Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA AMANTE DE WITTGENSTEIN


David Foster Wallace, DT Max, p. 173

El libro narra los pensamientos de Kate, una mujer que o bien es la última persona sobre la faz de la tierra o bien está falsamente convencida de que lo es. La novela escenifica el postulado wittgensteiniano de que el mundo no es nada más que hechos observados, una proposición que desemboca, corno Wallace escribiría después en su ensayo sobre el libro, «La plenitud vacía», en la creencia de que «la cabeza de uno es, en cierto sentido, el mundo entero». Los pensamientos carentes de efecto alguno de Kate, por tanto, podrían muy bien ser un registro de la mente de Wallace en su momento más deprimido:

En el cuadro de la casa no se ve a nadie en la ventana, por cierto.

Ahora he llegado a la conclusión de lo que creía que era una persona es una sombra.

Si no es una persona, será quizá una cortina.

De hecho, podría no ser más que un intento de sugerir la profundidad del interior de la habitación.

Aunque en cierto sentido, todo lo que hay realmente en la ventana es pigmento de color siena tostado. Y un poco de amarillo ocre.

En realidad tampoco hay ninguna ventana, en el mismo cierto sentido, sino solo forma.

Así que cualquier cantidad de especulaciones que yo pueda haber hecho acerca de esa persona en la ventana parecerían ahora completamente carentes de sentido, obviamente.

A no ser, por supuesto, que subsiguientemente yo vuelva a convencerme de que hay alguien en la ventana de nuevo.


EVAN DARA


La cadena fácil, Evan Dara, p. 120

En términos fácticos, la creciente incidencia del Zinkofsky en Norteamérica condujo a nn tal Avram Pait a la hipótesis de una relación en la expansión del Zinkofsky con nuestra actual situación metagreshámica, en la que los valores de mercado están quitando de circulación los demás valores humanos, con los concomitantes precipitados mentales; la constante construcción de, como Reinbert Egmunt lo describe, la Gran Marketania. El progresivo desarrollo de esta economonocultura, trayendo a colación a E.LO. Wilson, suscita todo tipo de recesivos, y los anima a mutar y multiplicarse, a la par que deja campo libre a categorías enteras de nuevos depredadores de efectos catastróficos; la teología de mercado incuba sus propios diablillos, ¿sí? A nivel individual -como muestra, usted- los efectos secundarios no son menos importantes. De nuevo, pienso en Pait. En opinión de éste, todo intercambio de mercado se basa en insinceridades paralelas fundamentales, donde cada parte cree que, teniendo en cuenta todos los factores, el valor actual de su oferta es menor que el valor de lo recibido. De lo contrario, por qué hacer esto, ¿sí? En consecuencia, todo agente en un intercambio trata de atrapar, o superar, a su contrario, ya sea individualmente o en conjunto. Todos están, en todo momento, ideando ventajas aparentes, y hemos llegado al convencimiento de que tal ha de ser el modelo de toda interacción humana, no sólo de las pertenecientes a la esfera económica; hasta tal punto que Kristeva lo ha llamado la reconquista hobbesiana. De ahí que Kristeva pusiera a su mascota el nombre de Plutón, perro del dinero y la muerte. Por tanto, reos de un sistema de engaño mutuamente asegurado, la caída en el Zinkofsky puede ser una consecuencia. Culturalmente, la reacción -ahora desde un punto de vista fisico- podría haber alcanzado su masa crítica. O, si lo prefiere, su masa hipocrítica ...


ATENAS


Libre, Lea Ypi., p. 178

Cuando llegamos a Atenas, mi abuela me animó a que empezara a escribir un diario. Decidí hacer una lista de todas las cosas nuevas que veía por primera vez y las fui registrando meticulosamente: la primera vez que sentí el aire acondicionado en la palma de las manos; la primera vez que comí plátanos; la primera vez que vi semáforos; la primera vez que me puse unos vaqueros; la primera vez que no tuve que hacer cola para entrar en una tienda; la primera vez que pasé un control de fronteras; la primera vez que vi una cola formada por coches en lugar de por seres humanos; la primera vez que me senté en un retrete en lugar de ponerme en cuclillas; la primera vez que vi que la gente iba detrás de un perro sujeto a una correa en lugar de ver perros callejeros yendo detrás de la gente; la primera vez que tuve entre las manos un chicle de verdad en lugar de solo el envoltorio; la primera vez que vi edificios con diferentes tiendas y escaparates repletos de juguetes; la primera vez que vi cruces sobre las tumbas; la primera vez que contemplé paredes cubiertas de anuncios en lugar de proclamas antiimperialistas; la primera vez que admiré la Acrópolis, aunque solo desde fuera porque no teníamos dinero para pagar la entrada. Y también describí en detalle mi primer encuentro con niños turistas siendo yo también una niña turista, cuando me enteré, sorprendida, de que no sabían quiénes eran Atenea ni Ulises, y se rieron de mí porque yo no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso, llamado Mickey.

En la imagen: Apolonia de Iliria


INCIPT 1.360. LIBRE / LEA YPI


1. STALIN

Nunca me pregunté lo que significaba la libertad hasta el día en que abracé a Stalin. De cerca era mucho más alto de lo que yo esperaba. La profesora Nora nos habla dicho que a los imperialistas y a los revisionistas les gustaba destacar que Stalin era un hombre bajito. Según ella, no era tan bajo como Luis XIV, cuya estatura, por extraño que parezca, jamás se mencionaba. En cualquier caso, añadió con tono serio, hacer hincapié en las apariencias y no en lo que realmente importaba era un típico error imperialista. Stalin era un gigante y sus actos eran mucho más relevantes que su físico.

