Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

PROUST


Una temporada con Marcel Proust, René Peter

En sus inicios, Marcel, joven, guapo, rico, adulado, fue atraído por la «sociedad», llevado por un esnobismo manifestado como ambición mundana. Quiso equipararse con los descendientes de las grandes familias, a los que frecuentaba de forma continuada. Se exasperó persiguiendo ese inefable «no sé qué» que caracteriza a las personas de alta cuna. Después consiguió acercarse a la realización de su deseo. Se convirtió en acompañante habitual de los hijos «fin de siglo» de las nobles familias, sin llegar, sin embargo, a penetrar en estos santuarios entonces sólidamente amurallados.

Pero Marcel era demasiado inteligente y profundo para pasar el resto de su vida persiguiendo aquello que llamaría más tarde «el tiempo perdido». Al cabo de unos años había madurado y empezó a comprender la vanidad de su propósito. ¿Entonces? ¿Por qué no renunció de golpe? Porque ya sentía almacenarse en él la secreta riqueza de esta documentación humana que sería la base de su obra futura. Siguió frecuentando el gran mundo, ya no por esnobismo, sino por la necesidad de que fueran madurando los personajes que nacían en él. Le faltaba todavía conocer la personalidad del que sería más tarde un Charlus o un Forcheville, encontrar el estilo de los futuros Guermantes, descubrir dónde encargaba la marquesa de Cambremer sus sombreros de papagayos.

Después, cuando esta maquinaria de sentimientos y de matices está montada en su interior, cuando la siente bien rodada y presta a funcionar, toma en su reclusión de Versalles una gran resolución: decide retirarse a la soledad de su piso del Boulevard Haussmann, que será su trampa. Allí pueden amontonarse las invitaciones, al menos durante los primeros tiempos (porque después se olvidarán de él hasta que su gloria deslumbrante aunque tardía lo convierta en alguien valioso), él las ignora. En otros tiempos, ¿qué no habría hecho, a qué complicados manejos no habría recurrido, cuántos sueños, sabios andamios, desvíos estratégicos, para obtener el triunfo de la tarjetita invitándolo a la casa de tal o cual gran dama? Ahora la tarjetita languidece, abandonada en un rincón.


FRANQUISMO


Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 138

El franquismo, frente a lo que dicen algunos ideólogos actuales, no era una ideología sino un sistema de dominio económico basado en la corrupción, el apoyo de las oligarquías regionales y el desprecio de la herencia ilustrada, es decir, de las libertades individuales, los derechos ciudadanos, el respeto a las personas jurídicas y así sucesivamente. Frente a los insumisos se alzaban las fuerzas de choque: grupos violentos como los que aporreaban a estudiantes (y cuyo dirigente en Cataluña es hoy un firme pilar del sistema), policía, ejército, jerarquía católica, jueces ultras, sindicalistas orgánicos y demás angelitos.

De toda aquella violencia de Estado apenas queda nada que no sea residual. Los órganos del Régimen, como la prensa del movimiento y los colaboracionistas tipo La Vanguardia Española de Cataluña ( que sigue en las mismas manos), se han ido adaptando a las circunstancias y casi todos pertenecen ahora a los grupos feudales de cada autonomía. Las escuadras criminales han desaparecido y sólo quedan los paramilitares vascos (apoyados por la burguesía más franquista de España) como residuo del totalitarismo nacionalista. Este proceso es lo que seconoce como «el milagro de la transición».

Lo que no ha desaparecido en absoluto son los grandes consorcios y monopolios franquistas, los cuales siguen actuando con la misma impunidad, muchas veces dirigidos por las mismas familias y con las mismas indelicadas maneras en las que se maleducaron durante cuarenta años. Sería realmente encomiable que, además de retirar placas y estatuas, Zapatero dedicara algún esfuerzo a suprimir las prácticas franquistas que todavía usan estas arrogantes compañías, hoy, dicen, privatizadas, como si alguna vez hubieran sido realmente públicas.

El franquismo fáctico de estas empresas se muestra en el desprecio al ciudadano, la concepción del cliente como esclavo o cautivo, la irresponsabilidad de su cúpula de consejeros, los inmensos privilegios de que disfrutan y la irremediable chapuza que producen.


INCIPIT 1.231. EL HIJO DEL CAPITAN TRUENO


EL PARAÍSO PERDIDO

Mi madre colgó el teléfono de un golpe seco, apagó el cigarrillo y dio orden de estar listos para salir de inmediato. La Tata se puso seria y le preguntó:

-Pero qué va a hacer usted, señora, qué va a hacer usted, por Dios ...

-Nos vamos a la finca. Esto se va a acabar ya.

-Y los niños, piense usted en los niños, señora ...

-Los niños los vistes y los subes al coche ... Tú también y rápido ...

-La va a armar ...

-Sí, Tata, la voy a armar ... -contestó mientras revisaba frenéticamente que todo lo necesario para el viaje estuviese en su bolso y prosiguió-. ¿No es hoy Noche Vieja? Pues vamos a ir a celebrarla corno Dios manda ... en familia ... nosotras, los niños y su padre ... esto se acaba hoy mismo ... con el año.

Agarró escaleras arriba y a la mitad emergió encaramándose a la barandilla corno una gárgola. Gritó:

-¡Que sea ya, Reme, ya!, ¿me entiendes? ... Y lleva champagne que lo vamos a celebrar.

Cuando mi madre llamaba a la Tata por su nombre, de algo serio se trataba y nunca auguraba nada bueno.

-¿Le echo también las escopetas y se las cargo, señora? ... Ya que estamos ...


INCIPIT 1.230. OVEJAS NEGRAS / FELIX DE AZUA


Según recuerdo, comencé a escribir con una cierta seriedad, quiero decir, sabiendo lo que me hacía, cuando cumplí los doce años de edad. Lo sé porque ese año concluí mi primera novela y pasé a cuarto de bachillerato, en donde dábamos latín, mi asignatura favorita aunque yo era de ciencias. Uno de mis personajes hablaba como Tácito, en frases cortas y contundentes, sin saber yo entonces que «tácito», el adjetivo, venía de ahí.

Quienes empezamos tan temprano se dice que lo hacemos para amurallarnos, aunque sea imaginariamente, en un mundo más ordenado que el que habitamos de verdad. Algo de eso hubo, pero sería más exacto decir que traté de habitar un mundo más desordenado y sin embargo más grato. En mi infancia, no es difícil de adivinar, dominaba el frío. Mucho frío. Un frío de orfanato.

