Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 928. UNA NOVELA CRIMINAL / JORGE VOLPI

1. La aguja y el pajar
La mejor manera de empezar una historia es con otra. Para narrar el caso de Israel Vallarta y Florence Cassez, los protagonistas de esta novela documental o de esta novela sin ficción, debo dirigir la mirada hacia un personaje en apariencia secundario: su nombre es Valeria Cheja, acaba de cumplir 18 años y estudia en una preparatoria privada de la Ciudad de México. Una adolescente de clase media como tantas: vanidosa, fiestera, ávida de mundo. Observémosla la mañana del 31 de agosto de 2005: el cabello negro, la camiseta blanca y los pants azules con jaspes también blancos del uniforme. Valeria suele pasar por sus amigas en el Seat rojo que le regalaron sus padres, pero hoy debe exponer en su primera clase y prefiere marcharse sola, consciente de que cada mañana la Ciudad de México se transforma en un campo de batalla donde millones de automovilistas se rebasan y amontonan en filas interminables a una velocidad que rara vez excede los veinte kilómetros por hora.

El aire fresco golpea su rostro cuando, cerca de las 07:40, sale al patio, arroja su mochila en el asiento del copiloto, toma su lugar frente al volante y enciende el motor. Entre su casa y el Colegio Vermont median unos veinte kilómetros y Valeria sabe que, si no se da prisa, el trayecto puede tomarle el doble de tiempo. La joven toma San Francisco Culhuacán y, poco antes de doblar hacia Taxqueña, un Volvo blanco se detiene frente a ella. 

VIETNAM


Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo, p. 349
Como es habitual en esa ciudad, los cables del tendido eléctrico no estaban sepultados, se enmarañaban en lo alto de los postes, nudos de plástico y cobre similares a los que había visto en los postes eléctricos de ciudades y pueblos de Vietnam, país donde no pocos soldados enemigos, sintiéndose acorralados, trepaban rápidamente a esos postes cuando nos veían y se enredaban  en esos cables con intención de electrocutarse. Casi nunca lo conseguían y allí arriba eran diana segura, les disparábamos a placer. Sus cuerpos sin vida permanecían días entre los cables. Por la noche echaban chispas, parecían  fuegos artificiales, nadie se atrevía a bajarlos por temor a electrocutarse, hasta que alguna alma caritativa cortaba  el suministro eléctrico, un interruptor general de la zona que sólo los lugareños conocían, y los familiares bajaban los cadáveres, descompuestos o comidos por los pájaros. Conservo la visión de una bandada de pequeñas aves picoteando uno de esos cuerpos, cubierta a su vez por otra nube de pájaros batiendo sus alas e inmóviles en el aire, esperando su turno pues ya no había en el cuerpo del muerto espacio disponible en el cual picar. En una ocasión disparé repetidas  veces a una de esas bandadas, es raro disparar a algo que no tiene cuerpo, a una estructura borrosa, sin consistencia y alada. Cayeron unos cuantos pero la nube permaneció intacta, como si no hubiera disparado una sola bala. Si no ves nunca al enemigo, si sólo es una presencia lejana o diferida, terminas por creer que no existe e irremediablemente asumes que el enemigo eres tú mismo, y eso era lo que en la selva vietnamita nos volvía locos, de modo que cuando veíamos al enemigo allí arriba, muerto en los cables del tendido eléctrico, no desaprovechábamos la ocasión de disparar sobre él, tan rotundo, tan a mano, tan, ahora sí, enemigo. Y en el fondo eso era algo que yo no podía soportar de aquella guerra, porque la muerte ha de generar algo, ya sea más vida o más muerte, pero algo, y disparar contra un cuerpo muerto es dejar el mundo tal como estaba; eso sí que es un crimen.

PETROLEO

Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo,p. 332
Era la época en la que, por llevarle la contraria al Mundo, me negaba a seguir esa norma no escrita por la cual en Los Angeles hay que ir en coche a todas partes, así que había decidido conocer la ciudad a pie; tardase el tiempo que tardase iría a todos lados por mis propios medios óseos y musculares. Creo que me consideraba el último y legítimo explorador de esa ciudad. Autopistas, avenidas, urbanizaciones o pequeñas calles, todo me lo comía a pie, y eso sin tener en cuenta los riesgos que tales caminatas comportan: en Los Angeles cualquier persona que vaya a pie es sospechosa de algo que no sabes qué es pero que da mucho miedo, pero quería sentir la quemazón de las aceras en verano, el aire no acondicionado de la calle, hundir mi huella en el asfalto semi derretido. No diré que recorrer a pie todas aquellas calles fuera una hazaña equivalente en trascendencia a pisar la superficie de la Luna, pero casi. Observé la cantidad de pozos petrolíferos que hay dispersos por la ciudad, pequeñas básculas de extracción industrial que la ,¡;ente tiene en sus jardines, y cuyas torretas no deben de medir más de ocho metros. Los Angeles se asienta en una de las bolsas de petróleo más grandes de Estados Unidos, caminas por la acera y ves sobresalir las bombas de extracción sobre las vallas de los jardines de las casas, casas normales, unifamiliares. Si circulas en coche, la proximidad a tierra te impide verlas, sólo si vas a pie descubres esos mecanismos de bombeo tipo balancín, que se mueven con pereza y parecen garzas de acero que a cámara lenta picotearan el suelo, y cuando hay varios en fila el baile de criaturas parece estar interpretando una partitura bajo tierra, hay incluso quien ha montado un pozo de extracción en el cementerio, en el rectángulo en el que yacen los huesos de su abuela o abuelo, insólito hecho que legalmente es posible, sólo hay que pagar un plus, curiosamente no en concepto de perforación, que a eso tienes derecho en tanto que cementerio, sino por ocupar sobre la lápida varios metros de aire. Y la gente va cada día a recoger el petróleo que sus antepasados le ofrecen; puedes considerarlo una especie de herencia involuntaria, dicen ellos en broma. Sí, explorar Los Angeles a pie me proporcionaba una gran variedad de puntos de vista, impensables desde la cabina de un coche.

