Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

VIRGINIA SNOB

Momentos de vida VWoolf, p. 268
He cenado con H. G. Wells, en compañía de Bernard Shaw, Arnold Bennett y Granville Barker, y sólo me sentí como una vieja fregona limpiando peldaño tras peldaño, subiendo y subiendo una interminable escalinata.
En consecuencia, he llegado a la conclusión de que no sólo soy una snob de escudos heráldicos, sino también una snob de salones esplendentes, una snob de fiestas sociales. Cualquier grupo de personas, si van bien vestidas y son socialmente brillantes y desconocidas, me produce estos efectos; lanza al aire chorros de polvillo de oro y diamantes que, creo, oscurecen la sólida verdad. He aquí otra carta que quizás arroje más luz sobre otros aspectos del problema.

Seguramente hace unos doce años, por cuanto aún vivíamos en Richmond, recibí una de esas volanderas misivas que, ahora, todos conocemos tan bien -una hoja amarilla sobre la que una mano traza algo parecido a una espiral borracha que, por fin, se retuerce sobre sí misma, formando un garabato que dice Sibyl Colefax. "Sería para mí un placer", decía la nota, '"que viniera a tomar el té" -aquí venían una serie de días pertinentes- "para conocer a Paul Valéry." Como sea que siempre he sido presentada a Paul Valéry o a su equivalente, desde que tengo memoria, una invitación a tomar el té para ser presentada a él por una Sibyl Colefax a quien no conocía -nunca nos habían presentado-no me atraía. Y, caso de que me hubiera atraído, la atracción hubiese quedado contrarrestada por una característica mía que me da cierta vergüenza mencionar; mí complejo de vestidos; mi complejo, especialmente, de sujetador. Odio ir mal vestida, pero también odio comprar vestidos. Y odio de manera especial comprar sujetadores. Creo que ello se debe, en parte, a que, para comprar sujetadores, hay que visitar el más íntimo cuartito situado en el corazón de la tienda y quedarse en viso. Mujeres vestidas de reluciente satén negro espían y sueltan risitas. Sea lo que fuere lo que esta confesión revela, que sospecho será algo deshonroso, lo cierto es que me siento muy intimidada cuando me encuentro en viso ante personas de mi mismo sexo. Pero en aquellos tiempos, hace doce años, se llevaban las faldas cortas; las medias tenían que ser impecables; mis sujetadores estaban viejos; y no tenía valor para comprarme otro par- por no hablar ya del sombrero y el abrigo. Por esto dije: "No, no iré a conocer a Paul Valéry." Entonces recibí un diluvio de invitaciones; no puedo recordar a cuántos tés fui invitada; por fin, la situación llegó a ser desesperada; me vi obligada a comprar sujetadores; y acepté -digamos la decimoquinta- invitación a Argyll House. En esta ocasión para ser presentada a Arnold Bennett.

LOS WOOLF

Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 284
Empecé la vida con un tremendo, absurdo, ideal de matrimonio; después, mi visión de pájaro de muchos matrimonios me disgustó, y pensé debía ir pidiendo lo imposible. Pero también esto ha pasado, y ahora sólo pido alguien que suscite en mí la pasión, y me casaré con él.
Pero, ¿podía Leonard suscitar en ella una «pasión»? Virginia tenía serias dudas sobre el particular. Sin embargo, se había ganado algo: ella estaba ansiosa de darle a él todas las oportunidades para conseguirlo. Cuando volvió a Brunswick Square, él era su vecino. Empezó a conocerlo a fondo y pudo comprender cuán admirablemente su carácter congeniaba con el suyo. Leonard tenía la eminencia intelectual que previamente sólo había encontrado en Lytton, y acompañada de una fuerza que Lytton, en verdad, no poseía. Leonard era también escritor, y le había dicho a Virginia, después de leer algunos de sus manuscritos, que algún día ella «podría escribir algo avasalladoramente bueno». Todas las mañanas, en Brunswick Square, uno y otro se ponían a escribir quinientas palabras: era un programa acordado. Y, cuando estaba hecha la tarea, eran libres: podían almorzar juntos o deambular por la plaza para sentarse bajo la sombra de los árboles y encontrar un placer nuevo en la mutua compañía. Cuanto más lo trataba, más le quería, y lo grato de su relación pudo muy bien aumentar por el hecho de que Vanessa, Clive y Roger se encontraran en Italia. Era una ventaja no estar a la vista de aquellos burlones espectadores. Desde Italia, Vanessa escribió: «Espero que no estés demasiado preocupada por el asunto Leonard. En tu lugar, dejaría que las cosas se hicieran solas y vería qué pasa. Es seguro que acabará bien.»

Y acabó bien. A medida que su intimidad progresaba, los miedos de Virginia se diluyeron, creció su confianza, sus sentimientos por Leonard se hicieron más definidos y al fin, el 29 de mayo, pudo decirle que le amaba y que quería casarse con él. Fue la decisión más inteligente de su vida.
(En la imagen, con Flush)