Desde entonces raro es el día en que no tecleo dos o tres horas como quien improvisa preludios, dejándome llevar por esa segunda voz que todos los escritores compulsivos llevamos dentro y que no coincide ni mucho menos con la nuestra, quiero decir, con la que oyen aquellos que viven en nuestra cercanía.


ARTE MODERNO


Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 111

Dada la importancia de la artista, en la Bienal de necia antes mencionada, Ostojic presentó una segunda pieza titulada I'll be your Angel. Una vez afeitada ( o no; eso sólo lo sabe Szeemann), le siguió como su sombra durante cuatro días allí adonde fuera, «poniendo en crisis la dicotomía comisario/artista». Aquello fue, afirma Milevska, una «deconstrucción de la política cultural y de género» que dejará huella indeleble, sobre todo en Szeemann, «un hombre de setenta y pico de años, simpático, casado y aún atractivo». El texto de Milevska reivindica con elegancia el intercambio sexual no alienado, entre ancianos y jovencitas, y denuncia «los rituales marido/mujer/amante» siempre reducidos al ámbito alienante del chisme.

No acaba ahí la intensidad crítica de la artista servia. Subvencionada por Christian Lacroix, la muchacha iba primorosamente vestida (notable cambio estructural de su estilo) y sonreía sin descanso «como denuncia de la hipocresía de los famosos», y (aspecto sacrificial) «bajo el despiadado sol mediterráneo». Como conclusión, Milevska afirma que el pubis rapado de Ostojic es «el mejor instrumento para viviseccionar las complejas relaciones entre las esferas de lo privado y lo público, la jerarquía y la marginación, la subjetividad y la mercantilización». Nunca algo tan minimal ha conseguido un efecto tan maximal.

No obstante, un grupo de feministas radicales está preparando un proyecto para que en la próxima Bienal se repita la performance, pero esta vez realizada por una mujer de la misma edad que Szeemann. Quieren poner de manifiesto que no sólo los ancianos (atractivos) tienen derecho al arte y al sexo con jovencitas. Las ancianas se han sentido agraviadas.


LAWRENCE DURREL


Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 53

Así que te vas desesperando hasta que das con un pueblecito en donde parece no haber cultura alguna que echarse a la boca. ¡ Vaya suerte! Un apaño de tres líneas en la Guide Bleue para que no se enfaden los indígenas. Diminuto, destartalado, sucio, estupendo. A la orilla del río han dispuesto unas sillas de plástico en donde sorben filosóficamente su Pernod los lugareños. Sopla una brisa fresca, pides un Pernod, estás feliz: ¡por fin un lugar sin el menor interés cultural!

¡Maldición! En la mesa contigua oyes hablar en inglés. Allí adonde llega el turista anglosajón, allí hay cultura. Nunca falla. Te levantas airado y en cuanto tuerces un callejón te das de narices con el «Espace Lawrence Durrell». ¡Dios mío!, es cierto, aquí acabó sus días, en la desolación y el alcoholismo, otro infeliz escritor ... Su antigua casa es ahora un bloque de apartamentos, absolutamente nadie en Sommieres lo lee, pero algún dinero se le podrá sacar incluso a un tipo como éste, tan cultural, de modo que: «Espace Lawrence Durrell.»

Los pintores, escritores, arquitectos y músicos que en el pasado justificaron sus horrendas vidas con una obra que fue la alegría del universo, están viviendo una segunda explotación perfectamente independiente de su obra. No es necesario leerlos, verlos, escucharlos. Basta con que sean «cultura», aunque nadie tenga la menor idea de lo que significa esta palabra en una sociedad analfabeta. Ahora que su obra ya no le importa a nadie, precisamente ahora, están dejando una herencia millonaria en todos los pueblos de Francia. Por fin sirven para algo.


BODA DOMINGUIN-BOSE


El hijo del Capitán Trueno, Miguel Bosé, p. 77

-Así de fácil ... Ya sabes que al Generalísimo le da igual lo que tú hagas ... es más, le divierte a rabiar, lo sabes ... le conoces ... él te admira y respeta ... eres su niño y así te llama ... El problema no es él... el problema son los meapilas que tiene a su alrededor, que le ponen la cabeza así de gorda y con los que no quiere discutir ... Le están provocando mucho contigo porque levantas muchas envidias y van y se aprovechan para envenenarle ... y aunque él no se deje, pues le jode ... Le jode más por ti que por el qué dirán o vayan a decir, y el hombre lo estará pasando mal, estoy más que seguro ... por ti, mal por ti.

-¿ Y por qué no me llama y me lo cuenta? ... Le llamo yo ahora mismo y verás como queda zanjao el tema ... ¡pero que ahora mismo le llamo!

-No ... ni él te va a llamar ni tú a él... Hay que hacer las cosas sin poner a nadie en evidencia y sin desvelar de dónde vienen las informaciones ... Mira, hijo ... al Caudillo le cuentan que tú no te vas a casar por la Iglesia porque te has hecho comunista ... y como te has hecho comunista y no estás casado por la Iglesia, él no te puede invitar a El Pardo porque a sus cacerías hay que ir con esposa y tú, ante los ojos de Dios, no tienes aún ... Y tampoco puede venir aquí porque aunque aquí tú mandes y pongas tus reglas, el hecho de que él las aceptara viniendo significaría que a ti te permite lo que a nadie ... y eso levantaría llagas y más envidias, tanto en la sociedad como en sus partidarios ... sin hablar de la Santa Curia ... Con lo cual... tú te casas, tienes esposa oficial pa ir a El Pardo a pegar los tiros que quieras y dejas de ser comunista, todo a la vez y el mismo día ... y aquí todos a callar ... paz y gloria ... ¡Qué digo yo, · hombre!. .. No dos ... tres pájaros o más de un tiro ... y se acabaron las tonterías y las malas lenguas y les damos a todos en to los morros ... Eso sí... un favor te pido ...

-¿Un favor me pides? ... ¿Por qué lo queme acabas de pedir no es uno? ... ¡No, claro. Lo que me acabas de pedir ¡es un sacrificio de cojones!

-Escúchame ... escúchame, hijo ... antes de hablar escúchame ... Tú te me casas ... y además me comulgas.

-¡Ni harto vino! Se acabaron ya las bromas, papá ... ¿Dónde está tu ateísmo y tu pasado republicano?