LOS ANGELES

Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo, p. 330
Al iniciar mi vida en Estados Unidos residí algún tiempo en Los Angeles, ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano. A primera vista sorprende al viajero -además de la pureza del cielo y de la fealdad de las dispersas y ostentosas construcciones-, la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, imposible de apreciar con palabras o conceptos. Esta mexicanidad -gusto por los adornos, descuido y fasto, negligencia, pasión y reserva -flota en el aire. Y digo que flota porque no se mezcla ni se funde con el otro mundo, el norteamericano, hecho de precisión y eficacia. Cuando llegué a Estados Unidos me asombró sobre todo la confianza y seguridad de la gente, su aparente alegría y su aparente conformidad con el mundo que los rodeaba. Me pareció entonces -y me lo parece todavía- que Estados Unidos es una sociedad que quiere realizar sus ideales, que no desea cambiarlos por otros, y que, por más amenazador que le parezca el futuro, tiene confianza en su supervivencia.

Así se expresaba el libro El laberinto de la soledad, y tenía razón, aquí tenemos una desquiciada fe en nuestra supervivencia, de modo que a estos desahuciados chicos y chicas americanas que ahora oigo pasear por los pasillos de este hospital de Miami, cuerpos que frescos y limpios arrastran sus goteros, su cerebro abierto de pura transparencia y el mapa de América dibujado en sus rostros, nadie debería decirles que las ruedas de su gotero hacen ruido por un motivo mucho más oscuro y siniestro que la simple falta de aceite o inadecuados rodamientos, es mejor dejarles que sigan pensando en su futuro americano, que sigan convencidos de que el gotero que arrastran es el paso previo al skate que muy pronto les llevará de nuevo a las calles de Miami, mejor no hacerles saber que nunca saldrán vivos de este hospital. Y bien, yo sé que tampoco saldré vivo de aquí. Por eso antes del fin quiero contar una última historia, una historia excepcional, una experiencia brutal que creo no haber contado nunca a nadie, ocurrida en Los Ángeles a finales de la década de los años ochenta.

DINERO

Trilogía de la guerra, Fernández Mallo, p. 270
Rebusqué con la mano derecha dentro de la bolsa de deporte, medio abierta en el asiento del copiloto, y comprobé que tenía casi cinco mil dólares en billetes mezclados, suficiente para aquel trayecto y unos meses. Palpé el fajo con precisión y placer, si en algo se demuestra que América es una verdadera democracia es en que todos sus billetes tienen el mismo tamaño. Un indigente saca un dólar para comprar un bote de sopa, y a simple vista podría ser el mismo billete de cien dólares con que Hillary Clinton paga un dry martini a su amante en el Hotel Plaza. Ello imprime carácter, pero sobre todo seguridad, a nuestra democracia. Guardé un fajo en el bolsillo delantero del pantalón de tergal marrón. Llevaba puestos unos tenis Nike de jogging y una camisa de cuadros de leñador a la que con unas tijeras le había cortado las mangas a la altura de los hombros. El motivo de haber cercenado esas mangas es simple, pero creo que merece ser contado.

INCIPIT 927. 40 RELATOS / DONALD BARTHELME

Chablis
MI MUJER quiere un perro, aunque ya tiene una niña. La niña tiene casi dos años. Según ella, es la niña la que quiere el perro.
Hace mucho que mi mujer quiere un perro. He tenido que ser yo quien le dijera que no podía; pero ahora es la niña la que quiere el perro, según mi mujer. Puede ser. La niña y mi mujer están muy unidas. Van juntas a todas partes, bien agarradas. Pregunto a la niña: “¿De quién es esta niña? ¿La niña de papá?” y ella responde: “Mamá•” pero no lo dice una sola vez, sino que lo repite: “Mamá mamá mamá”. ¡Joder con la niña! No sé para qué le tengo que comprar un perro que cuesta cien dólares.

El tipo de perro que quiere la niña, según mi mujer, es un terrier escocés. Es un tipo de perro, dice mi mujer, que es presbiteriano, como ella y como la niña. El año pasado, la niña era baptista, es decir, que asistía dos veces por semana al programa del día de salida para madres de la Primera Iglesia Baptista. Este año es presbiteriana, porque los presbiterianos tienen más columpios, toboganes y esas cosas. A mí me parece una vergüenza y ya se lo he dicho. Mi mujer es una auténtica presbiteriana de toda la vida y dice que por eso está bien

INCIPIT 926. TRILOGIA DE LA GUERRA / AGUSTIN FERNANDEZ MALLO

PRIMERA PARTE
Invitación y primer día

Damos por supuestas tantas cosas. La mañana del 11S de septiembre de 2014, habiendo desayunado y estando sentado a mi mesa de trabajo, el ruido de las obras de remodelación de la calle hizo que me olvidara de lo que en aquel momento estaba escribiendo y se cruzó en mi cabeza algo que el día anterior había visto en la televisión, un reportaje en el que se afirmaba que un décimo de la superficie terrestre se quema debido a causas naturales, y que viene ocurriendo sin descanso desde hace más de doscientos años. Si viéramos un mapa dinámico de todos los incendios que en este preciso instante se hallan activos en el planeta observaríamos multitud de zonas que en color rojo se propagan a la velocidad del viento, especialmente en África, continente al que los expertos en esta materia llaman Corazón del Infierno. Me asustó pensar que la existencia del humano moderno se hubiera venido desarrollando al lado de esa incandescente presencia.