LEONARD WOOLF

Virginia Woolf, Quenton Bell, p. 276
11 de enero de 1912
Mi querida Virginia, debo escribirte antes de meterme en cama y poder, creo, pensar con mayor calma.
No tengo un recuerdo demasiado preciso de lo que realmente te he dicho esta tarde, pero estoy seguro que sabes a qué vine, quiero decir, no meramente que yo estaba enamorado de ti, sino que esto junto con la incertidumbre hacen que uno haga este tipo de cosas. Quizás obré mal, puesto que, hasta esta semana, siempre tuve intención de no hablarte de ello sin estar antes seguro de que estabas enamorada de mí y te casarías conmigo. Pensaba que tú me apreciabas, pero que esto era todo. Nunca llegué a darme cuenta de lo mucho que te amaba, hasta el momento en que hablamos de mi vuelta a Ceilán. Después de esto, no pude pensar en nada más que en ti. Me encuentro en un estado de desvalida incertidumbre, sin saber si me amas, si podrás llegar a amarme algún día, o simplemente a apreciarme. Dios mío, espero no tener que pasar nunca más unos momentos como los que he pasado hasta telegrafiarte. Primero te escribí pidiéndote hablar contigo el próximo lunes, pero luego me di cuenta de que me volvería loco si esperaba hasta entonces para verte. Por esto telegrafié. Sabía que me dirías con exactitud lo que sientes. Te comportaste exactamente como yo esperaba que lo harías, y, si antes no hubiera estado enamorado de ti, lo estaría ahora. No es, no es en absoluto, meramente porque eres tan bella –aunque sin duda es una razón importante y así debe ser- que yo te amo: es tu mente y tu carácter, nunca he conocido a nadie como tú. ¿Lo creerás?
Ahora haré lo que tú quieras que haga. No creo que quieras que me aparte de ti, pero si es así, lo haré de inmediato. Si no, no veo razón para que no sigamos como antes -creo que puedo- y luego, si ves que puedes llegar a amarme, me lo dirás.

Dios mío, veo el riesgo de casarse con cualquiera y ciertamente conmigo. Soy egoísta, celoso, cruel, lujurioso, embustero y, probablemente, muchas cosas más. Me he dicho a mí mismo una y otra vez que nunca me casaría con nadie por estos motivos, sobre todo porque creo que nunca podría controlar estos defectos en presencia de una mujer que fuera inferior a mí, y que me enfurecería gradualmente con su inferioridad y sumisión ... Debido a que tú no eres así, el riesgo es infinitamente menor. Puedes ser vana, egoísta e infiel, como dijiste, pero no es nada comparado con tus cualidades, con tu inteligencia magnífica, tu agudeza, tu belleza, tu sinceridad. A fin de cuentas, nos gustamos mutuamente, amamos el mismo tipo de cosas y de gente, ambos somos inteligentes y, por encima de todo, son las realidades lo que  comprendemos y lo que nos importa ...
(En la imagen, Leonard por Roger Fry)

INCIPIT 921. VIRGINIA WOOLF / QUENTIN BELL

1882

Virginia Woolf era una Miss Stephen. Los Stephen emergen de la oscuridad a mediados del siglo dieciocho. Eran granjeros, mercaderes y receptores de contrabando en Aberdeenshire. Prácticamente no se sabe nada de James Stephen de Ardenbraught, salvo que murió hacia 1750, dejando siete hijos varones y dos hijas. Siguiendo la tradición de su raza, la mayoría de los hijos surcaron los mares en busca de fortuna. Uno de ellos, William Stephen, se afincó en las Indias Occidentales y prosperó en el desagradable comercio de comprar esclavos enfermizos y curarlos lo suficiente para que pudieran venderse. Otro, James, llegó a ser mercader y naufragó en la costa de Dorset. Era un hombre de estatura hercúlea, que se salvó a sí mismo y a cuatro compañeros gracias a su propio esfuerzo y a una petaca de coñac. Era de noche y rugía la tormenta, pero escalaron un acantilado que parecía imposible de escalar y se encontraron en la Isla de Purbeck. Aquí Mr. Milner, el recaudador de aduanas, le socorrió y hospedó, y James llevó el asunto con tanta habilidad que consiguió, no sólo la mayor parte del cargamento del buque, sino también el corazón de Miss Sibella Milner, con quien se casó secretamente.

LYTTON STRACHEY

Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 218
El 17 de febrero de 1909, Lytton se presentó en el 29 de Fitzroy Square, se declaró a Virginia y fue aceptado.
En el momento mismo de declararse, Lytton se dio cuenta de que la idea, una idea que había estado meditando durante cierto tiempo y que consideró como una solución a los problemas de su vida privada extremadamente complicada, en realidad no era ninguna solución. Descubrió que le alarmaba el sexo y la virginidad de ella, y le horrorizaba la idea de que ella le besara. Percibió que su imaginado «paraíso de paz matrimonial» era una imposibilidad, no iba a resultar bien en absoluto. Le horrorizaba la situación en la que se había metido, y mucho más porque creía que ella le amaba.
Virginia percibió algo de esto y con tacto cordial le ayudó a escapar. Después de un segundo encuentro, en el que él finalmente declaró que no podía casarse con ella, mientras que ella le aseguraba que no lo amaba, proyectaron juntos un pacífico desenlace.

Para Lytton esto fue, quizás, el fin del asunto. Debió ser totalmente consciente de la naturaleza de sus sentimientos, y es difícil suponer que pudiera de nuevo pensar en semejante boda.Pero para Virginia era distinto. Aunque debió darse cuenta de que las probabilidades eran remotas, aún consideró la posibilidad de casarse con él. Le había dicho a Lytton que no estaba enamorada de él, y creo que no lo estaba. Podía aceptar su personalidad, pero no, cuando llegaba el momento decisivo, su persona. Siempre había sido, Virginia, como más tarde admitió, cobarde en materias sexuales, y su única experiencia de la sensualidad masculina había sido horrible y desagradable. Sin embargo quería casarse: tenía veintisiete años, estaba cansada de su soltería, muy cansada de vivir con Adrian, y apreciaba mucho a Lytton. Necesitaba un marido cuya inteligencia pudiera respetar; valoraba, por encima de todo, la eminencia intelectual y, a este respecto, aún no había aparecido ningún rival. La homosexualidad de Lytton podía muy bien ser una fuente de tranquilidad; como marido, no sería sexualmente exigente y una unión con él, casi fraterna en carácter, podía crecer gradualmente hasta llegar a ser algo real, sólido y profundamente afectuoso.