TANJA OSTOJIC


Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 109

En julio de 2001, Tanja Ostojic se depiló el triángulo púbico y le dio la forma de un cuadrado. La decisión de Tanja podría parecer un capricho privado, pero tuvo lugar en la Bienal de Venecia y fue una de las obras artísticas más valoradas por el comisario Harald Szeemann. Bien es verdad que sólo Szeemann pudo ejercer semejante juicio sobre la obra, ya que la depilación tuvo lugar en su presencia. Nadie más pudo contemplar la acción llamada Black Square on White. Quizá podría haberse titulado Black Square on Pink, pero nunca sabremos si el título se adecua a la pieza, del mismo modo que nadie sabrá nunca cómo pudo Szeemann tomar la decisión de incluir la obra en la Bienal, sin antes haberla visto.

Aunque para Ostojic su acción es una denuncia del Cuadrado Negro de Malevitch, algunos teóricos afirman que para llevar la obra a su perfección habría que haber utilizado otra parte de la anatomía humana, quizá la zona anal de un varón muy hirsuto, por ejemplo. El valor simbólico transgresor del culo es muy superior al del Monte de Venus, cuyo nombre ya lo dice todo.

No es la primera vez que Ostojic utiliza una materia artística tan efímera. En 1998 se la podía ver en el ascensor del Museo de Historia de Luxemburgo, desnuda y rapada de arriba abajo. Los usuarios del ascensor subían y bajaban acompañados por la escultura humana «Ostojic». La obra, titulada Personal Space, se incluyó en la «Manifesta 2» de la ciudad, y tampoco en este caso hemos podido averiguar si el comisariado la juzgó aceptable tras haberla estudiado apreciativamente. Con ser interesante, lo mejor de la producción de Ostojic no es el objeto artístico material (posiblemente mejorable), sino los comentarios que suscita entre los teóricos. En un artículo de Suzana Milevska (NU. vol. III, n.º 5, 2001. The Nordic Art Review) se relaciona Personal Space con una crítica al régimen de Milosevic, ya que el dictador impedía cualquier «espacio personal», incluso en los ascensores. También permitía una reflexión sobre la mirada, dado que los usuarios que miraban a la chica, eran, a su vez, mirados por otros usuarios y por la chica, lo cual suele ocurrir en los ascensores pero más intensamente cuando los utiliza una chica desnuda. Además, usuarios y chica se convertían en un grupo viviente ( del que Luxemburgo pagaba sólo una parte mínima) con el consiguiente «reexamen de las dicotomías establecidas». Según la experta, en esta obra es evidente la influencia de A!thusser


LA CULTURA OLALA


Ovejas negras, Félix de Azúa, p. 51

En cuanto cruzas la frontera, comienza el calvario. Ya en Céret, villa de siete mil habitantes próxima a Perpignan, ves el primer cartelito: «Céret, ville d'art moderne. » ¿No pueden anunciar otra cosa? En la Guide Bleue dice que allí «l'on danse la fameuse sardane» y que hay corridas de toros. ¿No podrían ofrecer sardana y toros, o ensaladas de atún? No: el ayuntamiento de Céret sabe que lo que realmente da dinero es la cultura. La cultura es como el cerdo, no tiene desperdicio.

Querías ver el Pont du Gard porque admiras al arquitecto Agripa, que era cuñado del emperador Augusto cuando los cuñados todavía podían hacer algo de provecho, hace dos mil años. No obstante, es muy difícil que lo veas. Tienes que aparcar ( 4 €) en una inmensa playa a sol de plomo con otros dos mil automóviles y luego recorrer cientos de metros flanqueados por galerías comerciales, cafés latinos, museos romanos, espectáculos de Asterix, hasta llegar a la imponente mole de cincuenta metros de altura y tres pisos de arcadas, absolutamente tomada por turistas culturales como tú. Imposible emocionarse ante  la grandeza de los ingenieros romanos que levantaron este prodigio en cinco años, cuando hoy (y usando hormigón armado) tardarías diez. Familias devorando carnernbert, niños escupiéndose pipas de sandía, ciclistas agresivos, montañas de mochilas, la madre de todas las mochilas. Y tú, lamentable con tu Suetonio sudado.

Esquivas entonces lo monumental y decides perderte en el agujero negro de Francia, en Fontaine-de-Vaucluse, apartado de todo circuito oficial y en donde nace el manantial más misterioso de la geografía francesa. Los espeleólogos han bajado ya a trescientos metros de profundidad en esta gruta verde esmeralda de donde brota un océano de agua helada, y aún es un enigma. Por desgracia, aquí estuvo Petrarca con su péñola y su inspiración, de modo que hay media docena de restaurantes llamados «Las Rimas gastronómicas» o «Laura Bonita» o «El  cancionero de la pizza», un museo ecológico del agua, un molino de papel con visita pedagógica, y así sucesivamente. Miles de turistas culturales que jamás han leído a Petrarca comen bocadillos de salchichón «italiano» y compran muñequitos que figuran a Petrarca haciendo el sesenta y nueve con Laura.

No hay lugar en Francia que no se haya infectado de cultura. No hay pueblecito o aldea que no dedique su calle a René Char, o anuncie la casa donde Cocteau pasó un fin de semana acompañado por su peluquero, que no se ufane de su museo y su mediateca.


INCIPIT 1.229. UNA ODISEA / DANIEL MENDHELSOHN


A última hora de una tarde de enero, hace unos años, cuando estaba a punto de iniciarse el semestre universitario de primavera durante el cual yo iba a dirigir un seminario sobre la Odisea, mi padre, investigador científico retirado, que a la sazón tenía ochenta y un años, me preguntó, por motivos que entonces creí comprender, si podía él asistir al curso; y le dije que sí. Y, en consecuencia, una vez a la semana, durante las dieciséis semanas siguientes, recorrió el trayecto entre la casa de las afueras de Long Island donde yo me crie, una modesta vivienda de dos niveles en la que él seguía viviendo con mi madre, hasta el campus ribereño del pequeño instituto universitario en que doy mis clases, que se llama Bard. Todos los viernes por la mañana, a las diez y diez, mi padre se sentaba junto a los alumnos matriculados en el curso, chicos de diecisiete o dieciocho años que no tenían ni la cuarta parte de su edad, y participaba en el análisis de este antiguo poema, una epopeya que trata de largos viajes y largos matrimonios, y también de lo que significa estar lejos de casa.