THE CLOISTERS


Trilogía de la guerra, Agustín Fernández Mallo, p. 100
Días más tarde, en la cafetería en la que solíamos quedar, en tanto yo rebañaba las últimas huellas amarillas de los huevos Benedict, Rodolfo me dijo que Central Park estaba muy bien, sí, pero que lo que a él realmente le gustaba eran los Cloisters. Ante mi pregunta de qué era eso de los Cloisters, me contó que se trababa, como el nombre indica, de unos claustros, pero claustros de verdad, originales del medievo, situados en el extremo más noroccidental de la isla de Manhattan, mucho más arriba de Harlem, en la poco conocida zona de Washington Heights, sobre una colina con vistas al río Hudson. A principios del siglo XX, me dijo, esos claustros habían sido traídos, piedra a piedra, desde distintos lugares de Europa, para ser montados allí. “La resultante es una abadía medieval hecha con trozos de francesas y españolas. Si tomamos ahora el metro podemos estar allí en poco más de media hora», propuso. No vi inconveniente alguno.
En Columbus Circle tomamos la línea A. El andén estaba ocupado por un mural de técnica grafiti; mostraba avenidas atestadas de gente, que en perspectiva caballera se perdían en un fondo de rascacielos sobre los que parecía estar lloviendo. Una vez en el tren, fui haciéndole preguntas acerca de los Cloisters. Supe entonces que en el año 1925 John Rockefeller Jr. había donado a la ciudad esas hectáreas de tierra a orillas del Hudson para la construcción de un museo que, según era su deseo, albergara la colección de arte medieval del escultor y gran coleccionista americano George Barnard. Al mismo tiempo, Rockefeller Jr. también había donado varias hectáreas de tierra en Nueva Jersey, es decir, en la orilla justamente opuesta del río Hudson, con la consigna de que no fueran tocadas para que la vista desde el futuro museo se conservara por siempre intacta. Años más tarde, en 1930, ese mismo Rockefeller encargaría por fin a Charles Collens, arquitecto de su confianza, la construcción del monasterio hoy  conocido como los Cloisters, usando para ello las partes originales, llevadas en barco a Nueva York, de distintas edificaciones medievales, como el monasterio de San Miguel de Cuxá o el monasterio benedictino de San Pedro de Arlanza.
Claustro de San Miguel de Cuxa, New York, 3 de marzo de 2014

LA ISLA DE LAS FLORES


Trilogía de la guerra, A. Fernández Mallo, p 22
Recuerdo haber pensado que la gente, antes de tuitear, debería preocuparse de saber de qué se está hablando. Temí que mi silencio incomodara a los organizadores, de modo que en un momento dado intervine para decir que es sabido que cuando una comunidad de humanos o animales se ve aislada durante un largo periodo de tiempo –aunque corto en la escala de la evolución del planeta-, los animales grandes de ese territorio tienden a reducir su tamaño y, por el contrario, los animales pequeños –típicamente iguales o más pequeños que los conejos-, tienden a aumentar de tamaño. Así ocurrió con los hombres y los elefantes de la Isla de las Flores, dije, ubicada cerca de lo que hoy es Java, que se volvieron enanos, en tanto que las ratas y otros roedores de aquella isla se agigantaron hasta unas proporciones que hoy nos darían miedo. Se trata de un innato dispositivo de supervivencia global, que tiende a equilibrar las especies. Lo que desconcertó a los antropólogos que hallaron los fósiles -continué diciendo fue que la disminución del cerebro de los humanos no actuaba en detrimento de las capacidades intelectivas, aunque sí de su voluntad, la cual, debilitada, los llevaba a abandonar las más elementaIes tareas de supervivencia, el coito incluso, hasta extinguirse. Todos atendieron a mi comentario. Cuando hube terminado permanecieron en silencio, como esperando algo más. En las pantallas, un tuit, escrito en español de Argentina, decía: «Grande! Todo cuanto vos decís está muy bien”. Yo les aclaré que decía todo aquello a colación del aislamiento que a veces se produce en las redes, por ejemplo, en los grupos cerrados de Facebook o en las redes diseñadas exclusivamente para el ejército o corporaciones financieras. Creo que fue ésa mi única intervención aquella tarde. Lo cierto es que me intimidaba el hecho de estar siendo observado a través de Internet. No estoy acostumbrado a hablar ante público invisible. Hay una regla de oro: ojo habla a ojo -a través de pantallas o en vivo-, voz habla a voz -a través de un teléfono- y texto habla a texto -a través de cartas o mensajes escritos-, pero no es buena la aparición de canales cruzados. Y allí todo estaba cruzado.

EL CUARTO DE LA CRIADA

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 378
Raspé una cerilla y encendí el velón del cuarto de Blandina. Todavía se consideraba como lujo superfluo el llevar la luz eléctrica al cuarto de las criadas. Era una amplia habitación en el ante desván, con una ventana aguardillada. Los muebles eran desiguales, pero de muy buena factura, pues habían ido a parar allí, desde otras habitaciones de la casa, llevados por el reflujo de circunstancias y modas. Lo más sorprendente de la habitación era la cama monumental en que dormía Blandina: un armatoste régence, de interpretación portuguesa, con la laca del testero chamuscada, y quemada en otras partes. Provenía de un incendio en casa de mis abuelos, del que yo había oído hablar cuando chico. También estaba allí un gran retrato de mi abuela paterna, de muy buen pincel. Aparecía en él un tanto excesiva de carnes, con un mirar provocativo, de mujer de rompe y rasga, y mucho abultamiento de senos asomados al escote; razones por las cuales, sin duda, había ido a parar al desván de donde lo rescató Blandina para ornato de su habitación, junto con aquel monstruoso barómetro de bronce, coronado por una Fama trompetaria, de varios kilos de peso, procedente de una Exposición de París, y un álbum enorme de fotografías europeas, del mismo origen, forrado en peluche verde, con cantoneras de nácar calado, que, cuando se abría, dejaba oír una tanda de valses. Contrastando con  aquellos lujosos enseres, la pared de aliado de la cama aparecía cubierta de cromos devotos: Sagrados Corazones, Purísimas y Vírgenes de toda denominación, presididas por Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, llena de brinquillos, como un icono, y una gran cantidad de papelería, fijada con engrudo, conteniendo bulas de Cruzada y de Abstinencia y rescriptos de san Antonio de Padua, con su tipografía entrecruzada y misteriosa, como documentos cabalísticos. Las ropas de la cama no correspondían a aquella especie de palestra matrimonial y quedaban cortas, por la cual se veía, debajo de ella, un solemne bacín, como para servicios episcopales, inmensísimo, con algunas desportilladuras en su decoración aguirnaldada de rosas de gamas vivas. Colgada sobre la cabecera había una pila de agua bendita con lamparilla de mariposa, encendida, y una rama de olivo, también bendita, metida en el líquido.

Al otro extremo de la habitación, estaba el camastro que habían armado para mí: un antiguo catre de viaje sobre el que echaron dos grandes colchones que derretían su exceso colgando a ambos lados. Frente a él, impúdico, lucía su loza blanca un pequeño orinal, de niño.

