Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

Friedrich August Wolf


Una Odisea, Daniel Mendelsohn, p.58

Más adelante, me gustó saber que mi intuición en lo relativo a la dureza de lo clásico había dado en el clavo. Las raíces de esta disciplina se remontan a finales del siglo XVIII, cuando un erudito alemán llamado Friedrich August Wolf llegó a la conclusión de que la interpretación de los textos literarios -tarea que mucha gente, incluido mi padre, sin pararse a pensarlo, considera subjetiva, falta de claridad, opinable- debería recibir la consideración de rama muy rigurosa de la ciencia. Para Wolf, muchas de las teorías educativas que circulaban en sus tiempos eran deplorablemente sensibleras y flojas -así, por ejemplo, las preconizadas por John Locke en Inglaterra y Jean-Jacques Rousseau en Francia, que ponían el énfasis en los objetivos prácticos de la educación, en su propósito de preparar a los alumnos para la «vida real»-. Lo que se preguntaban aquellos filósofos era: ¿qué pueden enseñar los estudios clásicos a los estudiantes de nuestro tiempo? Locke, como tantos padres de hoy, se preguntaba con mucha sorna para qué podía servirle a un trabajador el conocimiento del latín. Wolf le respondió que servía a la naturaleza humana. Para él, el objeto de esta nueva ciencia literaria-la «filología », que en griego significa «amor al lenguaje»- era nada menos que la comprensión profunda de las «capacidades intelectuales, sensuales y morales del hombre». No obstante, para estudiar como es debido los antiguos textos y culturas había que planteárselos de un modo tan científico como cuando nos aproximamos al estudio del universo físico. Igual que en las matemáticas o la física, argumentaba Wolf, el estudio más significativo de la civilización clásica solo podía derivarse del dominio de muchas disciplinas esenciales e interrelacionadas: una inmersión no solo en el griego y el latín antiguos (y, muchas veces, en el hebreo y el sánscrito), en sus vocabularios y gramáticas y sintaxis y prosodias, sino también en la historia, la religión, la filosofía y el arte de las culturas que hablaron y escribieron estas lenguas. A esta inmersión, proseguía Wolf, había que añadir el dominio de materias más especializadas, como las necesarias para descifrar los papiros antiguos, los manuscritos y las inscripciones; dominio que, a fin de cuentas, es tan necesario para el estudio de la literatura antigua como el dominio de la geometría plana y la geometría espacial, de la aritmética y el álgebra y, evidentemente, del cálculo, para estudiar lo que llamamos matemáticas. Y así nació la filología clásica.


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