BLOOMSBURY

Virginia Woolf, Quentin Bell, p. 241
1910 - junio de 1912
En la mañana del 10 de febrero de 1910, Virginia, con cinco compañeros, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el tren a Weymouth. Llevaba un turbante, una bella cadena de oro hasta la cintura y un caftán bordado. Su cara era negra. Ostentaba atractivos bigote y barba. De los otros miembros del grupo, tres -Duncan Grant, Anthony Buxton y Guy Ridley- estaban disfrazados más o menos de la misma manera. Adrian estaba allí, con una barba y un sombrero hongo mal ajustado, por lo que parecía, como él mismo dijo, «Un infeliz viajante de comercio», mientras que el sexto componente (y líder) del grupo, Horace Cole, iba vestido convincentemente como un oficial del Foreign Office.
El objeto de su excursión era burlarse de la marina británica, atravesar sus medidas de seguridad y disfrutar de un recorrido en un buque de la armada, el más formidable, el más moderno y el más secreto buque de guerra entonces a flote: el H.M.S. Dreadnought.

Virginia entró casi por accidente a formar parte de esta burla insolente y preparada a medias. Había sido concebida por Adrian y por Horace Cole. Cole era en realidad el principal responsable. Era un joven rico y en muchos aspectos poco razonable, autor de muchas bromas, que había hecho amistad con Adrian en Cambridge. La más espectacular de sus jugarretas había sido una ceremoniosa visita a Cambridge del Sultán de Zanzíbar, o más exactamente de su tío, personificado por Cole, junto con tres miembros de su escolta (uno de los cuales era Adrian) y un intérprete. Fueron recibidos con toda formalidad en las casas consistoriales por el alcalde, presidieron un bazar de caridad, les enseñaron los principales colleges, y los acompañaron a la estación. Cole informó al periódico Daily Mail, que publicó el suceso, por lo que el alcalde se molestó y pidió al vicerrector de la universidad que expulsara a los culpables. Pero la cosa no tuvo consecuencias serias.
(Virginia es la de la izquierda)

DUNCAN GRANT

Momentos de vida, V Woolf, p. 251
Y en cierto momento comenzamos a tratar a una figura con aspecto de fauno, que siempre estaba subiéndose las ropas, parpadeando y tartamudeando de extraña manera cuando, en el curso de sus frases, tenía que pronunciar una palabra larga. Uno o dos años antes, Adrian y yo estábamos ante un cuadro dorado y negro, en el Louvre, cuando una voz dijo: "¿Es usted Adrian Stephen? Yo soy Duncan Grant." Ahora, Duncan comenzó a frecuentar el escenario de Bloomsbury. No sé cómo vivía. No tenía ni un céntimo. El tío Trevor aseguraba que estaba loco. Vivía en un estudio en Fitzroy Square, con una borracha mujer de la limpieza, llamada Filmer, y con un clérigo que asustaba a las muchachas en la calle haciéndoles muecas. Duncan era excelente amigo de Jos dos. Sus amigos le proporcionaban prendas de vestir, que siempre mostraban tendencia a deslizarse hacia el suelo.  Nos pedía prestadas piezas de porcelana para pintarlas y los viejos pantalones de mi padre para ir a fiestas y reuniones. Rompía la porcelana, y dejó los pantalones destrozados al saltar al Cam para rescatar a un niño a quien la amarra de la barca de Walter Lamb, la "Aholibah", arrastró a las aguas del río. Nuestra cocinera, Sophie, le llamaba "ese señor Grant", y se quejaba de que, una vez más, Duncan, comportándose como una rata, le había quitado cosas de la despensa. Pero al fin Sophie quedó conquistada por el encanto de Grant. Parecía que la brisa impulsara a Grant, vagamente, de un lado para otro, pero Grant aterrizaba siempre, con exactitud, en el lugar que quería.

VANESSA BELL

Momentos de vida, Virginia Woolf, p. 21
A Vanessa y a mí, estas conversaciones nos producían, probablemente, el mismo placer que experimentan los estudiantes universitarios cuando hacen amigos por primera vez. En el mundo de los Booth y de los Maxse no se nos pedía que utilizáramos gran cosa nuestro cerebro. Aquí, sólo el cerebro empleábamos. Parte del encanto de aquellas veladas del jueves radicaba en que eran pasmosamente abstractas. No se trataba solamente de que Principia Ethica de Moore nos hubiera impulsado a todos a hablar de filosofía, arte, religión, sino de que el ambiente -a pesar de que Hawtrey no aceptara esta palabra- era en extremo abstracto. Los muchachos a quienes he mencionado carecían en absoluto de "modales", en el sentido que a esta palabra se daba en Hyde Park Gate. Sometían a crítica nuestras argumentaciones con la misma severidad que las suyas. No parecían darse cuenta de la manera en que íbamos vestidas o de si nuestro aspecto era agradable o no. Aquella tremenda carga de la apariencia que George había puesto sobre nosotras en nuestros primeros años había desaparecido. Una ya no tenía que soportar aquella terrible inquisición, después de una fiesta, y escuchar palabras tales como "estabas linda". O "estabas vulgar". O "realmente tienes que aprender a peinarte". O "esfuérzate en no presentar ese aspecto de aburrimiento cuando bailas". O "hiciste una conquista" o "verdaderamente, has fracasado".

GEORGE MALLORY

Momentos de vida, Virginia Woolf, p. 249
De repente se abrió la puerta y la larga y siniestra figura del señor Lytton Strachey quedó detenida bajo el dintel. Señaló con el dedo una mancha en el blanco vestido de Vanessa.
"¿Semen?", dijo.