LA TIA PEPITA

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 50
El avispero de las tías estaba siniestramente alborotado. Después del réspice de mi padre, Pepita adoptó una actitud de silencioso encono. Su flato habitual vino a aguzarse en tremolados gases que la tenían sacudida horas enteras, sin decir palabra, aderezándose tisanas de tila y manzanilla, y bizmándose las sienes con rodajas de patata o con lunarones de hule negro, untados en diaquilón.
La tía Pepita era un extraño ser que, en la mocedad, había disfrutado de una belleza de rostro, un tanto provocativa, y de una abundante disposición de las carnes que gustaba a los varones. Mas, a pesar de su apariencia maciza, había denotado, desde joven, cierta flojera de salud, de no muy claro origen, que daba, además, de sí, temporadas de ocena de muy fastidiosa conllevancia. Esto la fue haciendo recelosa e insegura de sus reales valores como hembra, que veía diezmados por aquellas penosas y emanantes molestias que, aun cuando temporarias, la alejaban de toda relación consecuente, capaz de llegar a términos definitivos por los caminos del estado civil. Con todo ello, se había ido recociendo en su cálida morenez, privada de hombre, aunque bien pudo haberlos tenido; pero su austera honestidad provincial y su intransigente moral religiosa la habían hecho soslayar aquellos internos repelones de la carne hacia los derivativos del culto, de los novelones, de los fugaces noviazgos de balcón o de las calcinantes ensoñaciones solitarias a cuenta de las intrigas de alcoba que escuchaba, como quien no quiere la cosa, pero, en el fondo, ardiendo de curiosidad, de labios de las cinteras, corredoras y modistas que todo lo sabían y que, en cierto modo, la tenían por involuntaria confidente e indirecta consejera para sus tratos y discretísimas tercerías.
-¿Y usted, que haría en tal caso, doña Pepita?
-Una es quien es y haría lo que haría. Pero tratándose de esa perdidona, ¿qué importa uno más?
-¡Dios bendiga ese discernimiento!
-Expedí una opinión, no di un consejo ...

Todas estas idas y vueltas del carácter, las contradicciones entre los fuegos del temperamento y lo frígido de las apariencias; las ansias frustradas, las ternuras sin destino, las pobladas  soledades y las sofocadas pasiones del ánimo, habíanla llevado a aquellos términos de flatulencia y nerviosidad; y no pudiendo desenfrenar aquella carne por los cauces normales, la puerilizaba en una artificiosa inmadurez, con lo cual vino a quedarse, entre abobada del cuerpo y aniñada del alma, en esa zona donde lo cursi se realiza como una falsa imagen de la vida que el cursi va creándose para no sucumbir ante los bárbaros embates y los rudos mandatos del mundo y del deseo.

CURAS DE COLEGIO

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 290
En medio del bloque de tedio y desazón en que viví los cuatro años que siguieron, quietos, transparentes, iguales, como enormes masas de cristal, asoman aquí y allá, como moviéndose con vida propia en la aplastante rutina de la vida escolar, unos cuantos sucesos y figuras luchando por sobrevivir en el recuerdo. El padre Galiano, por ejemplo, muy joven, pálido como la cera, con sus ojos negrísimos, cuyo hermoso mirar alternaba entre la violencia y el miedo, que permanecía largos ratos improvisando en el armonio del oratorio chico u observando, muy detenidamente, una flor o un insecto. Los otros frailes no le querían bien, a pesar de que era el mejor de ellos. Sus clases de historia natural parecían hermosos relatos poéticos, y sus ejecuciones en el armonio nos hacían rezar con verdadera unción. Pero los frailes no le querían. Le hablaban con una frialdad distante y no se permitían con él las chanzas, mamolas y arrimones que los más jóvenes cambiaban entre sí, con aquel casto exceso de fuerzas que andaba siempre rezumándole por los rosados cachetes y cosquilleándole en los músculos. El padre Galiano era el único que nos acariciaba las mejillas. A veces tenía desvanecimientos que nos asustaban mucho. Casi siempre le daban al estar tocando el órgano, en la iglesia. Se dejaba caer suavemente, con la frente apoyada en el tablero de los registros. Cuando estábamos allí los cantores, ensayando con él misas, motetes y villancicos, lo auxiliábamos en seguida sin dar cuenta a nadie, pues sus desmayos solían ser muy pasajeros, volviendo pronto en sí y mirándonos sonriente y dulce, como pidiéndonos perdón por haberse dormido. Mas alguna vez le sobrevenían en medio de la función religiosa; y desde el coro de la capilla o desde abajo, cuando tocaba solo, advertíamos el accidente por un acorde, prolongado más de la cuenta, que se iba extinguiendo hasta cesar, terminando en un par de notas desafinadas o en una sola, como una queja ridícula o como un balido. Cuando tal sucedía, un relámpago de ceños pasaba por la comunidad y el organista sustituto, un hombrón montañés, gran jugador de pelota, saltaba, como un mono, sobre teclado y empezaba a alborotar con una de aquellas melopeas amazurcadas, escritas para las comunidades industriales por otros clérigos igualmente horros de gusto y de fe. Luego veíamos cómo se llevaban al padre Galiano dos legos, algunas veces apoyado en ellos, por su pie, y otras en vilo, con los ojos cerrados y los brazos bamboleantes, como un herido mortal. Mas esto le sucedía muy pocas veces y estaba sobradamente compensado por las infinitas que nos hacía gozar, soñar y creer con sus serenas melodías. 

CURRILLEIRAS

La catedral y el niño, Eduardo Blanco Amor, p. 62
Volvió Joaquina, esta vez con un espanto real abriéndole las enmohecidas fauces, para anunciarnos que acababan de entrar nada menos que las Fuchicas. Mamá frunció el ceño con severidad. Eran las Fuchicas dos hermanas beatísimas, sin edad reconocible, con manto negro en toda época, que vivían de la dulcería privada y de corretear secretamente prendas y alhajas de las viejas familias de Auria venidas a menos. Estas prendas iban a engrosar los ajuares y galas domésticas de los soberbios tenderos maragatos que formaran una asoladora emigración interior hacia los mediados del siglo anterior, invadiendo las provincias limítrofes, y que habían acabado por constituir la nueva «aristocracia» con dineros cazados en las trampas de las escrituras de hipoteca, en los pellejos de aceite, o en los productos del país, acaparados por ellos para la exportación.

