecuencia es que hay muy pocas críticas de Shakespeare, en el sentido correctivo o instructivo del término, después de Samuel Johnson y de Pope. Para estos hombres augustos, Shakespeare era un dramaturgo sublime, a veces desigual en sus logros, a veces torpe en sus técnicas, de dudoso gusto. El romanticismo inglés y europeo no comparte esta serena visión. La «bardolatría», las proyecciones personales de tantas generaciones en personajes como Hamlet, convirtieron a Shakespeare en un semidiós. Ciertos pasajes de sus obras se comparan con los Evangelios, no siempre en beneficio de estos últimos. Su obra se considera un altar de la humanidad.
Los disidentes son pocos (aunque fascinantes). Acaso encolerizado por el extraño modo en que el rey Lear ejecuta su propio destino y el amargo crepúsculo que se cierne sobre él, Tolstoi se centra casi ciegamente en Shakespeare. Lo encuentra pueril, zafio, insensible a los justos dictados del sentido común y la necesidad social. Entre las enfurecidas líneas que Tolstoi dedica a la necedad del fingido salto de Gloucester desde los acantilados de Dover, distinguimos un motivo inquietante y conmovedor. Como notable dramaturgo que era, a Shakespeare le repugnaban las humillaciones de histérica simulación que tal escena inflige tanto a los actores como al público. Las críticas jocosas de Shaw, su reescritura pedagógica de Cimbelino, se inscriben en la esfera del autobombo y la mera diversión panfletaria. Llama la atención, por el contrario, una observación marginal del joven Lukács, el más sutil de los lectores marxistas. Hay, afirma Lukács, más comprensión de la política y de la historia en el «Paraíso» de Dante que en toda la obra de William Shakespeare.
Pero son las notas marginales de Wittgenstein las que resultan probablemente más incisivas. No consigue «sacar nada en limpio de Shakespeare». Recela del halo de consenso adulador que rodea su obra. Unanimidad tan clamorosa no puede indicar sino un error. Wittgenstein no encuentra en las obras de Shakespeare el menor atisbo de verdad. La vida real, dice  Wittgenstein, sencillamente no es «así». Shakespeare es, sin lugar a dudas, un genial tejedor de palabras. Sus personajes, sin embargo, no son sino accesorios de su virtuosismo semántico. Lo que nos muestra es una deslumbrante superficie lingüística. Wittgenstein incide sobre un aspecto ya señalado por T. S. Eliot con su característica discreción felina al manifestar su preferencia por Dante. En las palabras, en la conducta de los hombres y las mujeres de Shakespeare, no encontramos una ética coherente, una filosofía adulta, y mucho menos una prueba sólida de fe trascendente. Sabemos, afirma Wittgenstein, qué significa «el gran corazón de Beethoven”. Semejante descubrimiento no es aplicable a Shakespeare.

HUGH HEFNER


A propósito de nada, Woody Allen
En algunas ocasiones, Jean, John y yo íbamos a casa de Hugh Hefner. No con mucha frecuencia, pero sí de vez en cuando. Era una casa abierta casi las veinticuatro horas, con cuadros de Picasso en las paredes y llena de famosos, deportistas y mujeres sexis. El verdadero atractivo eran las mujeres sexis y no los cuadros de Picasso, creedme. Cada vez que yo pasaba por Chicago recibía una llamada de la Mansión Playboy para invitarme a que me hospedara allí. Jamás lo hice, pero en ocasiones nos dejábamos caer y socializábamos. Yo tengo una regla fundamental en la vida: jamás me quedo como invitado en casa de nadie. Y tampoco intenté ligarme jamás a ninguna de las compañeras de piso de Hefner. La mera idea de que alguna de esas exuberantes maravillas de la naturaleza malgastara un cuark de su atención en una persona como yo, cuya mejor descripción sería la de un tipo torpe a quien el simple hecho de tener presentarse lo hacía morirse de miedo, me volvía completamente tímido. Con los años llegué a mantener relaciones breves algunas protagonistas del póster central desplegable, pero eso nunca tuvo lugar durante una visita a la mansión de  Hefner. Por lo general, me confundían con otra persona. Hefner me bien y recuerdo que una noche me explicó que de niño siempre había soñado con tener una casa en la que todo el tiempo estuviera pasando algo y en la que nadie prestara atención al reloj Te despertabas cuando se te antojaba, desayunabas cuando parecía bien, hacías lo que querías. A la hora que fuera. Si levantabas a las dos de la mañana, entonces tu día empezaba en ese momento y tu calendario se acomodaba a tus propios tiempos. A mí aquello me tenía sin cuidado, puesto que sueños de los demás nunca significan nada para mí, pero si Hefner le hacía feliz vivir así, y así era, entonces genial. Lo único que sé es que era un anfitrión amable y generoso y un rico y exitoso, y si a él le gustaba levantarse a las once de noche, desayunar y luego jugar al Monopoly con celebridades, ¿quién era yo para objetar algo?