Era pleno invierno al empezar el semestre, y mi padre -cuando no estaba intentando convencerme de que el protagonista del poema, Odiseo, no era un auténtico héroe (porque, decía él, «es un embustero y ha engañado a su mujer»)- vivía muy preocupado con la meteorología


INCIPIT 1.228. TIEMPOS QUE FUERON / ESTHER TUSQUETS, OSCAR TUSQUETS BLANCA


TIEMPOS QUE FUERON

Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. JORGE LUIS BORGES, La otra muerte

En la segunda página de sus memorias Ingmar Bergman  confiesa que a los cuatro años, una tarde luminosa y soleada, creyendo que está solo en casa, entra sigiloso en el dormitorio de sus padres,-donde duerme la hermanita que le ha provocado unos celos incontrolables, decidido a estrangularla, proyecto que habría llevado a cabo, si su torpeza no hubiera provocado que el bebé despertase de inmediato con un chillido penetrante y que él, al intentar taparle la boca, perdiese pie y cayese de la silla a la que se había encaramado para perpetrar el fracasado homicidio. Cuenta también que más adelante, a los dieciséis años, es enviado a Alemania en un intercambio de estudiantes. En Weimar tiene ocasión de asistir a los festejos del día del Panido Nazi, que son encabezados por Hitler.


HOMERO


Una Odisea, Daniel Mendelsohn, p. 122

Podría uno, pensé mientras volvía a colocar en su sitio de mi librería los Macmillan rojos, rastrear estas genealogías intelectuales en una línea más o menos continuada hasta los tiempos más antiguos; en mi caso, de Jenny a su padre y sus maestros y luego a Wolf; y luego de Wolf a los humanistas italianos del Renacimiento, que recolectaron con avidez los manuscritos de pergamino y vitela de los textos clásicos copiados y vueltos a copiar durante mil años, para ponerlos en caracteres tipográficos por primera vez, creando las primeras versiones de imprenta y, así, situando los clásicos al alcance de un público mucho más amplio del que hasta entonces habían tenido; desde esos humanistas del Renacimiento, remontándonos en el tiempo y en el espacio hasta los eruditos bizantinos de habla griega, que en el transcurso de casi un milenio -entre el siglo VII y el XV- preservaron el conocimiento del griego en el Mediterráneo oriental mucho después de que hubiera desaparecido de Europa, tras la caída del Imperio romano de Occidente; eruditos que copiaron y volvieron a copiar cuidadosamente estos textos, como la Ilíada profusamente anotada que Villoisin descubrió en la biblioteca veneciana; dejando atrás a los bizantinos, hasta los sabios del periodo que llamamos Antigüedad Tardía, entre el 400 y el 500 d. C., y más allá, hasta los entusiastas de la literatura griega que florecieron con el desarrollo del Imperio romano, un batiburrillo de críticos de alto copete y de divulgadores de menor alcurnia ( un ejemplo tristemente célebre es el de un sabio a quien llamaban Bibliolathos -«el que se olvida de los libros»-, porque había escrito tantos libros que ya ni se acordaba de ellos); y finalmente hasta los primeros y más autorizados comentaristas de Homero, los sabios que, a partir del siglo III a. C., gestionaron la biblioteca de Alejandría y que se entregaron sobre todo al estudio de los textos de la Ilíada y la Odisea, los primeros especialistas profesionales en plantearse las preguntas que el apparatus criticus de cada página de los Oxford Classical Texts trata de contestar: ¿cuáles fueron en realidad las palabras que Homero cantó?


Friedrich August Wolf


Una Odisea, Daniel Mendelsohn, p.58

Más adelante, me gustó saber que mi intuición en lo relativo a la dureza de lo clásico había dado en el clavo. Las raíces de esta disciplina se remontan a finales del siglo XVIII, cuando un erudito alemán llamado Friedrich August Wolf llegó a la conclusión de que la interpretación de los textos literarios -tarea que mucha gente, incluido mi padre, sin pararse a pensarlo, considera subjetiva, falta de claridad, opinable- debería recibir la consideración de rama muy rigurosa de la ciencia. Para Wolf, muchas de las teorías educativas que circulaban en sus tiempos eran deplorablemente sensibleras y flojas -así, por ejemplo, las preconizadas por John Locke en Inglaterra y Jean-Jacques Rousseau en Francia, que ponían el énfasis en los objetivos prácticos de la educación, en su propósito de preparar a los alumnos para la «vida real»-. Lo que se preguntaban aquellos filósofos era: ¿qué pueden enseñar los estudios clásicos a los estudiantes de nuestro tiempo? Locke, como tantos padres de hoy, se preguntaba con mucha sorna para qué podía servirle a un trabajador el conocimiento del latín. Wolf le respondió que servía a la naturaleza humana. Para él, el objeto de esta nueva ciencia literaria-la «filología », que en griego significa «amor al lenguaje»- era nada menos que la comprensión profunda de las «capacidades intelectuales, sensuales y morales del hombre». No obstante, para estudiar como es debido los antiguos textos y culturas había que planteárselos de un modo tan científico como cuando nos aproximamos al estudio del universo físico. Igual que en las matemáticas o la física, argumentaba Wolf, el estudio más significativo de la civilización clásica solo podía derivarse del dominio de muchas disciplinas esenciales e interrelacionadas: una inmersión no solo en el griego y el latín antiguos (y, muchas veces, en el hebreo y el sánscrito), en sus vocabularios y gramáticas y sintaxis y prosodias, sino también en la historia, la religión, la filosofía y el arte de las culturas que hablaron y escribieron estas lenguas. A esta inmersión, proseguía Wolf, había que añadir el dominio de materias más especializadas, como las necesarias para descifrar los papiros antiguos, los manuscritos y las inscripciones; dominio que, a fin de cuentas, es tan necesario para el estudio de la literatura antigua como el dominio de la geometría plana y la geometría espacial, de la aritmética y el álgebra y, evidentemente, del cálculo, para estudiar lo que llamamos matemáticas. Y así nació la filología clásica.