Estas Fuchicas, a quienes los rapaces llamaban «castellanas rabudas», pertenecían al escasísimo maragatería pobre y habían llegado a la sombra de un hermano, cabo de carabineros, destinado a Auria, hacía más de treinta años. Murió el tal hermano y ellas quedaron allí, tal como vinieran, aferradas a su dura prosodia y a sus hábitos de pueblo estepario y cigüeñero, sin que la ternura y el humor del medio adoptivo las hubiese calado en lo más mínimo. Eran, cada una por su estilo, físicamente pavorosas, tanto la flaca con su abrujado perfil de cuento de niños, su pelo ralo y polvoriento asomando bajo el peluquín, colocado en los altos de la cabeza con una flojedad de toca, y sus largos miembros lentos de araña; como la gorda, con su abacial belfo pendiente y violeta, como un pedazo de hígado puesto al sereno, su gran seno fofo y sus ojos bociudos y saltones. Eran las correveidile de la ciudad, y el extremoso ensañamiento con que declaraban sus chismorrerías participaba de la exageración caricaturesca de sus facciones. La flaca daba sus nuevas con un ríspido asco hacia la humanidad condenada, perdida, sin remedio posible, y la gorda con una compunción aconsejadora y resabiadísima, más peligrosa en sus ungüentos verbales que la otra con sus bíblicos aspavientos. Tan a lo serio tomaban su misión que cuando alguien se les anticipaba en el conocimiento y difusión de una intriga -por ejemplo, la Vendolla, famosa alcahueta, o Andrea, la partera de las madres que no querían serlo- caían enfermas: la flaca con fiebres y la gorda con disnea. Y, además, como represalia, tomaban la defensa de los ofendidos por el rumor. Y esto, que parece tan inverosímil como sus caras, es tan verdad como su horrible contraste en un mundo soñado de meigas y adefesios. Su celo insomne las tenía noches enteras colgadas e inmóviles, como murciélagos, bajo el alero de su tabuco, en el más alto saledizo de una casa de paja barro, de paredes abarrigadas y ruinosas, allá en la plazuela de los Cueros, espiando, entre postigos, la vida de los nuevos vecinos o adivinando, al pasar por los círculos de luz mugrienta de los farolones de petróleo, la silueta de los hombres que venían del lado de la Herrería, de las casas de perdición, irreconocibles para quien no fuese ellas, bajo las capas o tras el alzado cuello y espeso guateado de las zamarras; y era fama que habían comprado en el chamaril de la Filleira un viejo catalejo de la Marina, capaz de meter las ventanas más distantes en su guardilla.

INCIPIT 925. MORIR EN PRIMAVERA / RALF ROTHMANN

El silencio, el rechazo absoluto a hablar, especialmente sobre los muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su cuenta con la verdad. En su día, si le preguntaba a mi padre por qué tenía el pelo tan fuerte, él respondía que era por la guerra. Cada día se frotaban el cuero cabelludo con jugo de abedul, no había nada mejor; no prevenía los piojos, pero olía bien. A un niño le resulta bastante difícil comprender qué relación puede haber entre el jugo de abedul y la guerra y, no obstante, yo no hacía más preguntas. Sabía que, como sucedía con todo lo relacionado con aquella época, tampoco habría obtenido una respuesta más precisa. Esta se presentó por sí sola décadas más tarde, cuando cayeron en mis manos unas fotografías de tumbas de soldados y vi que, en el frente, la mayoría cruces estaban hechas con ramas de abedul joven. 

INCIPIT 924. LA CATEDRAL Y EL NIÑO / EDUARDO BLANCO AMOR

La catedral, como casi todas, estaba en medio de la ciudad, y era, también como las demás, un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas, un gran señor entre vasallos oscuros, un príncipe de la Iglesia entre la turba polvorienta de los fieles arrodillados ...
Su cuerpo subía propagándose en el aire, sin una duda, tan seguro en su vertical soberbia, con los contrafuertes tan adheridos a su tronco de granito, como si en vez de apoyarse en ellos fuesen excrecencias rezumadas de su inmenso poder. No era una catedral cuajada en el gesto primario de una expresión unánime, naciendo y muriendo en el suelo del mundo,  después de haberse consentido apenas una aérea evasión de bóvedas y arcos de medio punto, destinados a probar la energía ascensional de la idea divina para humillarse de nuevo sobre la osamenta del planeta.

Ni era divagatoria y silogística, afirmando la fe por lo absurdo con una dialéctica de ojivas, empeñada en alcanzar a Dios mediante el rítmico escalonamiento de unas razones de piedra.

LA TOALLA


Ordesa, Mauel Vilas, p. 309
Teníamos una pequeña bañera en aquel viejo piso, mi madre nunca quiso o no pudo reformarla. Era una bañera de obra de carácter testimonial, resultaba imposible asearse allí dentro. Mi madre nos bañaba una vez a la semana. El calentador nunca fue bien, no calentaba suficiente agua, de modo que mi madre calentaba el agua con ollas puestas en el fuego de la cocina.
El calentador tenía marca, se llamaba Orbegozo. Eran baños elementales, con muy poca agua. Casi era ridículo, no te llegaba el agua ni a los tobillos. Mi madre nos secaba con una enorme toalla roja. Cuando ella murió, encontré esa toalla en un armario, había sobrevivido casi cincuenta años. Me quedé maravillado viendo que aún existía, yo no sabía que una toalla podía vivir tanto tiempo. Me la llevé conmigo. Estaba tan bien conservada ... ¿Sería de una alta calidad? ¿Era un milagro?
Parecía la Sábana Santa de mi familia.
Con los años, la cal obstruyó completamente la salida del agua caliente. Yo entonces ya no vivía con mis padres. No sé cómo debieron apañarse. Ni siquiera les pregunté. No sé cómo conseguían ducharse. Tal vez no lo hicieran. Tal vez fuese el mismísimo Dios el que derramaba sobre sus cuerpos cansados el don de los olores limpios, los olores de aquellos que ya han entrado en el recinto donde nada se corrompe.
Ahora esa toalla está en mis manos mojadas. Muchas veces me quedo mirando esa toalla, intento preguntarle cosas, sí, preguntarle cosas a la toalla. Y ella me responde, la toalla me habla: «Es a ellos a quienes tenías que haberles preguntado, a ellos, y tiempo tuviste de hacerlo, pero ya sé que no sabías cómo hacerlo, no lo sabías, no sabías qué palabras eran”.
Me seco con esa toalla.
Sigue siendo suave, conserva el tejido toda la delicadeza que tuvo el primer día en que mi madre la estrenó en mi cuerpo, en el cuerpo de un niño de seis años. Nunca nos pudimos duchar por culpa de aquella bañera diminuta y del cabezal obturado por la cal de la ducha, de la que solo emanaba un hilo de agua, unas gotas cansadas de ser agua. Nadie sabe hasta qué punto puede marcarte eso.