¿Es que realmente se puede decir una cosa así? Todos nos echamos a reír. Una sola palabra abatió todas las barreras de reticencia y reserva. Pareció que un torrente del sagrado fluido nos arrastrara a todos. La sexualidad empapó nuestra conversación. La palabra sodomita nunca estaba lejos de mis labios. Discutimos sobre el acto de copular con la misma excitación y franqueza con que habíamos disentido la naturaleza del bien. Era extraño recordar cuán reticentes y cuán reservados habíamos sido, y durante cuán largo tiempo. Ahora nos maravillaba que, hasta el año 1908 ó 1909, Clive se hubiera ruborizado, como también yo me ruboricé, cuando, yendo a bordo de un expreso francés, le dije que me dejara pasar para ir al retrete. Ni siquiera había soñado en preguntarle a Vanessa qué pasó en la noche de bodas. Thoby y Adrian hubieran preferido la muerte a explicar las aventuras amorosas de sus compañeros de estudios. Y mientras todos los temas intelectuales se discutían con gran libertad, la sexualidad ni siquiera se mencionaba. Ahora, un chorro de luz iluminó también este tema. Lo sabíamos todo, pero nada habíamos dicho al respecto. Ahora no hablábamos de otra cosa. Escuchábamos con absorto interés relatos de las relaciones amorosas de los sodomitas. Seguíamos los altibajos de sus arlequinadas historias; Vanessa, con simpatía; yo -acaso no había escrito, en 1905, que las mujeres son mucho más divertidas que los hombres-, frívolamente, riendo. Vanessa decía: "Norton me ha dicho que James está desesperado. Rupert se ha acostado dos veces con Hobhouse", y yo complementaba las historias de Vanessa con otra información de cotilleo, igualmente excitante, acerca de un divino estudiante con la cabeza de un dios griego -aunque con mala dentadura, por desdicha- llamado George Mallory.
(En la imagen George Mallory por Duncan Grant)

INCIPIT 920. MOMENTOS DE VIDA / VIRGINIA WOOLF

Tu madre nació en 1879, y supongo que transcurrieron seis años antes de que me enterase de que era mi hermana, por lo que nada puedo decir de dichos años 1. El mejor testimonio de su apariencia es una fotografía, y, en este caso, la cara también revela grandemente su carácter. Ves la suave, ensoñada y casi melancólica expresión de los ojos, y no seria fantasía añadir que en ellos había también una especie de indagación y rechazo, como si, ya entonces, considerara la cosa que estuviera mirando, y no siempre encontrase en ella lo que necesitaba. Pero serÍa ciertamente fantástico imaginar que, a su edad, esto fuera algo más que subconsciente. Por lo demás, cualquier madre que le mirara la cara hubiera sentido que el corazón le daba un vuelco, al ver lo mucho que la hija prometía, por cuanto iba a ser de gran belleza. Y, en este caso, la madre hubiera sentido, asimismo, tierna alegría en su interior, y también clara alegría, por cuanto la hija prometía ya ser honesta y afectuosa. 

1 Tu madre es, naturalmente, Vanessa, la madre de Julian Bell.Las tres criaturitas a las que Vanessa cuida son sus hermanos menores, dos chicos y una chica: Thoby, Virginia y Adrian.

INCIPIT 919. ANGELUS NOVUS / WALTER BENJAMIN

Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades. A tales lectores se dirige el poema inicial de las Fleurs du mal. Con la fuerza de voluntad de éstos, así como con su capacidad de concentración, no se va lejos; tales lectores prefieren los placeres sensibles y están entregados al spleen, que anula el interés y la receptividad. Causa sorpresa encontrar un lírico que se dirija a semejante público, el más ingrato. En seguida se presenta una explicación: Baudelaire deseaba ser comprendido, dedica su libro a quienes se le asemejan. La poesía dedicada al lector termina apostrofando a éste: «Hypocrite lecteur, - mon semblable, - mon frere!» Pero la relación resulta más fecunda en consecuencias si se la invierte y se dice: Baudelaire ha escrito un libro que tenía de entrada escasas perspectivas de éxito inmediato. Confiaba en un lector del tipo del descrito en el poema inicial. Y se ha comprobado que su mirada era de gran alcance. El lector al cual se dirigía le sería proporcionado por la época siguiente. Que tal sea la situación, que, en otros términos, las condiciones para la recepción de poesías líricas se hayan tornado menos propicias, es cosa probada

EL SEÑOR MITCHELL

Vida de este chico, Tobías Wolff, p. 216
El señor Mitchell nos daba educación cívica. También actuaba como reclutador extraoficial para el ejército. Había servido durante la Segunda Guerra Mundial en “el teatro de  operaciones europeo”, como a él le gustaba decir, y había llegado a matar hombres. A veces nos traía diferentes objetos que había cogido de sus cuerpos, no sólo medallas, que se podían comprar en cualquier tienda de empeño, sino también cartas en alemán y carteras con fotos familiares. Cada vez que queríamos distraer al señor Mitchell para que no nos pidiera redacciones que no habíamos escrito le preguntábamos por las circunstancias en que había matado a esos hombres. El señor Mitchell se agachaba detrás de su mesa y miraba por encima, luego rodaba hasta el centro del aula y se ponía de pie de un salto gritando ta-ta-ta-ta-ta. Pero alababa el valor y la disciplina de los alemanes y decía que en su opinión nos habíamos equivocado de lado. Deberíamos haber tomado Moscú, no Berlín. Respecto a los campos de concentración, teníamos que recordar que casi todos los científicos judíos habían perecido allí. Si hubiesen vivido habrían ayudado a Hitler a poner a punto su bomba atómica antes de que nosotros hiciésemos la nuestra y hoy estaríamos todos hablando alemán.