Lo que lo convertía en alguien verdaderamente especial, continuó explicando Nora, era que sonreía con los ojos. ¿Os lo podéis creer? ¿Sonreír con los ojos? Eso se debía a que el simpático  bigote que adornaba su rostro le tapaba los labios, por lo tanto, si solo te fijabas en la boca, era imposible saber si Stalin estaba sonriendo o haciendo cualquier otro gesto. Pero bastaba con mirarlo a los ojos, aquellos ojos castaños, penetrantes e inteligentes, para darse cuenta. Stalin estaba sonriendo. Hay gente incapaz de mirarte a los ojos. Está claro que tienen algo que ocultar. Stalin te miraba de frente y, si le apetecía, o si te portabas bien, te sonreía con los ojos. Siempre llevaba un abrigo sencillo y unos discretos zapatos marrones


INCIPIT 1.359. MIS DIAS CON LOS KOPP / XITA RUBERT


Habíamos llegado con cierto retraso, pero allí nos esperaban Sonya y Andrew Kopp, plantados en la puerta del hotel. Parecían muertos de frío, ella se rodeaba el vientre con ambos brazos, dándose calor por debajo del abrigo, habiendo supuesto, digo yo, que incluso en el norte la península sería caribeña, y no azul, morada, británica como ella misma, como Sonya Kopp, digo.

El sol se había puesto hacía un rato, yo lo había visto desaparecer desde la ventanilla del avión. No era muy tarde pero sí febrero, la oscuridad y la niebla cómplices, disuasorias, y las farolas no iluminaban los rostros de los Kopp. Solo la calva huevuda de él. La melena pálida, corta de ella. La luz se reflejaba en lo blanco, en nada más.

Aun así, lo vi. Vi el modo en que Sonya registró mi presencia cuando nos bajamos del taxi y nos acercamos a ellos. Me miró sin reconocerme del todo, como si el contorno de mi figura no estuviese bien definido


COMUNISMO


Libre, Lea Ypi, p.
138

¿Por qué se había acabado el socialismo? Apenas unos meses antes, en nuestra clase de Educación Moral, la profesora Nora nos había explicado que el socialismo no era perfecto, que no era como el comunismo cuando este llegara. El socialismo era una dictadura, nos dijo, la dictadura del proletariado. Era diferente y, sin duda, mucho mejor que la dictadura de la burguesía que dominaba en los países imperialistas de Occidente. En el socialismo eran los trabajadores, no el capital, los que controlaban el Estado, y la ley estaba al servicio de los intereses de los trabajadores, no de aquellos que querían aumentar sus beneficios. Pero dejó claro que el socialismo también tenía sus problemas. La lucha de clases no había acabado. Teníamos muchos enemigos externos, como la Unión Soviética, que hacía mucho tiempo que había abandonado el ideal comunista para convertirse en un Estado imperialista y represor que enviaba sus tanques para aplastar a los países más pequeños. También teníamos muchos enemigos internos. Las personas que antes habían sido ricas y habían perdido todas sus propiedades y sus privilegios seguían conspirando para socavar el gobierno de los trabajadores y merecían ser castigadas. Pero, con el tiempo, la lucha proletaria triunfaría. La profesora Nora nos dijo que, cuando la gente crece dentro de un sistema más humano y a los niños se les educa en las ideas correctas, las hacen suyas. Los enemigos de clase van disminuyendo y la lucha de clases se va suavizando y acaba por desaparecer. Es entonces cuando empieza en realidad el comunismo y, por eso, es superior al socialismo: no necesita la ley para castigar a nadie y libera a los seres humanos de una vez y para siempre. En contra de lo que sugería la propaganda del enemigo, el comunismo no significaba la represión del individuo, sino la primera vez en la historia de la humanidad en la que podíamos ser realmente libres.

En la imagen: Enver Hoxha funda la República Popular de Albania


EL FIN DE LA HISTORIA


Libre, Lea Ypi, p. 134

Unos meses antes del día en que abracé a Stalin había visto sus retratos desfilando por las calles de la capital para conmemorar el Primero de Mayo, el Día de los Trabajadores. Era el tradicional desfile anual. Los programas de televisión empezaban más temprano y no pasaban ningún deporte en la cadena yugoslava, lo cual significaba que no tenía que enfrentarme a mi padre para ver quién tenía acceso a la pantalla. Aquel día se podía ver el desfile, después había un espectáculo de marionetas, a continuación una película para niños y luego salíamos a pasear con nuestras mejores ropas, comprábamos helados y finalmente nos hacíamos una foto con el único fotógrafo de la ciudad, que solía estar junto a la fuente, cerca del Palacio de la Cultura.