POTLACH

Ordesa, Manuel Vilas, p. 280
Les traje a mis hijos regalos de mi último viaje, los vieron, dijeron que les gustaban mucho, y los olvidaron en mi casa.
Los tengo delante ahora: inertes, despreciados, condecorados con méritos tristes. Simbolizan la desaparición de un hogar. Y por tanto, la desaparición del amor. Nunca decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a través de lo razonable, de lo soportable.
¿Qué hacen esos regalos encima de la cama del cuarto pequeño en el que nunca duerme nadie?
Me tumbo en la cama del cuarto grande. Me levanto de la cama y vuelvo al cuarto pequeño, y me pongo a mirar los regalos que he traído a mis hijos, que están allí, encima de la cama pequeña, abandonados, fundiéndose el abandono de los regalos con el abandono de la cama pequeña, llegando a fundir sus soledades en una sola soledad que si la ves te parte el corazón y la vida.

En absoluto me entristece que hayan olvidado los regalos, más bien me asombra, tal vez porque he superado el estadio de la tristeza, o he cambiado la tristeza por el asombro, y porque amo a mis hijos, y me da igual lo que hagan conmigo y con mis regalos. Pero un padre también tiene espíritu de supervivencia, pues es un hómbre. El poco aprecio hacia mis regalos podría causarme incluso pánico: en mi vida ha habido más pánico que tristeza. Porque el pánico procede de la culpabilidad y la tristeza procede de sí misma. Es decir, si han abandonado los regalos es porque soy culpable. A veces pienso que mi culpa es más extensa que el universo. Podría competir en extensión con las simas siderales. La culpa es uno de los dorados enigmas; como es obvio, no me refiero a la culpa que se origina en las religiones, o concretamente en el catolicismo, sino a la culpa prehistórica, a la culpa como síntoma de gravedad y de alianza con la tierra y la existencia, la culpa de Kafka, esa.  La culpa es un poderoso mecanismo de activación del progreso material y de la civilización, porque la culpa crea «tejido moral”, y la moral y la ética son los bastiones que mueven la realidad. 

DIA

Ordesa, Manuel Vilas, p. 222
Voy a comprar a la cadena de alimentación Día. Entro y está lleno de gente, gente viviendo en la catástrofe, herederos de la crisis y del paro y de la nada. Hola, compañeros, comprad yogures de marca blanca, no saben igual que los Danone, pero son infinitamente más baratos. Me gusta comprar en el Dia: todo es barato y sencillo y obvio y comestible, como mi paso por este mundo. Todo es barato porque todo está casi caducado. Si te fijas en la fecha de caducidad de lo que compras, te llevas la sorpresa de que buena parte de los productos son tan baratos porque están a punto de caducar. Las galletas están casi caducadas, el pescado está casi caducado, por eso tiran los precios, porque los productos son casi cadavéricos. Unas galletas caducadas son como un cadáver. Da miedo comerte cosas caducadas, es como arrojarse al horno de la industria de la alimentación. Los técnicos que tenían que vigilar la fecha de caducidad de los productos caducaron también. La gente caduca. Morir es caducar, quiero decir que hemos extendido el concepto de acabamiento a todo cuanto nos rodea. Y al final la medida o trascendencia de nuestra muerte no está alejada de la medida y trascendencia de un yogur caducado.
La fecha de caducidad es una fecha fúnebre.

Sin embargo, los muertos no caducan; pero los vivos sí. La muerte es el lugar donde la caducidad ya no cuenta. Una botella de Coca-Cola Zero de un litro vale un euro: una equidad simbólica, que aúna la medición de seres líquidos con seres monetarios. La gente que compra en el Dia en mi barrio a las once o las doce del mediodía son parados, ancianos y amas de casa, y locos o enfermos. Ancianas que llevan el dinero justo en la mano, y se compran una lata de naranjada y una bolsa de golosinas, y arrojan las monedas contra el mostrador, y la cajera tiene que contar las sucias monedas, llenas del sudor de la anciana demenciada, que va con un pañal y huele que apesta.  Meto a la anciana en mi corazón, y la amo. Y pienso en que una vez esa octogenaria fue una niña al lado de una madre joven. 

EXPAÑA

Ordesa, Mauel Vilas, p. 212
Mi padre no me enseñó a quererle. Me cogía de la mano cuando era un niño y salíamos a la calle. Tampoco nadie le dijo a él si quería ser padre, si verdaderamente había tomado la decisión de ser padre de una manera libre y sin coacciones. Mi padre escribía sus duplicados, iba anotando allí lo que vendía a los sastres de las provincias de Huesca, Lérida y Teruel; sastres que hicieron trajes a medida a hombres que ya murieron y que tal vez fueron enterrados con esos trajes; murieron también los sastres y ninguno de sus hijos heredó el negocio porque ya no había negocio que heredar.
No supo enseñarme a quererle, pero cómo se hace eso.
Varias veces le dieron diplomas porque era el viajante que más vendía. A mí me ponían matrículas de honor en aquella carrera pobretona que estudié en Zaragoza, una carrera cuya finalidad era aprenderse cuatro frases sobre Lo pe de Vega y unas cuantas destrezas para analizar las oraciones subordinadas de relativo: menudo acierto de carrera. Era lo mismo, lo mismo lo que hizo mi padre y lo que hice yo. El subdesarrollo persistía, se había camuflado un poco pero seguía estando allí.
Los ricos seguían siendo los otros.
Nunca nosotros.