ESTHER TUSQUETS


Tiempos que se fueron, Esther Tusquets, p. 99

Me encantaba que tía Sara me invitase a pasar unos días en su casa del Maresme. Me mimaba y me cocinaba cosas exquisitas. Digas lo que digas, en casa siempre se comió fatal, las criadas sisaban de forma descarada, aseguraban que no podían comprar limón para disfrazar el pescado porque el limón era carísimo, y un día que nos  atrevimos a manifestar nuestra protesta, mamá dijo muy seria y estirada: «No pretenderéis que yo entre en la cocina. » Las tristes cenas en la mesa de mármol de la cocina ante un plato de patatas con verrugas negras hervidas y judías verdes blandas de tan cocidas no se me olvidan. Cuando expliqué estas cosas a Federico comparándolas con lo bien que comía cada día Lluís, a quien su madre cocinaba con amor, me contestó: «No sé de qué te sorprendes. Claro que Lluís come muchísimo mejor que nosotros. Toda la alta burguesía barcelonesa come fatal. Es cosa sabida.» Josep Pla lo había advertido muchos años antes. Pero tía Sara no solo cocinaba honestamente, ¡me dejaba mojar pan en la olla en que rustía el tajo redondo!, deliciosa ordinariez que nunca se hubiese aceptado chez nous, donde comer constituía una necesidad vital pero disfrutar con ello era de muy mal gusto. ¡Y no digamos beber! En casa, si no se esperaba un invitado, jamás hubo una botella de vino. Allí, en aquella casita del Maresme, creo que estuve más cerca de la muerte de lo que he estado nunca. Sara me acaba de bañar y, tras secarme amorosamente, me deja en la salita envuelto en la toalla, mientras ella va un momento a la cocina. Con la toalla húmeda y descalzo, veo pegado en la pared un cilindrito de porcelana blanca con dos ojitos negros que me miran. Con decisión pongo los deditos sobre ellos. Naturalmente, se trata de un enchufe de aquella época, con los terminales en superficie, y recibo una brutal descarga eléctrica que me recorre desde los dedos de la mano hasta las plantas de los pies. Los enchufes eran así y, naturalmente, la instalación no contaba con interruptores diferenciales.


EL ABUELO DE GG MARQUEZ


García Márquez: historia de un deicidio, p.34

Entre el abuelo y el nieto parece haber existido, más que afecto, una total complicidad. García Márquez lo recuerda con deslumbramiento: «Él, en alguna ocasión, tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven. Él vivía en un pueblo y parece que había alguien que lo molestaba mucho y lo desafiaba, pero él no le hacía caso, hasta que llegó a ser tan difícil su situación que, sencillamente, le pegó un tiro. Parece que el pueblo estaba tan de acuerdo con lo que hizo que uno de los hermanos del muerto durmió atravesado, esa noche, en la puerta de la casa, ante el cuarto de mi abuelo, para evitar que la familia del difunto viniera a vengarlo. Entonces mi abuelo, que ya no podía soportar la amenaza que existía contra él en ese pueblo, se fue a otra parte; es decir, no se fue a otro pueblo: se fue lejos con su familia y fundó un pueblo». En Cien años de soledad, la fundación de Macondo es el resultado de un episodio semejante. José Arcadio Buendía, el fundador de la estirpe, mata a Prudencio Aguilar, y el cadáver de la víctima lo hostiga con sus apariciones hasta que José Arcadio cruza la Cordillera con veintiún compañeros y funda Macondo: «Sí, se fue y fundó un pueblo, y lo que yo más recuerdo de mi abuelo es que siempre me decía: "Tú no sabes lo que pesa un muerto". Hay otra cosa que no olvido jamás, que creo que tiene mucho que ver conmigo como escritor, y es que una noche que me llevó al circo y vimos un dromedario, al regreso, cuando llegamos a la casa, abrió un diccionario y me dijo: "Éste es el dromedario, ésta es la diferencia entre el dromedario y el elefante, ésta es la diferencia entre el dromedario y el camello"; en fin, me dio una clase de zoología. De esa manera ya me acostumbré a usar el diccionario». El abuelo era tuerto y hablaba incansablemente de su jefe durante la guerra de los mil días, el líder liberal Uribe Uribe. Don Nicolás y Uribe son el modelo de toda una genealogía en el mundo ficticio de García Márquez: los coroneles. El abuelo murió cuando García Márquez tenía ocho años: «Desde entonces no me ha pasado nada interesante», asegura él y, desde el punto de vista de sus demonios, ésta es, en comparación con otras, una moderada exageración.


INCIPIT 1.227. GARCIA MARQUEZ : HISTORIA DE UN DEICIDIO / MARIO VARGAS LLOSA


l. La realidad como anécdota

Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero. Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez !guarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca ». Los padres de Luisa -el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina !guarán Cotes- eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.


INCIPIT 1.226. EL RITMO PERDIDO / SANTIAGO AUSERON


VOCES EN LO OSCURO

Decía Aristóteles, hablando de la amistad: «El querer ser conocido parece ser un sentimiento egoísta motivado por el deseo de recibir algún bien, pero no de hacerlo, mientras que uno quiere conocer para obrar y amar.» Y remataba la frase más interesante de sus libros sobre la ética con una coletilla misteriosa: «Por esta razón, alabarnos a los que continúan amando a sus muertos, pues conocen sin ser conocidos.» No resulta evidente la necesidad de empezar un libro sobre música popular citando a los clásicos griegos, pero ruego al lector que confíe en que esa necesidad se ha de ir justificando a lo largo de estas páginas. Las ganas de conocer, más que de ser conocido, me incitan a escribir acerca de las canciones venidas de otro mundo. Me veo forzado sin embargo a hablar de mi experiencia personal por mantenerme atento a lo que hemos oído, cuyo sentido no hemos acabado de interpretar. Voy a enfrascarme en el libro de la amistad con los fantasmas sonoros que, siendo por naturaleza efímeros, quieren que los hagamos durar. Aparentemente no hay tiempo para demorarse en escuchar  con atención las voces del pasado.   


BASILISCO


García Márquez: historia de un deicidio, p.21

García Márquez recuerda a su abuela, ordenando cada mañana a las sirvientas: «Hagan carne y pescado porque nunca se sabe qué le gusta a la gente que llega». Y había además una tía dotada de cualidades sorprendentes: «Hay otro episodio que recuerdo y que da muy bien el clima que se vivía en esta casa. Yo tenía una tía ... Era una mujer muy activa; estaba todo el día haciendo cosas en esa casa y una vez se sentó a tejer una mortaja; entonces yo le pregunté: "¿Por qué estás haciendo una mortaja?". "Hijo, porque me voy a morir", respondió. Tejió su mortaja y cuando la terminó se acostó y se murió. Y la amortajaron con su mortaja. Era una mujer muy rara. Es la protagonista de otra historia extraña: una vez estaba bordando en el corredor cuando llegó una muchacha con un huevo de gallina muy peculiar, un huevo de gallina que tenía una protuberancia. No sé por qué esta casa era una especie de consultorio de todos los misterios del pueblo. Cada vez que había algo que nadie entendía, iban a la casa y preguntaban y, generalmente, esta señora, esta tía, tenía siempre la respuesta. A mí lo que me encantaba era la naturalidad con que resolvía estas cosas. Volviendo a la muchacha del huevo le dijo: "Mire usted, ¿por qué este huevo tiene una protuberancia?". Entonces ella la miró y dijo: "Ah, porque es un huevo de basilisco. Prendan una hoguera en el patio". Prendieron la hoguera y quemaron el huevo con gran naturalidad. Esa naturalidad creo que me dio a mí la clave de Cien años de soledad, donde se cuentan las cosas más espantosas, las cosas más extraordinarias con la misma cara de palo con que esta tía dijo que quemaran en el patio un huevo de basilisco, que jamás supe lo que era».