El Primero de Mayo de 1990, el último que celebramos, fue el más feliz. O quizá me lo parezca porque fue el último. Objetivamente no pudo ser el más feliz. Las colas para conseguir artículos básicos eran cada vez más largas y las estanterías de las tiendas estaban cada vez más vacías. Pero a mí no me importaba. En el pasado, yo había sido muy caprichosa con la comida, pero con el paso de los años ya había dejado de ser quisquillosa sobre si tenía que comer queso feta barato en lugar del más apetecible queso amarillo, o una mermelada vieja en lugar de miel. «Primero está la moral, después la comida », decía alegremente mi abuela y yo había aprendido a adoptar la misma actitud.


INFANCIA


Libre, Lea Ypi, p. 99

Los niños extranjeros despertaban nuestra curiosidad, a veces envidia y, a menudo, también pena. A mí me daban lástima especialmente el Primero de Junio, el Día de los Niños, cuando mis padres me compraban regalos, íbamos a comer helados a la playa y al parque de atracciones. Ese día también me regalaban una suscripción anual a varias revistas infantiles. A través de ellas yo me enteraba de lo que hacían los demás niños del mundo. La revista Estrellitas era para niños entre seis y ocho años, y el Día de los Niños aparecía una viñeta que se llamaba «Nuestro Primero de Junio y el de ellos». En un lado se veía a un capitalista gordo, con un gran sombrero de copa, que le compraba un helado a su hijo gordo mientras, sentados en el suelo junto a la puerta de la heladería, había dos niños harapientos. Debajo de estos últimos, una leyenda decía: «Para nosotros nunca hay un Primero de Junio». Al otro lado de la viñeta había banderas socialistas, niños felices de la mano de sus padres, que llevaban flores y regalos y hacían cola para comprar un helado delante de una tienda. «Nos encanta el Primero de Junio», rezaba la leyenda. La cola era muy corta.


RELIGION COMUNISTA


Libre, Lea Ypi, p. 45

La profesora Nora nos dijo que antiguamente la gente se reunía en unos edificios muy grandes llamados «iglesias » y «mezquitas» para cantar canciones y recitar poemas dedicados a alguien o algo que ellos llamaban Dios y que teníamos que tener mucho cuidado de no confundirlo con los dioses de la mitología griega como Zeus, Hera o Poseidón. Nadie sabía qué aspecto tenía aquel Dios único y sobre esto había todo tipo de interpretaciones diferentes. Algunos, como los católicos y los cristianos ortodoxos, creían que Dios tuvo un hijo que también era medio humanó. Otros, los musulmanes, creían que Dios estaba en todas partes, tanto en las partículas más pequeñas de la materia como en el universo entero. Y había otros más, los judíos, que pensaban que Dios les daría un rey que los salvaría cuando llegase el final de los días. Además todos tenían profetas diferentes. En el pasado, esos grupos religiosos habían luchado encarnizadamente entre sí y habían matado y mutilado a gente inocente para imponer cuál de los profetas era el auténtico. Pero no en nuestro país. En nuestro país, los católicos, los cristianos ortodoxos, los musulmanes y los judíos siempre se habían respetado unos a otros, porque les importaba más la nación que sus diferencias sobre el aspecto de Dios. Entonces llegó el Partido, más gente empezó a leer y a escribir y, cuánto más aprendían sobre el funcionamiento del mundo, más cuenta se daban de que la religión era una ilusión, algo que los ricos y poderosos utilizaban para dar falsas esperanzas a los pobres prometiéndoles felicidad y justicia en otra vida.


ALBANIA


Libre, Lea Ypi, p. 23

Yo recordaba vagamente algo del año anterior que se llamó la «protesta del Muro de Berlín». Habíamos hablado de eso en el colegio y la profesora Nora nos explicó que era debido a la  lucha entre el imperialismo y el revisionismo, y a que cada uno sostenía un espejo frente al otro, pero que ambos espejos estaban rotos. Nada de eso nos afectaba. Con frecuencia, nuestros enemigos intentaban derribar nuestro gobierno y con la misma frecuencia fracasaban. A finales de la década de 1940 nos separarnos de Yugoslavia cuando esta rompió con Stalin. En la década de 1960, cuando Jruschov deshonró el legado de Stalin y nos acusó de un «desviacionismo nacionalista de izquierdas», rompimos las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. A finales de la década de 1970 abandonarnos nuestra alianza con China cuando esta decidió enriquecerse y traicionar la Revolución Cultural. Daba igual. Nos rodeaban enemigos poderosos, pero sabíamos que estábamos en el lado correcto de la historia. Cada vez que nuestros enemigos nos amenazaban, el Partido, apoyado por el pueblo, salía fortalecido. A lo largo de los siglos nos habíamos enfrentado a grandes imperios y le habíamos demostrado al mundo cómo una pequeña nación en el extremo de los Balcanes podía sacar fuerzas para resistir. En aquel momento liderábamos la lucha para lograr la transición más difícil: la de la libertad socialista a la comunista; la de un Estado revolucionario regido por leyes justas a una sociedad sin clases, donde el Estado en sí mismo se iría debilitando.


TV


David Foster Wallace: una biografía, DT Max, p. 129

Desde su punto de vista, la fuerza central en ese entorno inestable era la ubicuidad de la televisión, cosa que ni los escritores de narrativa ni sus profesores habían entendido aún del todo:

“La generación americana nacida después de, pongamos, 1955, es la primera para la que la televisión es algo con lo que se vive, no solo que se ve. Nuestros padres ven el televisor de forma parecida a como las flappers veían el automóvil: una curiosidad convertida en un capricho convertido en seducción. Para nosotros, sus hijos, la televisión es parte de la realidad tanto como los Toyota y los embotellamientos. Bastante literalmente, no podemos «imaginarn la vida sin ella.”

