Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 1.000. ¡ABSALON , ABSALON¡ / WILLIAM FAULKNER


DESDE poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse y, frente a Quentin, la señorita Coldfield, siempre del mismo negro riguroso que había vestido desde hacía ya cuarenta y tres años, nadie sabía si por una hermana, el padre o un nomarido, se sentaba muy erguida en la dura silla de respaldo recto, muy alta para ella, tanto que las piernas le colgaban

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