DISEÑO INTELIGENTE


A propósito de nada, Woody Allen, p. 87
El hecho de que resolver esos problemas sea una ilusión y de que siempre seguirás siendo el mismo atormentado desdichado incapaz de comprar pastas danesas en la panadería porque el mundo te avergüenza y te hace sentir incómodo no tiene importancia. La propia ilusión de que estás haciendo algo para ayudarte ayuda. De alguna manera, te sientes un poco mejor, un poco menos desamparado. Depositas tus esperanzas en un Godot que nunca llega, pero la idea de que tal vez sí se presente con algunas respuestas te ayuda a sobrevivir a la pesadilla que te rodea. Como ocurre con la religión, donde es la ilusión lo que te hace salir adelante. Y, como yo estoy en las artes, envidio a las personas que se consuelan con la convicción de que el mundo que crearon perdurará, que se hablará mucho de él y que, de alguna manera, al igual que ocurre con los católicos y su fe en la vida después de la muerte, el “legado” que dejan como artistas los hará inmortales. La cuestión es que todas las personas que discuten sobre el legado del artista y que comentan lo genial que es su obra están vivas y pidiendo pastrarni, mientras que el propio artista está metido en una urna o enterrado en Queens. Toda esa gente que desfila ante la tumba de Shakespeare recitando alabanzas le importa un reverendo comino al bardo, y llegará el día -un día muy lejano, pero va a llegar sin el menor asomo de duda- en que todas las obras de Shakespeare, a pesar de sus brillantes tramas y sus estirados pentámetros yámbicos, así corno cada uno de los puntitos de Seurat, se esfumarán con cada átomo del universo. De hecho, el propio universo desaparecerá y no habrá ningún lugar donde puedas colgar el sombrero. Después de todo, no somos más que un accidente de la física. Y un accidente bastante torpe, por cierto. No el producto de un diseño inteligente, sino, en realidad, la obra de un vulgar metepatas.

OVIEDO


A propósito de nada. Woody Allen, p. 75
Hoy en día en Konigsberg hay un monumento en mi honor (a menos que algunos airados ciudadanos ya lo hayan derribado con una cuerda, como ocurrió con el de Sadam Husein) y no hay ninguna razón para hacerme un homenaje en Konigsberg. No provengo de allí, jamás he estado y desde luego no he hecho nada para mejorar la vida de sus habitantes, pero mi apees Konisberg y tal vez tengan una gran necesidad de héroes. La escultura en cuestión la escogí yo, de entre las muchas opciones que se postularon en un concurso. Me sorprendió lo buenas e inteligentes que eran todas y terminé decidiéndome por la más sencilla y modesta, que consistía en un par de gafas sobre una vara. En la realidad es mejor que lo que acabo de describir. También en la adorable ciudad española de Oviedo hay una estatua de mi figura que es un retrato fiel. Nunca me solicitaron mi opinión y ni siquiera me informaron de que iban a instalarla. Simplemente, erigieron una estatua de mí en la ciudad, una verdadera estatua de bronce de esas sobre las que les gusta posarse a las palomas. También en este caso, a menos que una muchedumbre enfurecida la haya arrancado, sigue allí. Desde el momento que la instalaron unos vándalos robaron de la estatua unas gafas iguales a las mías. Esas son de bronce y están incrustadas en la escultura, que es de tamaño real, por lo que hace falta un   soplete para sacarlas. Pero no importa cuántas veces vuelvan a colocarlas, siempre hay alguien que las roba. Me gustaría decir que realicé algo noble y valiente en Oviedo para merecer este honor, pero, además de ir de visita, filmar un poco en esa ciudad, pasearme por sus calles y disfrutar de su hermoso clima (al igual que Londres, en pleno verano está fresco y gris y cambia todo el tiempo), no hice ningún mérito que justifique un retrato escultórico, salvo dejar que ahorcaran un muñeco igual a mí. Oviedo es un pequeño paraíso, solo estropeado por la antinatural presencia de una imagen en bronce de un pobre infeliz.