El argumento era algo más que un poco autorreferencial: si había alguien que de verdad no podía imaginar la vida sin la televisión, ese era Wallace. Pero, para él, lo personal se estaba convirtiendo en lo social y en su cosmología la televisión era una fuerza enorme. Una fuerza que ya había conseguido reformular la narrativa al partir los relatos en segmentos breves, apetitosos y reconfortantes. Absolutamente todo, desde nuestros mitos a nuestras relaciones, estaba sucumbiendo bajo este gran dispensador de papilla insustancial.

Wallace creía que los «tres temibles bandos» de la narrativa contemporánea se correspondían con tres formas diferentes de responder a esta fuerza insidíosa. Uno de los bandos lo formaban los jóvenes escritores de moda del brat pack, como Mcinerney y Ellis, quienes, según su definición, practicaban un «nihilismo de Neiman-Marcus, declamado a través de sus zapatos de seis ceros y de su progenie de moral vacía y bronceado artificial». Un segundo bando lo integraban los minimalistas. Caracterizaba su estilo como «Realismo Catatónico, también conocido como Ultraminimalismo, también conocido como Carver en Malo». Y en el tercero entraba más o menos cualquier otro escritor que él hubiera leído alguna vez, especialmente aquellos que sus profesores de Arizona preferían.


EN LA CASA ENCANTADA



David Foster Wallace, DT Max, p. 161

Empezaron las clases. Para ser una primera novela, La escoba había funcionado muy bien, pero Wallace estaba lejos de ser famoso. Para los alumnos de Amherst, era solo otro nombre más en el programa. De hecho, dado que se le había incluido en el último minuto para llenar un hueco en las clases, sabían menos acerca de él que de la mayor parte del resto de los profesores. Los alumnos que aparecieron por su clase se llevaron la sorpresa de encontrarse con un chaval poco mayor que ellos, pertrechado con una carpeta rosa de los Osos Amorosos y una raqueta de tenis. Antes de la primera sesión del seminario, Wallace les había pedido que le enviaran algún ejemplo de las cosas que habían escrito (la admisión a los seminarios en Amherst era muy selectiva). Cuando una de las chicas le preguntó por qué tenía que entregar una muestra de lo bien que escribía para poder ser admitida en una clase en la que aprender a escribir mejor, Wallace reconoció la tautología -y quizá la ansiedad- y le dijo que podía enviarle una lista de la compra. Al final la clase estuvo formada por trece alumnos.

Wallace sabía que si dedicaba mucha energía a las clases no sería capaz de escribir, pero también era consciente de que de todas formas no estaba escribiendo, así que se entregó a la docencia con fervor, cubría los trabajos de los alumnos con páginas de anotaciones,  volcándose por entero en ellas. Enseñar le centraba, le proporcionaba un sentimiento de logro y la seguridad de estar haciendo honor a sus padres, y Wallace lo necesitaba. Sus alumnos se quedaron pasmados con su intensidad.

Wittgenstein


David Foster Wallace, DT Max, p. 76

Más adelante, Wallace vería todas las cuestiones que Wittgenstein le había invitado a plantearse como meros divertimentos trillados. En una entrevista llegaría a tildar a La escoba del sistema de banal, una autobiografía encubierta, «el relato sensible de un joven WASP muy sensible que acaba de atravesar una crisis "de la mediana edad" que le ha llevado desde una matemática analítica fría y cerebral a una aproximación fría y cerebral a la literatura [ ... ] lo que también transformó su terror existencial desde el miedo a no ser más que una calculadora a 36,5 ° C hasta el miedo a no ser más que un constructo lingüístico». 38 Pero en aquel momento, el interés por las implicaciones de las teorías de Wittgenstein estaba muy vivo en éL Después de todo, el segundo Wittgenstein era Wallace sano; el primer Wittgenstein, el autor deprimido.

El manuscrito de ficción y la tesis de filosofía de Wallace se correspondían: ambos indagaban en la cuestión de si el lenguaje describía el mundo o si de alguna manera profunda lo definía o incluso lo alteraba. ¿Responde la comprensión que tenemos de nuestra experiencia a una realidad objetiva o a determinadas limitaciones cognitivas de nuestro interior? ¿Constituye el lenguaje una ventana o una jaula? Por supuesto, con su empeño intelectual, Wallace quería alcanzar un panorama real y veraz, o al menos un espejismo lúdico y benigno. Uno de los ejemplos favoritos del vibrante vínculo existente entre el lenguaje y los objetos que a Wallace y sus amigos les gustaba discutir en su mesa de Valentine Hall era el siguiente: ¿qué parte de una escoba es más importante, el cepillo o el mango? La mayor parte de la gente se decantaría por el cepillo, pero la cuestión depende realmente del uso que quieras darle a la escoba, Si lo que quieres es barrer, entonces sin duda las cerdas son la parte fundamental, pero si tuvieras que romper una ventana, entonces, lo sería el mango.