El señor Mitchell se apoyaba mucho en los medios audiovisuales para dar sus clases. Vimos las mismas películas muchas veces, documentales de combate y cuentos cautelares pro<;lucidos por el FBI acerca de chicos de instituto en Anytown, U.S.A., que eran engañados para que se afiliasen a células comunistas. En el examen final el señor Mitchell nos preguntó: “¿Cuál es muestra enmienda preferida?» Estábamos preparados para la pregunta y todos dimos la respuesta correcta –“El derecho a llevar armas”-, excepto una chica que contestó «La libertad de expresión». Por esta impertinencia suspendió no sólo la pregunta sino todo el examen. Cuando arguyó que lógicamente no podía calificar esa respuesta como equivocada, el señor Mitchell se enfadó y la echó de clase. Ella se quejó al director, pero no consiguió nada. La mayoría de los chicos de la clase pensaron que se estaba haciendo la marisabidilla; yo entre ellos.

LA FRANCE

Vida de este chico, Tobías Wolff, p. 161
Dwight estaba totalmente a favor de mandarme a París. La idea de que yo me marcharía pronto le ablandó y le inclinó a los recuerdos. Dijo que sus viajes durante la guerra le habían dado un punto de vista enteramente nuevo sobre la vida. Me dio consejos acerca de cómo tratar a los franceses y me recomendó que fuese tolerante en lo relativo a sus afeminadas costumbres. Me habló mucho del apetito de los franceses por las ranas y me enteré de que ésa era la razón de que la gente de otras naciones les llamase ranas. De una enciclopedia inglesa anterior a la Primera Guerra Mundial que había comprado en una subasta, Dwight me leyó largos pasajes sobre la historia francesa (tumultuosa, despótica, caracterizada por el gusto galo por la conspiración y la traición), la cultura francesa (llena del ingenio y la alegría galos, pero generalmente poco original, superficial, árida y atea) y del carácter nacional francés (dotado de cierta cordialidad y encanto galos, pero excitable, sensual y, en conjunto, poco de fiar).

INCIPIT 918. EL DESHIELO / LIZE SPIT

La invitación llegó hace tres semanas en un sobre exageradamente franqueado. El peso de los sellos, que a su vez debió de aumentar los portes, me llenó de esperanza  al principio: aún hay cosas que se necesitan para existir.
Encontré el sobre encima del resto del correo, una docena de cartas y folletos apilados en dos montoncitos idénticos delante de mi puerta. Aquello llevaba la firma de mi vecino: una pila por cada favor que tendría que devolverle. Debajo del sobre excesivamente franqueado había un folleto de una vidente francófona y un catálogo de una tienda de juguetes dirigido a los vecinos del piso de arriba: el correo que tiende a alterar a los niños suele ir a parar a mi buzón. También había facturas y cuatro hojas de publicidad de un supermercado barato, todos con el consabido pavo poco relleno, bizcocho de moca y vino a buen precio. Y yo, por supuesto, seguía sin tener ningún plan para Nochevieja.

Recogí el conato de barricada, entré en mi piso y, correo en mano, efectué la ronda habitual, abriendo cada puerta sin saber qué era peor: si encontrarme alguna vez con un intruso o siempre con aquellas habitaciones vacías.

INCIPIT 917. ZAMA / ANTONIO DI BENEDETTO

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.
Llegué hasta el muelle viejo, esa construcción inexplicable, puesto que la ciudad y su puerto siempre estuvieron donde están, un cuarto de legua arriba.
Entreverada entre sus palos, se menea la porción de agua del río que entre ellos recae.
Con su pequeña ola y sus remolinos sin salida, iba y venía, con precisión, un mono muerto, todavía completo y no descompuesto. El agua, ante el bosque, fue siempre una invitación al viaje, que él no hizo hasta no ser mono, sino cadáver de mono. El agua quería llevárselo y lo  Llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos.
Ahí estábamos, por irnos y no.

Con ser tan mansa, cuidábame de la naturaleza de esta tierra, porque es infantil y capaz de arrobarme y en la lasitud semidespierta me ponía repentinos pensamientos traicioneros, de esos que no dan conformidad ni, por tiempos, sosiego. 

ITALIA

Cartas, Cheever, p. 224
Querido Bill:
                                                                                                     La Rocca, Porto Ercole, Pridi Grosetto
                                                                                                     Sábado
La gente es muy guapa, y creo que sigue siéndolo porque hay muy pocos stranieri. Quiere ser guapa y no creo que eso siga siendo posible en el mundo moderno. Nunca he visto una mezcla tan llamativa de vanidad y absoluta inocencia. Los muchachos llevan bañadores de colores llamativos, las jóvenes se tapan con mucha modestia y se cogen de la mano y juegan a un juego que nuestros niños llaman Tapar el hueco y que parece tan antiguo como el mar. Me siento en una roca a observarles con mi bañador largo de Brooks Brothers, que lleva un bañador debajo del bañador para evitar cualquier sugerencia embarazosa. Pensé en comprarme algo más deportivo, pero todos pusieron el grito en el cielo -sobre todo Iole y Susie, que gritaron más que nadie. Mi bañador no solo es ancho, sino que cuando buceo se llena de aire como un globo. Pero la gente de aquí no tiene la misma complexión que los norteamericanos, tal como se vio hace unos días cuando un apuesto norteamericano paseaba por la playa. Daba la impresión de que fuese un error.

