Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

11S


Entre paréntesis, Roberto Bolaño, p. 82
Todo hace pensar que entraremos en el nuevo milenio bajo la admonición de la palabra abyecto, que viene del latín abjectus, que significa bajo, humilde, según el sabio Joan Corominas, que vivió sus últimos años en un pueblo de la costa mediterránea, a sólo unos pocos kilómetros de mi pueblo.
El 11 de septiembre de 1973 planea sobre nosotros como el penúltimo cóndor chileno e incluso como un huemul alado, una bestia salida de El libro de los seres imaginarios, escrito por Borges en colaboración con María Guerrero en 1967, en donde hay un capítulo, «Un animal soñado por Kafka», que transcribe literalmente las palabras del escritor de Praga. Dice así: «Es un animal con una gran cola, de muchos metros de largo, parecida a la del zorro. A veces me gustaría tener su cola en la mano, pero es imposible; el animal está siempre en movimiento, la cola siempre de un lado para otro. El animal tiene algo de canguro, pero la cabeza chica y oval no es característica y tiene algo de humana; sólo los dientes tienen fuerza expresiva, ya los oculte o los muestre. Suelo tener la impresión de que el animal quiere amaestrarme; si no, qué propósito puede tener retirarme la cola cuando quiero agarrarla, y luego esperar tranquilamente que ésta vuelva a atraerme, y luego volver a saltar.»
A veces tengo la impresión de que el 11 de septiembre nos quiere amaestrar. A veces tengo la impresión fatal de que el 11 de septiembre nos ha amaestrado de forma irreversible.

IL SODOMA


Entre paréntesis, Roberto Bolaño, p. 180
Se dice que los niños le gritaban Sodoma, cuando Il Sodoma volvía a su taller, y después fueron las mujeres, las lavanderas de Siena quienes lo llamaban, entre risas, Sodoma, y pronto todo el mundo lo conoció por ese nombre, un nombre ciertamente violento, brutal, que se correspondía de alguna manera con la pintura de Il Sodoma, hasta el punto de que un día Bazzi empezó a firmar sus lienzos con ese apodo, que asumió con orgullo y con ese espíritu carnavalesco que lo acompañó durante toda su vida.
Su casa, que también era su taller, se asemejaba, más que a una casa y a un taller de pintor renacentista, a un zoológico. Tras la puerta había un pasillo oscuro, grande como para que cupiera un carro de caballos, y luego había un cuervo que hablaba y que anunciaba al visitante que había traspuesto el umbral de la casa de Il Sodoma. El cuervo decía «Sodoma, Sodoma, Sodoma”, y también decía «Visita, visita, visita>,, El cuervo a veces estaba en una jaula y otras veces en libertad. También había un mono, que se movía por el patio interior y entraba y salía por las ventanas, y que Il Sodoma seguramente había comprado a algún viajero de África. Además de un burro (un burro teológico, decía su dueño) y un caballo y multitud de gatos y perros, aparte de pájaros de muchas especies dentro de jaulas que colgaban de los muros y paredes del interior de la casa. Se dice que tenía un tigre o un tigrillo, pero esto es dudoso. El animal más extraordinario, sin embargo, era el cuervo, a quien todos los visitantes de !1 Sodoma querían oír hablar. Este cuervo a veces se sumía en un mutismo obstinado, durante días, y otras veces era capaz de recitar versos de Cavalcanti. Nunca, que se sepa, dejó de cumplir con su labor de portero, y de esta manera los vecinos se enteraban de las visitas  nocturnas que recibía el pintor, por los gritos del cuervo que los sobresaltaba en la madrugada, pronunciando guturalmente, con un deje entre irónico y angustioso, la palabra Sodoma.

EL SUICIDIO DE GABRIEL FERRATER


Entre paréntesis, Roberto Bolaño. p. 198
Son incontables los suicidios literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o un colega al que sólo en ese momento prestaron atención. El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater deciclió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría  cincuenta, una cifra y una edad redondas. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas. Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera -y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron de ser temidos en su época. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en Sant Cugat del Valles, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.

INCIPIT 884. CUENTOS COMPLETOS / BOLAÑO


Sensini
La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un camping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba dividido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar. Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanía

INCIPIT 883. ENTRE PARENTESIS / BOLAÑO


AUTORRETRATO
Nací en 1953, el año en que murió Stalin y Dylan Thomas. En 1973 estuve ocho días detenido por los militares golpistas de mi país y en el gimnasio en donde tenían a los presos políticos encontré una revista inglesa con un reportaje fotográfico de la casa de Dylan Thomas en Gales. Yo creía que Dylan Thomas había muerto pobre y la casa me pareció magnífica, casi como una casa encantada en medio del bosque. No había ningún reportaje sobre Stalin. Pero esa noche soñé con Stalin y Dylan Thomas: ambos estaban en un bar de Ciudad de México, sentados a una mesa pequeña y redonda, una mesa para echar un pulso, pero ellos no echaban un pulso sino que competían para ver quién de los dos aguantaba más bebiendo. El poeta galés bebía whisky y el dictador soviético vodka. A medida que el sueño transcurría, sin embargo, el único que parecía cada vez más mareado, cada vez más al borde de la náusea, era yo. Eso por lo que respecta a mi nacimiento. Por lo que respecta a mis libros debo decir que he publicado cinco poemarios, un volumen de cuentos y siete novelas. Mis poemas casi no los conoce nadie, lo que probablemente esté bien. Mis libros de prosa tienen algunos lectores fieles, lo que probablemente sea inmerecido. En Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de ]oyce (1984, escrita en colaboración con Antoni García  Porta), hablo de la violencia. En La pista de hielo (1993), hablo de la belleza, que dura poco y cuyo final suele ser desastroso.