INCIPIT 995. A PROPOSITO DE NADA / WOODY ALLEN


Al igual que le ocurría a Holden, no me da la gana de meterme en todas esas gilipolleces al estilo David Copperfield, aunque, en mi caso, algunos pocos datos sobre mis padres tal vez os resulten más interesantes que leer sobre mí. Por ejemplo, mi padre, nacido en Brooklyn cuando aquello no era más que un montón de granjas, recogepelotas para los primeros Brooklyn Dodgers, buscavidas de billar americano, corredor de apuestas, un hombre pequeño pero un judío duro, que usaba camisas extravagantes y llevaba el pelo peinado hacia atrás, reluciente corno el charol, a la George Raft. Nada de escuela secundaria, en la armada a los dieciséis, miembro de un pelotón de fusilamiento en Francia que ejecutó a un marino estadounidense por haber violado a una chica del lugar. Tirador condecorado al que le encantaba apretar el gatillo y que siempre llevaba una pistola encima hasta el día que murió, sin haber perdido ninguno de sus cabellos plateados y con una visión perfecta y superior a la normal. Una noche, durante la Primera Guerra Mundial, su embarcación fue alcanzada por un proyectil en las heladas aguas de Europa a cierta distancia de la costa. El barco se hundió. Todos se ahogaron, excepto tres tipos que nadaron varios kilómetros y llegaron a la orilla.

MANHATTAN


A propósito de nada, Woody Allen,  28
Y ahora miras la pantalla y, al compás de la música de Cole Porter o de las indescriptiblemente hermosas melodías de Irving Berlin, aparece la línea de edificios de Manhattan. Estoy en buenas manos. No voy a ver una historia de tíos vestidos con petos en una granja que se levantan temprano para ordeñar las vacas y cuyo objetivo en la vida es ganar una medalla en la feria de ganado del estado o entrenar a su caballo para que trascienda una serie de tribulaciones equinas y llegue primero en la carrera local de trotones. Y, felizmente, ningún perro salvará a nadie y ningún personaje de voz gangosa meterá el dedo en el asa de una jarray dará cuenta de su contenido ni habrá ningún cordel atado al dedo del pie de ningún niño mientras se va quedando dormido junto al viejo remanso de pesca.
Incluso hoy, si la escena inicial de una película es un primer plano de una bandera que cae y se trata de la bandera del taxímetro de un taxi neoyorquino, me quedo. Si es la bandera de un buzón, me largo de la sala. No; mis personajes se despiertan y las cortinas de sus dormitorios se abren para exhibir la ciudad de Nueva York con sus altos edificios y cada una de las excitantes posibilidades que ofrece, y mis actores o bien desayunan en la cama con una bandeja en la que no falta un soporte para el periódico de la mañana o lo hacen sentados a una mesa con mantel y cubiertos de plata, y al tipo le traen el huevo a la mesa en una huevera de modo que él no tenga más que dar unos golpecitos a la cáscara para llegar a la yema, y no habrá ninguna noticia sobre campos de exterminio, quizás solo una primera plana en la que se  vea a una chica hermosa con otro tipo, para disgusto de Fred Astaire, que está enamorado de ella. O, si es una pareja casada desayunando, se quieren de verdad después de años de estar juntos y ella no se regodea en los puntos débiles de él y él no la trata de gilipollas. Y cuando la película acaba, la segunda es de misterio, donde un endurecido investigador privado resuelve todos los problemas de la vida con un puñetazo en la mandíbula y se larga con una pechugona como las que no existían en ninguna de mis clases ni en ninguna de las bodas, funerales o bar mitzvá a los que asistía. Y, por cierto, jamás asistí a un funeral: siempre me ahorraron tener que enfrentarme a la realidad. El primer y único cadáver que he visto en mi vida fue el de Thelonious Monk, cuando iba de camino a Elaine's para cenar y me detuve en una funeraria de la Tercera Avenida para presentarle mis respetos. Mia Farrow estaba conmigo; hacía poco que habíamos empezado a salir y ella se comportó de manera cortés pero consternada, y tal vez en ese momento debería haberse dado cuenta de que estaba iniciando una relación con el soñador equivocado, pero ya hablaremos de todo ese mishigas, de toda esa locura, más tarde.