LA PILDORITA AZUL


García Márquez: Historia de un deicidio, Vargas Llosa, p. 16

García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca ... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y , ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad ... Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. No se retiró nadie y los masacraron». La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.



SANTIAGO AUSERON


El ritmo perdido, Santiago Auserón, p. 43

Dejé por fin el trabajo de delineante y me fui a París en el tren Puerta del Sol, en litera de segunda, con la cabeza llena de inquietudes agitadas por el traqueteo. El tren paraba en Irún para hacer el cambio de ancho de vía. Ya en Hendaya, subían desde la oscuridad las voces roncas y guturales de los ferroviarios galos, mientras yo imaginaba parajes de romántico exilio. En la ciudad de París me fijé con agrado en las diferencias más sencillas: en los pestillos de las ventanas, en la textura espesa de las cortinas granates, en el gris de los enchufes o en el aspecto serio de los teléfonos. Pero me chocaba la gravedad dramática con que cierta gente -los que tenían pinta de aspirar a título de artistas o intelectuales, que eran muchos- portaba su identidad en el metro y por la calle, como pasos de Semana Santa, con una especie de circunspección altiva, lindando con el espectáculo. Mi propio carácter me parecía en comparación poco hecho, peligrosamente entusiasta, sin temor a rayar en la frontera del ridículo, decididamente al otro lado si bebía un poco más de lo justo, sátiro desconcertado y torpe entre una muchedumbre experta en manejar las apariencias. Propenso a una amargura negra compatible con el verso de Verlaine: «Mi duelo es sin razón», lo cual me permitía ya sentirme un poco parisino. En cualquier momento, sin embargo, el tono seco de un transeúnte o de una dependienta volvía a ponerme en mi sitio. Tenía que elegir entre varias identidades posibles, algunas de las cuales era mejor no defender en público. No me sentía responsable de todas ellas, pero mi deseo era conducir a trancas y barrancas mi recua de mulas a través del paso de montaña, hasta dar con cierta senda de lucidez difícil de alcanzar: «Es preciso que lleguemos a la frontera / antes del anochecer ... », cantaba Robert Wyatt en castellano tomado de un manual de bolsillo de Assimil. París no estaba esperando a un estudiante subpirenaico con la libido recalentada por la represión, emigrado de una guerra civil prolongada en el enfrentamiento consigo mismo, para replantearse sus maneras de capital cultural del mundo. En el vagón de metro, en la panadería, en la ventanilla universitaria, las miradas duraban estrictamente lo justo para hacer manifiesto el desdén.


JEAN LORRAIN


El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 85

Cuando se publicó A contrapelo, a Huysmans le sorprendió recibir una carta de un «admirador entusiasta» que contenía una serie de fotografías sugestivas. Mostraban al remitente en diversas poses y diferentes disfraces de teatro junto con fotos de su dormitorio, «amueblado con el pésimo gusto de una fulana». El admirador firmaba Jean Lorrain.

Lorrain era un dandi, poeta, novelista, dramaturgo, crítico literario, articulista -a mediados de la década de 1890 se le consideraba el periodista mejor pagado de París-, promotor de escándalos, divulgador de chismes, erotómano y duelista: un individuo al que era peligroso frecuentar y que cultivaba adrede los excesos casi por principio, un homosexual más inequívocamente declarado que los más sofisticados estetas y dandis con los que se mezclaba. Era un asiduo de bares y licorerías, clubs y salones de baile, garitos de mala fama y ferias. Como a muchos de su ambiente, le gustaba lo alto y lo bajo, el salón y la calle; despreciaba el término medio porque provenía de la clase media. Su padre dirigía una compañía de seguros marinos y una fábrica de ladrillos en Fécamp. El joven Paul Duval se despojó de nombre y apellido y se reinventó como Jean Lorrain.

Es un personaje del que en parte prefieres que no aparezca en tu libro por miedo a que acapare demasiado texto. Era derrochador, intrépido, despreciable, malvado, talentoso y  envidioso, un amigo que no podía evitar traicionarte y un enemigo al que nunca olvidarías. Pero Sarah Bemhardt se lo presentó a Pozzi, que fue su amigo, confidente y médico durante treinta años, así como su anfitrión en la place Vendôme. Y aquí lo tenemos. Como muchos biógrafos han descubierto, por desgracia no puedes elegir a los amigos de tu biografiado.

Lorrain personificaba tanto la cultura como la anarquía de la Belle Époque. El poeta belga Hubertjuin decía de él que «amaba su época hasta el punto de detestarla». La Goulue, la famosa bailarina del Moulin Rouge, le apodaba el "bellio somnoliento» a causa de sus ojos glaucos de rana y sus gruesos párpados. Otros, por repugnancia moral (y homofóbica), evitaban una descripción física. George Painter, biógrafo de Proust, decía de Lorrain que era «Un invertido corpulento y fofo [ ... ] drogado, maquillado y empolvado ... [que] lucía montones de anillos en sus dedos gordos y blancos, dedos que parecían peces.”


Arreglo en negro y oro


El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 137

Si Montesquiou se sentía perseguido y- traicionado por las versiones literarias que se hicieron de él, un retrato pictórico tuvo que haber sido algo más sencillo. Por lo general, un retrato es más fiel y halagador para el modelo ( que muchas veces, al fin y al cabo, es el que paga); el tema del cuadro es él y no se mezcla ni se apretuja con otras personas reales e imaginarias. Y en ocasiones ayuda el hecho de que el modelo y el artista sean ya amigos. Así fue cuando Whistler pintó el Arreglo en negro y oro (1891-1892). La intimidad estética del pintor y Montesquiou contribuyó a producir una maravillosa imagen del conde que posa ante el espectador con una actitud altanera y desafiante, el brazo derecho adelantado con el que empuña el bastón y el izquierdo que sostiene su capa. Y Montesquiou sabía que Whistler sabía que era una imagen maravillosa. Había observado al pintor trabajando, observado cómo daba la impresión de extraer la imagen desde dentro del lienzo en vez de plasmarla en la superficie desde fuera.