John
(En la foto Cary Grant vigilado por Grace Kelly)

ROMA

Cartas, Cheever, p. 220
Querida Helen:
                                                                                                                              Via del Plebiscito, 107
                                                                                                                               29 de marzo
Eres muy amable y no sabes lo mucho que te lo agradezco. Borra esa repugnante sonrisa de tu cara, me ha dicho Mary en cuanto he acabado de leer tu carta, pero ahora he salido a la galería y estoy sonriendo y sonriendo en privado y riéndome y carcajeándome. Creo que he tenido mucha suerte con las reseñas y espero que se venda bien. Esta mañana voy a ir a comprar un coche; o al menos voy a intentarlo. Luego intentaré conducirlo, pues el tráfico aquí es literalmente homicida. Nada más llegar, cuando los Fiat te arrancan los botones de la chaqueta piensas “Oh, bueno, pero no matan a nadie”. Luego ves a una anciana volteada por una Vespa y rodando por la Piazza Rotounda como un barril de cerveza y ya no estás tan seguro. Después te enseñan las estadísticas, ves que en un año hay más atropellos que muertos en los combates de gladiadores y mientras recorres el corso empiezas a formarte juicios morales sobre la vida en Roma.
Mary está bien y lo que empezó siendo Frederick es ahora Federico, un niño muy bueno que también está muy bien, pero hoy hace un día frío y nublado, las wisterias están en flor y echo de menos mi país, y los niños también. La única información que tengo hoy es sobre la princesa Doria. Es encantadora, vaporosa, ingeniosa y la última de un linaje que empezó con Numa Pompilius, pero no soporta a los hombres. En la torre ha anidado un búho (encima de una familia de Filadelfia) que se pasa la noche ululando una canción sobre el final de la familia. Traen duques y condes de Inglaterra para sacarla a bailar, pero a ella no le gustan. Dan ganas de proponerle ir al psicoanalista, hasta que uno repara en que una princesa no puede tumbarse en un diván. Así que, como dice Ben, todos tenemos nuestros problemas.
Abrazos,

John

CONSEJOS A LOS HIJOS

Cartas, Cheever, p. 198
Mi padre tenía cuarenta y cuatro años cuando se publicó La crónica. Llevaba trabajando en una u otra novela desde los dieciocho. Cuando estaba en la facultad, memoricé las últimas frases del libro y al leerlas aún me parece oír su voz.
Leander, un suicida, había dejado una nota en la edición de las obras de Shakespeare de la familia.

... «Consejos a mis hijos -decía-. No poner nunca whisky en botella de agua caliente al cruzar fronteras de países o estados secos. La goma estropeará el sabor. No hacer nunca el amor con los pantalones puestos. Después de whisky, cerveza, se sube a la cabeza. Al revés, nada que temer. N o tomar nunca manzanas, melocotones, peras, etcétera, bebiendo whisky, excepto en comidas largas estilo francés que terminan con fruta. Otras viandas tienen efectos mitigantes. No dormir nunca a la luz de la luna. Comprobado por los científicos que induce a la locura. Si la cabecera de la cama está junto a la ventana, en las noches claras correr las cortinas antes de acostarse. N o sostener nunca un puro en ángulo recto con los dedos. Muy paleto. Sostener en diagonal. Quitar la vitola o no, corno se prefiera. No llevar nunca corbata roja. En las fiestas tener siempre bebidas ligeras para las señoras. El efecto de las fuertes en el sexo débil es a veces desastroso. Bañarse en agua fría todas las mañanas. Desagradable, pero estimulante. También reduce las callosidades. Cortarse el pelo una vez por semana. Llevar traje oscuro después de las seis de la tarde. Tornar un plato fresco para desayunar, si es posible. Evitar arrodillarse en los suelos de piedra de iglesias no caldeadas. La humedad eclesiástica produce canas prematuras. El miedo tiene el sabor de un cuchillo herrumbroso, no dejarlo entrar en casa. El valor tiene el sabor de la sangre. Erguir la espalda. Admirar el mundo. Gozar del amor de una mujer dulce. Confiar en el Señor.”

POLVO

Cartas, Cheever, p. 194
Crónica de los Wapshot había sido aceptada por el Club del Libro del Mes, lo que contribuyó mucho a su éxito. El club quería que se borrara una palabra.
“Entonces, ella abrió la puerta y salió, pero no desnuda, sino con un camisón cerrado y suelto y pasándose un trozo de seda dental por entre los dientes.
-¡Oh, Melissa! -dijo él.
-Dudo que me quieras -dijo ella con la voz tenue y desapasionada de una solterona, que le recordó cosas tenues como el humo y el polvo-. A veces pienso que no me quieres en absoluto y, desde luego, te importa demasiado el sexo, oh, demasiado ...
-Pero yo te quiero -dijo él, esperanzado.
-Hay hombres que se traen trabajo de la oficina a casa –dijo ella-. La mayoría de los hombres lo hacen. La mayoría de los hombres que yo conozco. -Su voz parecía secarse mientras él la escuchaba, perder sus notas más profundas a medida que sus sentimientos se estrechaban-. Y la mayoría de los hombres de negocios tienen que viajar mucho. Pasan mucho tiempo lejos de sus mujeres. Tiene otros desahogos además del sexo. Al menos, la mayoría de los hombres sanos. Juegan al squash.
-Yo juego al squash.
-Nunca has jugado al squash desde que yo te conozco.
-Pues antes jugaba.
-Desde luego -dijo ella-, si es absolutamente necesario para ti hacerme el amor, lo haremos, pero creo que deberías comprender que no es algo tan crucial.
-Con tanto hablar has conseguido ahorrarte un polvo -dijo el fríamente.”

El Club del Libro del Mes quería saber si era imprescindible que usara la palabra «polvo». El cuento en el que se inspiraba esta parte de la novela se había publicado en The New Yorker sin la palabra en cuestión. Aparte de la probabilidad de un aumento de las ventas, el acuerdo con el club incluía una considerable cantidad de dinero. Pero mi padre se mostró inflexible. The New Yorker le había apoyado y publicado sus relatos desde que tenía veinte años, y haría casi cualquier cosa por The New Yorker. Pero este era su libro y esa era la palabra adecuada. Bessie aceptó, y volvió a la mesa de negociaciones. Tuvo éxito y así fue como los miembros del Club del Libro del Mes vieron publicada por primera vez en su vida la palabra “polvo”.