TRAS LA PANDEMIA


Algún día seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p.273

¿Íbamos a valorar el sistema público sanitario y a demandar que se invirtiera más en él? El gobierno de Madrid, tras salir contundentemente reforzado en las urnas, externaliza servicios y cierra durante el verano cuarenta y un centros de salud. ¿Íbamos a ser más responsables? Hace poco, tras el contagio masivo en Mallorca de estudiantes llegados para celebrar el final  de curso, padres inflamados protestaron en televisiones y radios contra la cuarentena impuesta a sus hijos calificándola de maltrato. ¿Íbamos a ser más cívicos? Todas los años mi calle se convierte en un pestilente urinario durante las fiestas del Orgullo. Pese a la ausencia de visitantes foráneos, este año ha ido a peor. La municipalidad -apresada en el dilema de consentir sin autorizar- no colocó retretes móviles, y la muchedumbre -se diría que envalentonada por las simplistas proclamas electorales legitimadoras de una visión de la libertad que pone el acento en el capricho individual antes que en la razón colectiva- parecía más insumisa que nunca. Pero no nos extrañemos. A esas chicas y chicos dispuestos a bajarse los pantalones en cualquier sitio, desafiando las protestas de vecinos y conserjes, no les estamos dando nada salvo esa pueril rebeldía.


INCIPIT 1.358. MORTALIDAD / CHRISTOPHER HITCHENS



Me he despertado más de una vez sintiendo que me moría. Pero nada me había preparado para la mañana de junio en la que, al recobrar la conciencia, me sentí como si de verdad estuviera encadenado a mi propio cadáver. Toda la cavidad de mi pecho y mi tórax parecía haberse vaciado y después llenado con cemento de secado lento. Me oía respirar débilmente, pero no podía llenar de aire los pulmones. Mi corazón latía demasiado deprisa o demasiado despacio. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, requería premeditación y planificación. Me exigió un esfuerzo extenuante cruzar la habitación de mi hotel de Nueva York y llamar a los servicios de urgencias. Llegaron con gran rapidez y se comportaron con inmensa cortesía


INCIPIT 1.357. DAVID FOSTER WALLACE: UNA BIOGRAFIA / DT MAX


«Llámeme Dave»

Toda historia tiene un principio, y la de David Wallace empieza así. Nació en lthaca, en el estado de Nueva York, el 21 de febrero de 1962. Su padre,James, pertenecía a una familia de profesionales liberales y estaba estudiando un posgrado de filosofía en Cornell. Sally Foster, la madre de David, procedía de un entorno más rural, su padre se dedicaba al cultivo de la patata y su familia estaba repartida entre el estado de Maine y la provincia de New Brunswick, en Canadá. Su abuelo era pastor baptista y había enseñado a leer a Sally con la Biblia. Sally estudió con una beca en un internado y después ingresó en el Mount Holyoke College, donde estudió filología inglesa. Fue presidenta del consejo de alumnos y la primera persona de su familia en obtener una licenciatura.

Dos años después del nacimiento de David,Jim y Sally tuvieron una hija, Amy. Para entonces, la familia se había trasladado a las ciudades gemelas de Champaign-Urbana, en el centro de Illinois, sede de la universidad pública más importante del estado. A la familia no le entusiasmaba la idea de dejar Coruell -a Sally y a Jim les encantaban las formas onduladas del paisaje de la región-, pero el departamento de filosofía de la universidad le había ofrecido un puesto a Wallace y este no pudo rechazarlo. A su llegada, la pareja comprobó con sorpresa lo inhóspita que era su nueva ciudad, considerablemente plana y desapacible. Pero, por fortuna, muy pronto el puesto de Jim tuvo posibilidades de convertirse en una plaza de profesor titular, Sally volvió a la universidad para estudiar un máster en filología inglesa y en 1969 la familia terminó instalándose definitivamente en Urbana con la compra de una casita amarilla de dos plantas


RELATOS DEL HIJO


Algún día seré recuerdo, Marcos Giral Torrente, p. 216

A veces sucede que gente con la que coincidimos brevemente y a la que no volveremos a ver nos sorprende con un pensamiento que se nos queda grabado. Desde que en 2010 publiqué un libro acerca de la relación que tuve con  mi padre, se me ha acercado mucha gente a contarme su historia. «¿Sabe? Cada padre es un mundo y al final la huella de casi todos se parece», me dijo una vez un viejo de ojos azules en la feria del libro. «Se lo digo yo, que apenas conocí al mío. Dos veces lo visité en la cárcel de Carabanchel y ya me bastaron.»

El ensayista italiano Massimo Recalcati opone al archiconocido y freudiano complejo de Edipo (el del hijo que busca destituir la autoridad del padre) el que él bautiza como complejo de Telémaco, a saber, el del hijo que persigue lo contrario: restaurar la autoridad paterna. Telémaco -recordemos- es el hijo de Ulises que en la Odisea homérica se consume en la espera del padre desaparecido tras la guerra de Troya, mientras que Edipo, en las dos tragedias de Sófocles, es el hijo del rey de Tebas que, sin conocer su relación filial con ellos, mata a su padre y yace luego con su madre. Recalcati, en su libro titulado precisamente El complejo de Telémaco, se sirve de la figura de Telémaco para analizar la pérdida de autoridad paterna en la  sociedad contemporánea: padres cómplices, padres ausentes, padres superados por el empuje de los tiempos, padres sin ascendente, alejados del rol tradicional. Más allá de ese propósito, que encara -hay que subrayarlo- sin añoranza, su distinción entre Telémaco y Edipo condensa los dos extremos entre los que orbita, diríamos, la relación padre/hijo.