Después, cuando Whistler vio que la figura que había creado coincidía con la del hombre vivo que tenía delante, gritó, según Montesquiou, «lo más bello de todo lo que ha dicho nunca la boca de un pintor.». Fue lo siguiente: “Vuelve a mirarme un momento y estarás mirándote para siempre.» Fue un momento de intenso autobombo, por supuesto, pero también una garantía para un compañero esteta: el arte perdurará y mientras dure mi Arreglo en negro y oro, ni tú ni yo moriremos. Al conde le complació tanto su retrato que, colocado a su lado, disertaba sobre sus virtudes ante pequeños grupos de aspirantes a estetas, que solían ser más mujeres que hombres.


INCIPIT 1.225. CALLE ESTE-OESTE / PHILIPPE SANDS


NOTA AL LECTOR

La ciudad de Lviv ocupa un lugar importante en esta historia. En el siglo XIX se la conoció en general como Lemberg, y se hallaba localizada en las inmediaciones de la frontera oriental del imperio austrohúngaro. Poco después de la Primera Guerra Mundial pasó a formar parte de la recién independizada Polonia, con el nombre de Lwów, hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue ocupada por los soviéticos, que la conocían como Lvov. En julio de 1941 los alemanes conquistaron repentinamente la ciudad y la convirtieron en la capital del Distrikt Galizien del Gobierno General, pasando a denominarla de nuevo Lemberg. Cuando el Ejército Rojo venció a los nazis en el verano de 1944, la población pasó a formar parte de Ucrania y a llamarse Lviv, el nombre que en general se utiliza actualmente.

Lemberg, Lviv, Lvov y Lwów son un mismo lugar. El nombre ha cambiado, al igual que la composición y la nacionalidad de sus habitantes, pero su emplazamiento y sus edificios se han mantenido. Fue así incluso cuando la ciudad cambió de manos, lo que ocurrió nada menos que ocho veces en el período transcurrido entre 1914 y 1945. Cómo llamar a la ciudad en las páginas de este libro planteaba, pues, una serie de dificultades, de modo que he utilizado el nombre por el que la conocieron quienes la controlaron en la época sobre la que escribo.


INCIPIT 1.224. LA TIERRA DE LA GRAN PROMESA / JUAN VILLORO


"El cine mexicano es rencor con palomitas", decía Luis Jorge Rojo.

En sus exaltadas clases mencionaba la tesis de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, el perjuicio que se ejerce como un trámite y convierte la mediocridad y el conformismo en las peores formas del daño.

Rojo era el mejor crítico de cine en un país donde el momento culminante de un oficio implicaba renunciar a él. Aún publicaba reseñas, la mayoría de corte negativo, obsesionado en demostrar que el objeto de su pasión ya no valla la pena. Estudiar con él era una forma de la paradoja: Rojo hablaba con tal fervor de la imposibilidad de hacer gran cine que daban ganas de realizarlo.

Sólo una vez Diego González vio alterado a su maestro: la tarde en que la Cineteca ardió en llamas. A partir de entonces hablaron de lo que se pierde con el fuego, pero nunca mencionaron una escena peculiar que vieron ese día. Abandonaban el lugar de los hechos cuando se toparon con un grupo de bomberos que había desplegado objetos en la banqueta, cosas recuperadas entre las llamas. Salvo el capitán, que llevaba un casco dorado, los apagafuegos eran de la edad de Diego, jóvenes de veintitantos años con las mejillas enrojecidas y marcas de tizne en las manos, los dedos sucios por los objetos que habían tocado después de quitarse los guantes.

Sobre la acera, Diego vio cosas dispersas: un pequeño trofeo de asas orejonas, una máquina de escribir Lettera 22, cuatro o cinco cuadernos, un silbato, un yo-yo de madera, un chaleco que tal vez había


Doctor Samuel Jean Pozzi en casa


El hombre de la bata roja, Julian Barnes, p. 136

En 1882, Sargent envió Doctor Samuel Jean Pozzi en casa a la Royal Academy de Londres, donde no causó el menor impacto. Pero el tiempo transcurría a su favor, no al de Montesquiou. Henry James, que entretanto había conocido y hospedado al modelo del pintor, habló del artista en un artículo para Harper's Magazine en 1887 ( revisado en 1893). Señala en primer lugar que Sargent había tenido la suerte de pintar a más mujeres que hombres, y que «por consiguiente había tenido pocas oportunidades de reproducir esas ínfulas generalizadas con las que su visión de determinadas figuras masculinas dota al modelo». Esto parece un taimado demérito, pero inmediatamente James cita como retratos de varones el de Carolus-Duran y el de Pozzi, los más bellos de Sargent; del último decía que era «espléndido» y «un ejemplo admirable» de esta faceta del arte del pintor:

En los dos casos el modelo ha sido un apuesto ejemplar pictórico, uno de los que nos parecen hechos para ser retratados (lo cual no se puede decir en absoluto de todos), como se ve especialmente, por ejemplo, en las hermosas manos y las muñecas con volantes de Carolus, cuyo bastón descansa entre sus hermosos dedos como si fuera el puño de un estoque.

Por si hubiera alguna duda,James prosigue:

He mencionado su espléndido Dr Pozzi, a cuya bellísima cabeza, todavía joven, y a su postura ligeramente artificial les ha conferido un toque tan francés que se le disculparía si reincidiera en hacerlo, aun con el más débil pretexto. Este caballero posa con su brillante bata roja con la prestance de un magnífico Van Dyck.

James reflexiona en el mismo artículo sobre Madame X de Sargent. Lo denomina «un experimento de gran originalidad » en el que «el pintor ha tenido [ ... ] con respecto a lo que Ruskin llamaría el "acierto" de su tentativa, la valentía de su opinión». El «excesivo escándalo» que el cuadro suscitó cuando lo exhibieron lo desestima

como una idea suficientemente divertida a la luz de algunas manifestaciones del esfuerzo plástico que todos los años patrocina el Salón. Esta espléndida pintura,  de concepción noble y ejecución magistral, presta a la figura representada algo del altorrelieve de la imagen esculpida en grandes frisos. Como se suele decir, no tienes elección, es un cuadro que sabes de inmediato si te gusta o te disgusta. El autor nunca ha llegado tan lejos en audacia y consistencia.