No hubo manera de pillar un chollo, eso es España para todos nosotros, para cuarenta y cuatro millones de españoles: ver cómo un millón de españoles pillan un chollo y tú no lo pillas.

KIKO LEGARD

Ordesa, Manuel Vilas, p. 131
Le gustaba ver la tele. Yo creo que se tragó millones de horas frente al televisor. He visto la evolución de la tecnología de los aparatos de televisión. Comprar un televisor en los sesenta y en los setenta del siglo pasado era un acto trascendental y daba alegría y miedo.
Recuerdo el primer televisor que entró en mi casa. De pequeño, recuerdo a mi padre viendo con fervor aquel programa concurso de la década de los setenta que se llamó Un, dos, tres ... responda otra vez. Mi padre era adicto a ese programa, donde los concursantes tenían que responder a inesperadas preguntas, bajo el mantra de «un, dos, tres ... responda otra vez”.
Mi padre respondía con los concursantes, y solía ganar él.
Podía haber ido a ese concurso.
Nunca lo hizo.
Debió de pensar que tendría que coger un autobús; no le gustaban los autobuses, ni los trenes. Solo le gustaba su coche, porque su coche era una emanación de sí mismo. Su coche era él. Por eso lo dejaba a la sombra en los veranos tórridos, porque a mi padre no le gustaba estar al sol.
Yo aborrecía ese concurso, pero lo ponían los viernes, y todos estábamos relajados. Al día siguiente no había que ir al colegio.

No sé cómo podía gustarte ese programa, era horrible,  has de saber que a mí no me gustaba nada, aquellas bobas preguntas, solo me cabe el consuelo de que se vayan muriendo todos los concursantes y todos los presentadores y los productores y las azafatas de aquella inmensa boñiga de programa, no te puedes ni imaginar lo que sufría ante esa horterada en la televisión, y tú allí, contestando con aquellos seres humanos reducidos a una sonrisa amarilla. Creo que  exhibían una España subdesarrollada. Bueno, tu hijo ya estaba en otro orden de la historia de España. Menos mal que ya todo ahora es un fantasma. Se murieron los presentadores, se fueron muriendo casi todos. El alivio y la purificación de la muerte para aquellos cuyos rostros capturó la televisión: humoristas, cantantes, presentadores, todos esos rostros tercamente españoles. Porque la única manera de vencer la vulgaridad en España es a través de la muerte. Puedo imaginarme fotos, enmarcadas en molduras de lujo aparente, de esos concursantes en las paredes de los pisos de sus casas; fotos pasando de padres a hijos, son mamá y papá en el Un, dos, tres ... responda otra vez, mamá y papá fueron concursantes en 1977 con Kiko Ledgard. ¿Os acordáis de Kiko Ledgard?

PADRES E HIJOS

Ordesa, Manuel Vilas, p. 127
No me importa exhibir la vida de mi padre. Aunque en España nadie quiere exhibir nada. Nos vendría muy bien escribir sobre nuestras familias, sin ficción alguna, sin novelas. Solo contando lo que pasó, o lo que creemos que pasó. La gente oculta la vida de sus progenitores. Cuando yo conozco a una persona, siempre le pregunto por sus padres, es decir, por la voluntad que trajo a esa persona al mundo.
Me gusta mucho que los amigos me cuenten la vida de sus padres. De repente, soy todo oídos. Puedo verlos. Puedo ver a esos padres, luchando por sus hijos.

Esa lucha es la cosa más hermosa del mundo. Dios, qué hermosa es.

ADOLESCENCIA

Ordesa, Manuel Vilas, p. 54
Cuántas veces llegaba yo a mi casa, cuando tenía diecisiete años, y no me fijaba en la presencia de mi padre, no sabía si mi padre estaba en casa o no. Tenía muchas cosas que hacer, eso pensaba, cosas que no incluían la contemplación silenciosa de mi padre. Y ahora me arrepiento de no haber contemplado más la vida de mi padre. Mirar su vida, eso, simplemente. 
Mirarle la vida a mi padre, eso debería haber hecho todos los días, mucho rato.

ALCOHOL

Ordesa, Manuel Vilas, p. 91
Llevo ya mucho tiempo sin beber.
Creí que no lo conseguiría, pero lo he conseguido. Hay ocasiones en que me apetece muchísimo tomarme una cerveza, una copa de vino blanco muy frío. La bebida me estaba matando, iba a ella de forma compulsiva, buscando el fin. Reaccioné. Ahora sigo sufriendo, pero no bebo.
Bebí muchísimo. Tuve dos ingresos hospitalarios. Me caía en mitad de la calle y venía la policía.
Todo alcohólico llega al momento en que debe elegir entre seguir bebiendo o seguir viviendo. Una especie de elección ortográfica: o te quedas con las bes o con las uves. Y resulta que acabas amando mucho a tu propia vida, por insípida y miserable que sea. Hay otros que no, que no salen, que mueren. Hay muerte en el sí al alcohol y en el no al alcohol. Quien ha bebido mucho sabe que el alcohol es una herramienta que rompe el candado del mundo. Acabas viéndolo todo mejor, si luego sabes salir de allí, claro.
Beber era más importante que vivir, era el paraíso.
Beber mejoraba el mundo, y eso siempre será así.

Recuerdo el día en que, tras mi divorcio, una entidad bancaria me concedió la hipoteca de mi apartamento. Recuerdo que me preguntaron que si gozaba de buena salud y dije que sí. Cuando salí del banco, con la hipoteca concedida, me fui a un bar que había aliado de la sucursal. Era la una y media o las dos del mediodía. Estuve bebiendo en ese bar sin parar. Bebía vino. Me puse eufórico. Salí del bar y anduve justo por detrás de la sucursal y allí, en una plaza, me caí redondo. 
(En la imagen Días sin huella de Billy Wilder)

INCIPIT 922. ORDESA / MANUEL VILAS

Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números daros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.
Nunca lo soporté.
Miraba la ciudad de Madrid y la irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo mi cuerpo.
He sido un eccehomo.
No entendí la vida.
Las conversaciones con otros seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas. Me dolía hablar con los demás: veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y serán. Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.
La caída antes de la caída.
La vanidad de las conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.