COMED COMED

Cartas, Cheever, p. 158
La cocinera que teníamos aquel año era una polaca llamada Anna Ostrovick, contratada exclusivamente para el verano. Era excelente: una mujer grande, gorda, cordial, diligente, que se tomaba su trabajo muy en serio. Le gustaba cocinar, y que la gente apreciara y comiera los alimentos que preparaba, y siempre que la veíamos insistía en que comiéramos. Hacía bollos calientes, croissants y brioches dos o tres veces por semana para desayunar y los traía ella misma al comedor diciendo: «¡Coman, coman, coman!». Cuando la doncella devolvía los platos sucios a la antecocina, a veces oíamos decir a Anna, que estaba allí esperando: «¡Excelente! Comen”. Daba de comer al que recogía la basura, al lechero Y al jardinero. “¡Coma!”, les decía. Los jueves por la tarde iba al cine con la doncella, pero no disfrutaba con las películas, porque los actores estaban demasiado delgados. Se pasaba hora y media en la sala a oscuras aguardando ansiosamente a que apareciese alguien con aspecto de disfrutar comiendo. Para Anna, Bette Davis no pasaba de ser una mujer con aspecto de no comer bien. “¡Están todos tan flacos!”, decía al salir del cine. Por las noches, después de habernos atiborrado y de fregar las cazuelas y las sartenes, recogía las sobras y salía fuera para alimentar a la creación. Aquel año teníamos unos cuantos pollos, y aunque para entonces ya estaban todos descansando en sus perchas, les arrojaba los alimentos en el comedero y exhortaba a las aves dormidas para que comieran. También alimentaba a los pájaros cantores del jardín, y a las ardillas del patio trasero. Su presencia en el límite del jardín y su voz apremiante -oíamos perfectamente su «Comed, comed, comed»- estaban ya, como la salva de cañón en el club náutico y la luz del faro Heron, ligadas a aquel momento del dia. «Comed, comed, comed>>, le oíamos decir a Anna. “Comed, comed ...”. Y ya se había hecho de noche.

INCIPIT 916. EN LA CARCEL DE FALCONER / CHEEVER

La entrada principal a Falconer -la única entrada de los convictos, sus visitantes y el personal- estaba coronada por un escudo de armas que representaba a la Libertad, la Justicia y, entre ambas, el poder soberano del gobierno. La Libertad llevaba cofia y sostenía una pica. El gobierno era el Aguila federal que sostenía una rama de olivo y estaba armada con flechas de caza. La Justicia era una figura convencional; con los ojos tapados, indefinidamente erótica con su vestido de pliegues colgantes y armada con la espada del verdugo. El bajorrelieve era de bronce, pero aparecía ya negro -el negro de la antracita sin pulir o el ónix-. Cuántos centenares habían pasado bajo esta figura, el último emblema que la mayoría de ellos vería, el esfuerzo del hombre para interpretar con símbolos el misterio del encarcelamiento. Centenares, quizá miles, mejor millones. Sobre el escudo de armas se desgranaban los nombres del lugar: Cárcel Falconer, 1871, Reformatorio Falconer, Penitenciaría Federal Falconer, Prisión Estatal Falconer, Correccional Falconer; y el último, que nunca había sido aceptado: Casa del Alba. Ahora los presos eran internos, los gilipollas eran empleados y el carcelero jefe se llamaba superintendente. Dios sabe que la fama es caprichosa, pero Falconer -con su espacio limitado para dos mil malandrines- era tan famosa como Newgate.

INCIPIT 915. CARTAS / CHEEVER

AÑOS TREINTA: INICIOS
Esta carta se escribió desde la casa de mis abuelos en Quincy, Massachusetts. Mi padre había estado hacía poco en la fiesta en casa de los Cowley, una fiesta a la que asistieron muchos famosos, uno de los cuales puede que fuese Mae West. El nombre de Curtis Glover no vuelve a aparecer. Fritz es un diminutivo de Fred. Reproduzco la carta tal como la encontré, por lo que las elipsis son las que son y no indican que haya eliminado ningún fragmento. Los errores ortográficos también son suyos. Es con mucho el texto de mi padre peor escrito que he visto nunca, pero no se desanimen, no es indicativo de lo que vendrá después.
malcolm cowley:
ayer por la tarde se pasó por casa Curtís Glover “Para discutir los problemas educativos”. Recordarás (Jamás había oído hablar de él) que se escapó del instituto hace unos años y que huyó de dartmouth hace dos años. nos vimos con el punto en común de ser radicales ... «ser radical en la norteamérica de nuestros días implica estar solo. es sentirte marginado, y como tanta gente te desprecia, un poco inferior...”
Hacía mucho que no me divertía tanto.
Era alto, rubio, de tez pálida y sonrosada, caderas anchas y boca floja. Tenía una risa nasal, comía las tostadas con cuchillo y tenedor y leía puntualmente the new republic. carecía de entusiasmo, de pasión y de barbilla. N os despedimos con la promesa de escribirnos.
el año que viene va a impartir clases de matemáticas en un instituto.

en cualquier caso fue muy divertido, obviamente huyó de la universidad por las malas compañías y no por problemas educativos. ahora está en harvard. cree que spengler es un poco desagradable y Joyce

ECFRASIS

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 263
Las pinturas de Pollock, en la suite inmensa y desolada, lo confortaban. Cada reproducción, tras ser disfrutada, estudiada a veces durante horas, era arrancada del libro, hecha pedazos diminutos y arrojada al váter. El agua se la llevaba lejos. O'Hara gozaba de la disolución de los cuadros en texturas. De aquel trenzado de elementos idénticos, como miles de abejas, como gotas de lluvia, como nieve cayendo vista por un microscopio, que se repetían de un extremo al otro del lienzo. Disfrutaba al constatar que en las obras de Pollock no había comienzo, medio ni conclusión. All over, decían los críticos. Todo dado allí, presente sin fin, desarrollo pleno, un latido unánime, de una vez y para siempre. Sin estudios preliminares. Sin dubitaciones inadecuadas. Sin bocetos que entregar a los coleccionistas del futuro.
Pollock no pintaba argumentos. Pollock no pintaba paisajes. Pollock no pintaba geometrías.
Pollock pintaba una experiencia.