James a menudo formula sus elogios de un modo demasiado complicado para ser inequívocos; los envuelve, por así decirlo, en una especie de plástico de burbujas, pero estoy casi seguro de que en este caso expresa una aprobación enérgica.


HANS FRANK


Calle Este-Oeste, Philippe Sands, p.405

Samuel Rajzman compareció en el estrado la mañana del 27 de febrero, tras ser presentado a los jueces como un hombre que había «vuelto del otro mundo». Llevaba traje oscuro y corbata y lo observaba todo atentamente a través de unas gafas. Su rostro arrugado y anguloso tenía cierta expresión de asombro y desconcierto por estar vivo; y ahora se sentaba a unos pasos de Hans Frank, en cuyo territorio se situaba Treblinka. Mirando a aquel hombre, uno no se hacía idea del camino que había recorrido o de los horrores que había presenciado.

Habló con voz comedida y tranquila del viaje desde el gueto de Varsovia en agosto de 1942, del transporte en tren en condiciones inhumanas: ocho mil personas apretujadas en vagones de ganado. Él era el único superviviente. Cuando el fiscal  ruso le preguntó por el momento de la llegada, Rajzman le explicó cómo les habían hecho desnudarse y caminar a lo largo del Himmelfohrtstrasse, el «camino al cielo», un corto paseo hasta la cámara de gas, cuando de repente un amigo de Varsovia lo sacó de la fila y se lo llevó: los alemanes necesitaban un  intérprete; pero antes le hicieron cargar la ropa de los muertos en trenes vacíos que partían de Treblinka. Pasaron dos días; luego llegó un transporte procedente de la pequeña población de Vinegrova en el que venían su madre, su hermana y sus hermanos. Él los vio caminar hacia las cámaras de gas, sin poder intervenir. Varios días después le entregaron los papeles de su esposa, junto con una fotografía en la que aparecía esta con su hijo.

«Eso es todo lo que me han dejado de mi familia», declaró en la sala de justicia, en aquella reveladora comparecencia pública. «Una fotografía.»

Luego hizo un vívido relato del asesinato a escala industrial, detallando actos individuales de horror e inhumanidad. Una niña de diez años fue conducida al Lazarett (hospital) junto con su hermana de dos, custodiadas por un alemán llamado Willi Mentz, un lechero con un bigotito negro (más tarde Mentz volvería a su oficio, que siguió ejerciendo hasta que fue condenado a cadena perpetua en el juicio de Treblinka, celebrado en Alemania en 1965). La mayor de las niñas se lanzó sobre Mentz mientras este sacaba su arma. ¿Por qué quería matar a la pequeña? Rajzman describió cómo vio a Mentz coger a la niña de dos años, recorrer la breve distancia que le separaba de uno de los crematorios, y arrojarla dentro de un horno. Luego mató a su hermana.


ECFRASIS


La tierra de la gran promesa, Villoro, p.81

"Una imagen dice más que mil palabras", la frase había hecho época. Sin embargo, eso s6lo podía decirse con palabras. Las estampas de los cerillos Clásicos coleccionadas por su padre eran tan pequeñas y reproducían tan mal las obras que cada imagen  debía ser explicada.

Diego González Duarte hablaba mucho de la Madonna con niño, de Cario Crivelli. El cuadro, aparentemente plácido y devocional, se enrarecía al ser visto con atención. La Virgen tenía un rostro bondadoso, protector, pero el niño se vela cansado. Sus ojos eran los de un adulto enfermo; sus manitas se aferraban a un durazno rubicundo que no lograba contagiarle vitalidad. Un clavel aludía a la Pasión que sufrirla al convertirse en Cristo. Al fondo, un árbol seco se alzaba como un emblema de la muerte. Lo más inquietante, sin embargo, era una mosca. El niño estaba apoyado en un pretil. Cerca de él, acechaba la visitante de las inmundicias. "La mosca es el Diablo", decía el padre de Diego. En la reproducción, el insecto apenas era un punto negro.

Esa pintura veneciana de 1480 hizo que el padre de Diego viajara a Londres para verla. "Es falso que Dios esté en los detalles", decía, con el tono engolado de quien ha dicho demasiadas veces lo mismo: "El bien opera en gran escala, busca cubrirlo todo con su manto: la bondad generaliza. En cambio, el Diablo busca el detalle, es particular. Por eso hay que revisar las actas: el demonio escribe con erratas.

Diego habla llegado a soñar con ese cuadro. Una voz le preguntaba qué estaba haciendo. "Mi padre me prestó su vista", respondía, como si eso le otorgara un permiso especial.

El durazno aterciopelado parecía a punto de palpitar en las manos del niño.

Pero lo único que se movía era la mosca.


INCIPIT 1.223. ENCRUCIJADAS / JONATHAN FRANZEN


El cielo de New Prospect, atravesado por robles y olmos desnudos, estaba Heno de promesas húmedas -un par de sistemas frontales sombríamente confabulados para traer una Navidad blanca- mientras Russ Hildebrandt hacía la ronda matinal en su Plymouth Fury familiar por los hogares de los feligreses seniles o postrados en cama. La señora Frances Cottrell, miembro de la congregación, se había ofrecido a ayudarlo esa tarde a llevar juguetes y conservas a la Comunidad de Dios, y aunque Russ sabía que sólo como pastor tenía derecho a alegrarse por el acto de libre albedrío de la mujer, no podría haber pedido un mejor regalo de Navidad que cuatro horas a solas con ella.

Después de la humillación que Russ había sufrido tres años antes, el párroco de la iglesia, Dwight Haefle, había aumentado su cuota de visitas pastorales. Qué hacía exactamente  Dwight con el tiempo que le ahorraba su auxiliar, aparte de tomarse vacaciones más a menudo y trabajar en su largamente esperada colección de poesía lírica, Russ no lo tenía claro. Aun así, apreciaba el coqueto recibimiento de la señora O'Dwyer, a quien una amputación tras un edema severo había confinado en una cama de hospital instalada donde había sido el comedor de su casa, y en general la rutina de servir a los demás, en particular a quienes, a diferencia de él, no recordaban nada de lo sucedido tres años antes.


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