JAVIER


Algún día seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p. 164

No hay un comienzo, una primera imagen. Al menos desde finales de los años setenta, Javier siempre estuvo. En la conversación de mi madre, de quien fue amigo antes que mío, y en alguna fiesta celebrada en casa cuando yo aún recibía en pijama y me retiraba tras saludar. En la década siguiente, la de mi adolescencia, su presencia se acrecentó gracias a que mi madre se aficionó a llevarme de acompañante en inauguraciones y presentaciones de libros, sin excluir las cenas y copas improvisadas que surgían luego. Noches de Chicote y de El Universal y de El Hispano, madrugadas de Bocaccio y de la calle Pisuerga, que era donde Juan Benet tenía su casa y adonde íbamos a parar con frecuencia. Fueron años viajeros para Javier, en los que vivió en Estados Unidos o en Oxford o en Venecia durante largas temporadas, pero en los cuales, cuando regresaba a Madrid, salía a la calle con hambre de reencuentros. No me ignoraba. Era de ese tipo de adultos que tratan a los niños como si no lo fueran. Su modo de relacionarse se asemejaba al de Benet: la ironía rápida o concienzudamente morosa, el humor, la conversación irreverente, la calidez.

1987 es el año en el que recuerdo haber conversado con él, por primera vez largo y tendido. Estábamos en la discoteca Pachá, se me ha olvidado el motivo. Acababa de leer El hombre sentimental y se lo dije. Hablamos de Thomas Bernhard y de Elias Canetti.


TORRENTES


Algún día seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p. 38

Mi abuelo materno guardaba en su casa una docena larga de teteras de porcelana que conformaban una pequeña colección, se enorgullecía de contar en su ajuar doméstico con algunos muebles antiguos de noble factura y había tramado un tejido de leyendas en torno a dos retratos decimonónicos adquiridos por él a principios de los años cincuenta del siglo pasado, el anónimo de un marino de ademán severo, pintado con más voluntad que oficio, y uno del marqués de Pontejos que atribuía a Esquivel. Ninguna de esas piezas era tan valiosa como para merecer un destino diferente, como mucho el de adornar las salas de un abigarrado museo pueblerino, y, de hecho, nunca dejé de ver en el aprecio de mi abuelo por ellas una consecuencia de su origen social, modesto pero con esa hipertrofiada conciencia de sí característica de las familias que, aferradas a lejanas hidalguías, creen ser más de lo que representan.

Mi padre, que provenía de una familia urbana con una memoria más reciente de su decadencia, valoraba, como él, los objetos y los muebles. Con una diferencia: si para mi abuelo constituían una suerte de espejo que reflejaba una idea de sí mismo ligada al linaje, mi padre los hacía suyos a la manera de un caprichoso puzle en construcción que refería las mudanzas de su personalidad. Le gustaba descubrirlos en mercadillos y galerías, hacerse con ellos. Algunos, porque condensaban facetas perdurables de sí mismo, resistieron al tiempo, pero la mayoría, agotada su capacidad de seducción, eran vendidos para conseguir otros o, muy a menudo, para atenuar algún bache económico. Ambas herencias, la de mi abuelo y la de mi padre, convergieron en mí y durante años me convirtieron en un monstruo. Cuando otros niños codiciaban bates de béisbol y bicicletas, yo me soñaba arqueólogo y perseguía en almonedas lacrimales romanos y huacas precolombinas; años después, mientras mis compañeros de universidad ambicionaban su primer coche, yo recorría los pasillos de ARCO pensando en cómo hacerme con las 100.000 pesetas -hoy ridículas- que costaba una litografía de Bacon.


LA ESCOBA DEL SISTEMA


David Foster Wallace: una biografía, DT Mx, p. 79

Wallace tenía una mente técnica y en La escoba puso en práctica todo un programa de ingeniería inversa con las novelas posmodernas que más le habían gustado. La influencia de Pynchon tiene una presencia abrumadora: a él se deben los nombres, el ambiente de paranoia soterrada y la imagen de América como una tierra tóxica, saturada por los medios de comunicación y por la cultura del entretenimiento. El tono plano y en eco de los diálogos lo tomó de Don DeLillo, cuyas novelas había estado leyendo mientras trabajaba en el libro. (Una noche, un amigo que trabajaba a tiempo parcial como guardia de seguridad en Amherst se lo encontró leyendo en su centralita, intentando desgranar Ratner's Star.) De Nabókov, quien a su vez fue profesor de Pynchon, parece haber tomado prestada su forma minuciosa y flirteante de evaluar a las mujeres. El fárrago de formas literarias -unas historias dentro de otras historias, actas de reuniones, hojas de registro de tareas, popurrís de canciones rock y escenas descabelladas- refleja también la influencia de Pynchon y de otros autores posmodernos como Barthelme y John Barth. Cuando Lenore señala que East Corinth, la zona suburbana de Cleveland en la que reside, está construida de forma que, vista desde el aire, forme el perfil de Jayne Mansfield, resulta difícil no pensar en la primera vez que Edipa Maas  ve San Narciso, la ciudad imaginaria cercana a Los Ángeles que, medita, parece el circuito electrónico de un transistor, con esa “orientación comunicativa”.