Fue entonces cuando volví otra vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones, a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento general de todas las cosas.

ANGELES

Ordesa, Manuel Vilas, p. 130
Puede que mis padres fuesen ángeles, o su muerte ante mis ojos los convirtió en ángeles. Porque tras su muerte todo cuanto les vi hacer mientras estuvieron vivos cobró un alcance taumatúrgico. Ese alcance no se produjo hasta el fallecimiento de mi madre, que cerró el círculo.
El cristianismo se asienta en una conversación interminable entre un padre y su hijo. La única forma de verdad resistente que hemos encontrado es esa: la relación entre un padre y un hijo; porque el padre convoca a su descendencia, y eso es la vida que sigue.

El rito de las monarquías es el mismo: un padre y un hijo. El rito de las sociedades del siglo XXI es el mismo: padres e hijos. No hay nada más. Todo se desvanece menos ese misterio, que es el misterio de la voluntad de ser, de la voluntad de que haya otro distinto a mí: en ese misterio se basan la paternidad y la maternidad.

INCIPIT 923. LA FAMILA DE MI PADRE / LOLITA BOSCH

Yo no nací en un lugar sino en una historia. Y cuando me llamaron para decirme que mi padre había muerto estaba a diez mil kilómetros de aquí. En aquel instante la tierra se sacudíó y un fuerte terremoto me obligó a dejarlo todo y salir de casa. Corriendo como si quisiera perseguir las palabras de mi madre: «Ha muerto papá”.
«Detente», le pedí a mi padre mientras bajaba asustada las escaleras.
Y al llegar a la calle, esperé.
Luego volví a casa sofocada, como si me hubiera sacudido yo, no el mundo, y traté de serenarme. De recuperar las palabras de mi madre y entender lo que me había dicho antes que todo se moviera: que ahora yo, ya no era sólo yo. Era yo sin mi padre.
Y que no tendría tiempo de llegar a su entierro.
Dos días después le hicieron un funeral, lo cremaron y metieron sus cenizas en una urna. Al cabo de un tiempo su viuda alquiló un barco con el fondo de cristal y fue a esparcir el cuerpo volátil de mi padre en las islas Medes, delante del pueblo de L'Estartit.
Y mi padre se quedó ahí flotando, como una nube.
Ese día, yo tampoco estaba.
Tardé todavía un par de años en visitar la tumba natural de mi padre. Una mañana de invierno en que me llevó un amigo de la infancia y le pedí: «No entres al pueblo, vamos a ver las Medes
desde la desembocadura del Ter”.

La desembocadura del río Ter es un paraje natural habitado por patos salvajes que yo visitaba con frecuencia cuando era pequeña. Iba a pescar o  remontar el río en una barca de madera. Y desde ahí observaba, majestuosas, las islas Medes y la casa en la que veraneaba la familia de mi padre, que a mí me parecía un balcón encima del mar: volar enfrente de las Medes. 

HENRY JAMES


Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 222
También estuvo leyendo a Henry James, pero sin gran entusiasmo :  “Estoy leyendo a Henry James hablando sobre América y me siento embalsamada en un bloque de suave ámbar: no resulta desagradable, sino muy tranquilo, como un paseo en el crepúsculo, pero no es la materia de un genio: no, debería ser una corriente arremolinada” VW a Clive Bell [18 de agosto de 1907].
Entre los monumentos de Rye se contaba el Maestro en persona, y se concertó una visita. Vanessa había escrito a Virginia desde Wiltshire, esperando que “el viejo Henry James no fuera demasiado monumental y difícil”. Se mostró lo suficientemente monumental, como puede verse en la carta siguiente a Viole! Dickinson.
... Hoy hemos ido a tomar el té con Henry James y Mr. y Mrs. Prothero en el club de golf, y Henry James me clavó la mirada de sus ojos fijos y sin expresión, como las canicas de un niño, y me dijo: “Mi querida Virginia, me dicen, me dicen, me dicen, que tú-como es natural siendo la hija de tu padre, es más la nieta de tu abuelo, la descendiente diría de un siglo, de un siglo de pluma y tinta, tinta, tinteros, sí, sí, sí me dicen, ejem, que tú, que tú, que tú, en una palabra, escribes.» Esto pasó en una calle, mientras todo el mundo nos esperaba, como los granjeros esperan que la gallina ponga el huevo (¿lo hacen?), nerviosos, corteses y apoyándose ora en una pierna, ora en otra. Me sentí como un condenado que ve caer el cuchillo, pararse y caer de nuevo. Nunca mujer alguna odiará «escribir» tanto como lo odié yo. Pero, cuando sea vieja y famosa, voy a discursear como Henry James. Tuvimos que pararnos periódicamente para que se liberara de la cosa. Hizo frases sobre el pan y la mantequilla. Fue «tosco y rápido», y nos  contó a todos el escándalo de Rye: «Mr. Jones, siento decirlo, se ha fugado a Tasmania, dejando doce pequeños Jones y un posible número trece a Mrs. Jones. Es de lo más lamentable, desafortunado y, sin embargo, no es una acción sobre la que uno no tenga cierta clave personal, por así decirlo." Bien, esto empieza a no interesarte ...
Llegaron los Bell, y también Saxon y Lytton. Como hemos visto, a Henry James no le importaba Clive, y parece que le gustó aún menos Saxon. Ni los Bell ni los Stephen volvieron a Rye, y Virginia no vio apenas a Henry James en el futuro. Uno puede suponer que él se sentía atraído hacia ella por principios: era la hija de Leslie Stephen, pero Virginia apenas encajaba entonces, e iba a encajar cada vez menos, en las nociones de James sobre delicadeza, decoro y reverencia. No podía aprobar a los irritantes y estropajosos amigos de Virginia. Y ella, por su parte, lo miraba con una suerte de miedo divertido. Respetaba su obra, pero con reservas y, como podemos percibir en la carta que he citado, disfrutaba de su compañía sólo en retrospectiva.

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