LECTURAS


A propósito de nada, Woody Allen.
Leía indiscriminadamente y seguía teniendo grandes lagunas en mi conocimiento, pero empecé a escuchar música clásica además de jazz, visitaba cada vez más museos y me educaba lo mejor que podía, no para obtener un título universitario ni por ninguna aspiración noble, sino para no parecer un asno delante de las mujeres que me gustaban; aunque, en la mayoría de los aspectos, seguí siendo un asno. Aún hoy, mis poetas son los de “Tin Pan Alley» y no hay nada en La tierra baldía o en Pound o Anden que me conmueva tanto como la frase «no vales el precio de un espárrago fuera de temporada» de Cole Porter.
Sé que Edith Wharton, Henry James y Fitzgerald escribieron sobre Nueva York, pero la ciudad que yo reconocía estaba mejor descrita en los artículos deportivos de ese sentimental reportero irlandés llamado Jimmy Cannon. Os quedaríais impresionados por todo lo que no sé, no he leído o no he visto. Después de todo, soy director, es decir, escritor. Jamás he visto una representación en directo de Hamlet. Jamás he visto Our Town, en ninguna versión. Jamás he leído el Ulises, ni el Quijote, ni Lo lita, ni Trampa 22, ni 1984, ni nada de Virginia Woolf, E. M. Forster o D. H. Lawrence. Nada de las hermanas Bronte ni de Dickens. Por otra parte, soy uno de los pocos entre mis pares que ha leído la novela de Joseph Goebbels. Sí, Goebbels, ese pequeño supositorio de pacotilla que trabajaba como publicista del Führer, probó suerte con una novela titulada Michael, y no creáis que el personaje principal era un chico ansioso y lleno de nervios que no sabía qué hacer para gustarle a la chica.

MATRIMONIO ORIGINAL


A propósito de nada, Woody Allen, p. 25
De joven, mis películas favoritas eran las que he bautizado como «comedias de champagne”. Me encantaban las historias que transcurrían en áticos en los que las puertas del ascensor se abrían directamente delante de la vivienda y se descorchaban botellas, donde hombres melosos que pronunciaban frases ingeniosas seducían a mujeres hermosas que holgazaneaban en la casa vestidas con lo que hoy en día alguien se pondría para asistir a una boda en el Palacio de Buckingham.
Esos pisos eran amplios, por lo general dúplex, con mucho blanco. Al entrar, uno, o el invitado de uno, casi siempre se dirigía a una barra pequeña y accesible para servirse alguna copa de una licorera. Todos bebían todo el tiempo y nadie vomitaba. Y nadie padecía cáncer y en el ático no había goteras, y cuando sonaba el teléfono en plena noche, la gente que vivía en los pisos altos de Park Avenue o de la Quinta Avenida no tenía, como mi madre, que salir a rastras de la cama y golpearse las rodillas en la oscuridad buscando a tientas ese instrumento negro para enterarse de que tal vez un pariente acababa de morir. No. Hepburn, Tracy, Cary Grant o Mirna Loy se limitaban a descolgar el teléfono que tenían sobre la mesita de noche a centímetros de donde dormían, que por lo general era blanco, y las noticias no giraban sobre la metástasis de las células o una trombosis coronaria producto de años de letales comilonas de carne asada, sino de enigmas más fáciles de resolver, como: “¿Qué? ¡¿Qué es eso de que no estamos legalmente casados?!”.

WIKIPEDIA

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