DF WALLACE


David Foster Wallace: una biografía, DT Max, p. 17

En El rey pálido, la novela que terminaría por derrotar a Wallace, hay un estudiante universitario que ve la televisión sin parar (Wallace también era adicto a la televisión). Cada día, este personaje -que tiene el nombre de Fogle- permanece sentado con desidia frente al televisor y escucha la frase «Están viendo As the World Turns» (Mientras el mundo gira) hasta que cae en la cuenta de que ese anuncio de un culebrón estadounidense está tratando de decirle algo. Tú eres responsable de hacer que tu vida tenga sentido. Nadie puede ayudarte, solo tú mismo. Wallace era consciente de lo fácil que es, en la era moderna, limitarse a observar cómo gira el mundo. Durante sus episodios de depresiones y adicciones, él era así. Era un punto de vista que le resultaba connatural, pero también una característica de sí mismo que odiaba. Y lo que nos atrae de él es el valor que demostró en su lucha por levantarse de esa silla, por correr más deprisa que el mundo mientras éste gira. Al final, nos identificamos con Wallace no porque venga del mismo sitio que nosotros, sino porque insinúa un camino para llegar a otra parte. No porque encontrara las respuestas, sino porque nunca dudó que hacer las preguntas siguiera mereciendo la pena. A pesar de todos los momentos de oscuridad que  hubo en su vida, este producto del Medio Oeste americano: esperanzado, vulnerable, enérgico, irascible, desesperado, optimista y tímido, nunca dejó de ser una versión más pura de nosotros mismos.


INCIPIT 1.356. CARTAS ESCOGIDAS / MARCEL PROUST


l. SU FAMILIA. SU MADRE

I. A SU MADRE

Sábado por la noche [6 de diciembre de 1902]

Mi querida mamá:

Como no puedo hablar contigo te escribo para decirte que no te entiendo. Tú sabes o intuyes que me paso todas las noches desde que he vuelto llorando, no sin motivo, pero todo el santo día me dices cosas como: «Esta noche no he podido pegar ojo porque los criados no se han acostado hasta las once». ¡ Ya quisiera yo que fuera eso lo que me impidiera dormir! Hoy he cometido el error, presa de un ahogo por el asma, de llamar por el timbre a Marie (para que me trajera los inhaladores), que acababa de decirme que había terminado de almorzar, y tú me has castigado al momento dejando que, en cuanto me he tomado mi Trional, se pusieran a dar martillazos y voceasen todo el santo día. Por tu culpa, cuando ha venido el pobre Fénelon con Lauris, me encontraba en tal estado de nerviosismo que ha bastado que me dijera una simple palabra, muy desagradable, debo decir, para que me abalanzara a puñetazos sobre él (sobre Fénelon, no sobre Lauris) y sin saber ya lo que hacía le cogiese el sombrero nuevo que acababa de comprarse, lo pisoteara y a continuación le arrancara el forro. Como podrías creer que exagero añado a esta carta un trozo del forro para que veas que es cierto. Pero no lo tires, porque te pediré que me lo devuelvas por si todavía pudiera resultarle útil. Por supuesto, si ves a Fénelon ni palabra sobre el particular. Por lo demás, menos mal que esto me ha pasado con un amigo, porque si en ese momento papá o tú me hubierais dicho algo desagradable, seguramente no habría hecho nada


INICXPIT 1.355. V13 / EMMANUEL CARRERE


EL PRIMER DÍA

El retorno

8 de septiembre de 2021, a mediodía. lle de la Cité, con una fuerte protección policial. Somos varios cientos los que cruzamos por primera vez estos detectores de metales que franquearemos todos los días durante un año. Hay muchas probabilidades de que a ese policía al que saludarnos le demos los buenos días con frecuencia. Las caras de esos abogados con su credencial con cordón negro, las de esos periodistas con el cordón naranja o las de las víctimas  con el verde o rojo se volverán familiares. Algunos van a convertirse en amigos: el grupito de gente con el que vamos a hacer la travesía, a intercambiar notas e impresiones, a turnarnos cuando la jornada sea demasiado larga o a ir a tomar un trago, tarde, en la brasserie Les Deux Palais cuando haya sido excesivamente fatigosa. La pregunta que nos hacemos todos: ¿vas a venir todo el tiempo? ¿A menudo? ¿Cómo te organizas el resto de la vida? ¿La familia? ¿Los hijos? Sabemos ya que algunos solo vendrán de vez en cuando, los días previsiblemente más intensos. Otros han prometido venir todos los días, vivir tanto los momentos álgidos como los bajos. Yo soy uno de ellos. ¿Aguantaré el desafío?