Aquellos cuadros, en Shanghái, bajo el influjo de millones de vidas, se le mostraban en su desnuda transparencia. Como fragmentos del mundo sin enmarcar. Como si el mundo fuera una inmensa, inacabable pared, y el artista, eventualmente, hubiera decidido sustraer alguna de sus etapas al deterioro, al desorden. Y él allí, cada atardecer, con las luces declinando, mientras convertía aquel orgullo en pedacitos de papel que arrojaba al retrete. Las constelaciones de color que germinaban, daban fruto y morían. La obra de un hombre que había construido su genio sobre la imposibilidad de encontrar un tema. Todo lanzado a un desagüe. Sin mala conciencia. Sin premura ni cálculo. También sin dilación ni desamparo. Impunemente.

CALAVERAS

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 241
En consecuencia, será el rostro quien lo exprese todo. Dos minutos y quince segundos de metraje. Un reto asombroso para cualquier actor que se precie. Una menudencia si se considera desde la perspectiva del paso del tiempo; un cómputo insoportable, en apariencia infinito, cuando la lente fija su atención en un único rostro. Ciento treinta y cinco segundos de absorción completa, con el resto de estímulos visuales y auditivos fuera de campo, con la angustia detenida en un rostro destinado a expresar en ese plano cuanto sucede antes del impacto. La cámara escrutando con escrúpulo cada arruga y cada músculo facial, el complejo, milagroso escenario que un rostro de hombre puede llegar a significar, la atención fijada sobre la cara desnuda y expuesta, sin un lugar donde esconderse, confiando en probar que, si se mira con atención el rostro de una persona, sin vergüenza ni recelo, como si ella no supiera que está siendo estudiada, alcanzaremos a ver el lugar más terrible al que esa persona llegará. Que si se mira con atención a alguien se acabará descubriendo, por debajo del músculo y la vena, por debajo de los gestos habituales y de la fea o hermosa encarnadura, la llama primordial de la calavera, la estación a la que, tarde o temprano, estamos destinados a llegar. Calaveras de reyes y reinas. Calaveras de príncipes y princesas. Calaveras de zares, delfines y validos. Calaveras de virreyes, emperadores y ministros. Calaveras de pilotos y pasajeros. Calaveras atildadas y descompuestas. Calaveras de estudiantes de Arte, lingüistas sin palabras, hombres maduros que han pasado una mala noche. Todas corrompidas por el gusano primordial. Todas reunidas bajo la fétida carcasa del tiempo, vueltas polvo, vueltas ruido, vueltas gas, humo, fósforo, movimiento que nadie escucha vagando por el espacio frío, silente, inagotable. Ciento treinta y cinco segundos de solemne fatalidad durante los que el plano final de El cielo se desploma centra su relato en ese rostro del hombre que cae y cae y cae mientras en torno suyo, audible pero no encarnado, presente pero inaprensible, cuanto se escucha es el aullido de la aceleración primordial, la caída sin retorno, el sonido asombrado de la vida a punto de convertirse en residuo para forenses, abono mineral, el tránsito de un hombre que murmura o bisbisea o reza antes de que el vértigo lo iguale a la nada de la que un dia lejano surgió.

CRONENBERG

Homo Lubitz, Ricardo Fernández Salmón, p. 223
La voz de Cronenberg puntualizó que Andreas Lubitz era el síntoma de una enfermedad que se llevaba gestando hacía muchísimo tiempo en el organismo occidental, largos años de ausencia y deterioro, una época espléndida y a la vez inocua. Ese síntoma, precisó la voz de Cronenberg, era la angustia ante el vacío. Cronenberg dijo que consideraba a Andreas Lubitz un enfermo de nihilismo, pero sin el cariz romántico de los primitivos nihilistas, los jóvenes rusos que se inmolaban en aras de un futuro mejor. No. Andreas Lubitz era un nihilista del narcisismo, un hombre débil y estúpido que quiso jugar a ser dios, cualquier dios, y que al poner en cuarentena los panteones nos hizo percibir la aterradora presencia del vacío. Un vacío tanto más implacable en la medida en que transparentaba un cúmulo de decisiones egoístas: falta de reconocimiento y éxito, deudas de dinero, la puesta en duda de una personalidad. La sala contenía el aliento. Venecia no estaba preparada para la filosofía. No el día 1 de septiembre del año 2026, con aquellas mujeres hermosísimas vistiendo trajes de diez mil dólares, con aquella suave luz enmarcando la Laguna como una joya imperecedera, con aquella procesión de inane esplendor que los actores, las actrices, su fama breve y brutal, la fama de los idiotas y de los muertos, irradiaba en torno suyo como flecos de un cometa que se desintegra. Por eso O'Hara sintió que Cronenberg hablaba sólo para él, que esa conversación había comenzado en una cafetería de Nueva York en marzo del año anterior, cuando en un ejemplar atrasado de Variety la noticia del rodaje de cierta película había llamado su atención. Y que esa conversación, que O'Hara llevaba manteniendo consigo mismo hacía años, ese diálogo en torno a los accidentes, la atracción de la muerte y el resplandor del vacío se había encarnado en una obra titulada El cielo se desploma, una obra que un público tan hueco como la encarnación del síntoma que lo devoraba se estaba obstinando en repudiar.

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