La invasión de los ladrones de cuerpos


V13, Emmanuel Carrère, p. 135

Los que seguimos el juicio ya empleamos el término como si fuera algo que conociéramos de toda la vida. Algunos abogados abusan de la expresión. En vez de decir «mentira» dicen taqiyya, que es más fino. Sin embargo, la taqiyya no es exactamente lo mismo que la práctica totalmente habitual de que un acusado mienta al juez de instrucción. Históricamente, la taqiyya es el fingimiento que practica el creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día, Así lo hacían los musulmanes y los chiitas bajo los califas abasidas del siglo VIII, y los musulmanes y los judíos marranos en la España católica del siglo XV. Los yihadistas de hoy, que se mueven como submarinos en una sociedad a la que odian y que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel. Para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de rezar sin molestar a nadie, en el respeto del pacto republicano. La taqiyya es un poderoso motor de paranoia que angustia las noches de jueces y policías antiterroristas: tener un aspecto inofensivo, o sinceramente arrepentido, ¿no constituye la prueba de que eres monstruosamente peligroso? Es como en la vieja película de ciencia ficción de los años cincuenta La invasión de los ladrones de cuerpos, donde extraterrestres maléficos toman posesión, uno tras otro, de los habitantes de una aldea pacífica. Nada permite distinguir a los verdaderos terrícolas, si aún quedan, de quienes los han reemplazado. Detrás del rostro familiar de tu vecino puede esconderse un frío monstruo. En su versión rigorista, el islam prohíbe tomar alcohol, fumar, jugar en un casino, perseguir faldas, escuchar música. ¿Qué hará, para dar el pego, un yihadista que se apresta a actuar? Tomar alcohol, fumar, jugar en el casino, perseguir faldas, escuchar música, como los kamikazes del 11 de septiembre o, en  nuestro caso, como Salah Abdeslam.


El misterio del bien


V13, Emmanuel Carrère, p. 59

La culpa que reconcome a quienes sobrevivieron es por haber sobrevivido: ¿por qué ellos han muerto, por qué yo estoy vivo? Para algunos, la culpa se ha encarnado. Tiene una cara que les obsesiona. La cara de alguien que pedía ayuda, al que quizá podrían haber socorrido y no socorrieron. Ya fuera porque había otra persona a la que auxiliar, alguien querido, alguien que era prioritario. Ya fuese por salvar la piel, porque lo primero era salvarse uno mismo. Los que actuaron así no se lo perdonan. Algunos lo expresan con palabras desgarradoras. Los demás los perdonan, dicen que es algo normal, humano. Se aferran también a que es sabido que muchos actuaron bien, y a menudo más que bien, más allá de lo que exige la conciencia. Las historias de naufragios, de catástrofes, de sálvese quien pueda, suelen revelar lo peor del ser humano. La cobardía, el cada uno a lo suyo, la lucha a muerte por un puesto en los botes salvavidas del Titanic. Aquí, apenas. A menos que imaginemos que entre los supervivientes del Bataclan hayan elaborado, más o menos conscientemente, una ficción colectiva de nobleza y de fraternidad -lo cual es posible-, impresionan, testimonio a testimonio, los ejemplos de ayuda mutua, de solidaridad, de valentía.


PROUST


Cartas escogidas, Marcel Proust, p. 151

55. A NATHÉ WEIL

Jueves por la noche [17 de mayo de I888]

Mi querido abuelito:

Acabo de reclamar de tu gentileza la suma de trece francos que quería pedirle al señor Nathan, pero mamá prefiere que te los pida a ti. La razón es la siguiente: necesitaba tanto ver a una mujer para acabar con mis malos hábitos masturbatorios que papá me dio diez francos para que fuera a un burdel. Pero 1.º: en mi estado emocional rompí un orinal, tres francos; 2º : en este mismo estado emocional no he podido joder. Aquí me tienes, pues, como antes, esperando a cada hora otros diez francos para aliviarme, además de los tres francos por el orinal. Pero como no me atrevo a volver a pedir tan pronto dinero a papá, confiaba en que tú tendrías a bien socorrerme en esta circunstancia que, como sabes, no es sólo excepcional sino también única: no sucede dos veces en la vida estar demasiado turbado para poder joder.

Te abrazo mil veces y no me atrevo a darte las gracias por adelantado.

Pasaré mañana a las once por tu casa. Si mi situación te ha conmovido y te rindes a mis ruegos espero encontrarte a ti o a un intermediario encargado de entregarme esa cantidad. En todo caso, gracias, pues tu decisión se deberá sin duda a tu cariño por mí.


BATACLAN


V13, Emmanuel Carrère, p. 58

ENMARAÑADOS

Pisotear, que te pisoteen

La sala Bataclan puede acoger a 1.498 personas, y aquella noche estaba abarrotada. En la pista había cerca de mil espectadores. Estaban de pie, muy apretujados. Cuando se lanzaron al suelo con la esperanza de escapar de las primeras ráfagas, no cayeron unos junto a otros, sino unos sobre otros. Voluntaria o involuntariamente, los de encima protegieron a los de abajo. V arios de los que se encontraban debajo han hablado del líquido caliente y pegajoso que fluía sobre ellos sin que comprendieran de inmediato que era sangre. Un superviviente habla de varias capas de cadáveres. Todo se mezclaba, se enmarañaba: este adjetivo, enmarañados, aparece a menudo. Una superviviente dice que, cuando los asesinos pararon para recargar sus armas, ella quiso levantarse para huir y se apoyó en el suelo con las manos. Pero el suelo debajo de sus manos estaba blando: no se apoyaba en el suelo, sino en personas, y ya no eran personas, sino cuerpos. En los movimientos desordenados hacia las salidas, unos se vieron obligados a pisotear a los demás al intentar sortearlos por encima. Una mujer de entre los supervivientes dijo que lo peor para ella fue eso: que la pisoteasen. Otros dicen que lo peor para ellos fue haber pisoteado.


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