INFERNO


Qwertyuiop, Ferlosio, p 517
Aceptar las catástrofes naturales resulta una minucia, equivalente a disculpar un simple «defecto de fábrica» en la magna empresa total de la Creación, al lado de lo que es consentir una monstruosidad como la del Infierno, expresamente diseñado por Dios para vengarse de los hombres. De los tres africanos, Tertuliano, Lactancia y Agustín, los dos primeros dan toda la impresión de interpretar la “resurrección de la carne” desde el punto de vista de una disposición adoptada por el Omnipotente pensando, no ya en los bienaventurados, sino en los condenados, pues los dos se preocupan sobre todo de explicar cómo es posible y necesario que haya un cuerpo incombustible y un fuego inextinguible. Baste con esta cita de Lactancio: «Se revestirán de nuevo de la carne, para expiar sus crímenes en los cuerpos; y sin embargo, esa carne que va a poner de nuevo Dios sobre el hombre no es semejante a la carne terrenal, sino que es una carne indisoluble y eterna, para que pueda ser eternamente pasto de los tormentos y el fuego; fuego cuya naturaleza es distinta de la del que nosotros usamos en esta vida, que se extingue si no es alimentado con más leña» (Instituciones divinas, libro VII, capítulo 21, 3). Por su parte, el Santo Obispo de Hipona parece, en cambio, más interesado en la defensa de la eternidad en sí misma que de los tormentos del Infierno, y explícitamente contra Orígenes, al que tacha de «impíamente misericordioso» por su doctrina (formulada unos ciento cincuenta años antes y ya repetidamente condenada, como consigna el propio Agustín) de la apokatástasis, término que designaba la teoría origeniana según la cual toda la Creación, todas las criaturas, serían al final rescatadas y devueltas al Bien originario, y que en su versión extrema incluía al propio Satanás, que también, aunque fuese el último de todos, iría a reunirse con los santos en la Eterna Bienaventuranza. Esto era para Agustín absolutamente inaceptable, probablemente intuyendo que, en buena lógica, si las penas del Infierno tenían fin, aunque su duración hubiese de medirse en eras geológicas, la diferencia entre Dios y Satanás quedaría reducida a lo cuantitativo, y sólo la infinitud permitía saltar al absoluto de un abismo cualitativamente irreductible. Añadía, por fin, otro par de detalles: 1) que mientras que a los condenados la «resurrección de la carne» les conservaba toda la sensibilidad corporal para que pudiesen padecer los tormentos del Infierno, a los  bienaventurados no se les conservaba, correlativamente, la sensibilidad corporal para el placer, sino que se les borraba de raíz cualquier residuo de concupiscencia; 2) que, mientras que Tertuliano afirma que los bienaventurados gozarían contemplando los sufrimientos de los réprobos, Agustín tiene con los primeros la delicadeza de evitarles el ver, oír y oler, con sus sentidos fisicos reencarnados, el «desagradable espectáculo>>, suprimiendo, como los pueblos civilizados, el carácter público de la ejecución eterna y especificando que recibirían “por ciencia” –como quien hoy dijese “por la prensa”- puntual noticia de ella.

NOOOOOOOO


Qwertyuiop, Sánchez Ferlosio, p. 223
En su visita a Santiago de Chile, en tiempos, todavía, de Pinochet cuenta Ariel Dorfinan--, también hizo una gran convocatoria para un auditorio específico; esta vez fueron los jóvenes y adolescentes. En un momento de la alocución, el papa, elevando el nivel de decibelios, les hizo tres preguntas. La primera: “¿Renunciáis a los demonios de la avaricia?”, era perfectamente vana, porque él tenía que saber sobradamente que aquellos jóvenes y adolescentes estaban todavía tan alejados, por la edad, de la tentación y aun de la mera posibilidad de enriquecerse, que la avaricia les era cosa totalmente ajena e indiferente. Algo más clamoroso fue el “sí” a la segunda pregunta: «¿Renunciáis a los demonios de la violencia?”, porque con ser, respecto de ellos, casi igualmente ociosa y prescindible, tenía un sentido más cercano y más pregnante. Pero Juan Pablo II, anticipando esas dos preguntas tan gratuitas, sin interés para él ni para el auditorio, por la obligada y previsible obviedad de la respuesta, se había estado preparando,  mediante la secuencia de dos “síes” garantizados, una especie de pendiente o tobogán que hiciese precipitar, como un automatismo, el que realmente le importaba: «¿Renunciáis a los demonios del sexo?”, preguntó, pero he aquí que de pronto la escopeta le hizo chapi; sorprendentemente, los muchachos tuvieron la rapidez de reflejos suficiente para no dejarse coger desprevenidos por la innoble trampa que les había tendido el papa, y en lugar del tercer “SÍ”, que venía ya rondando cuesta abajo acelerado por la inercia de los dos primeros, contestaron, “sin la menor vacilación”, dice Ariel Dorfinan, “Nooo!”. Esto fue en abril de 1987, en el Estadio Nacional de Santiago, donde había juntado un auditorio de cien mil muchachos.

CIEN AÑOS DE SOLEDAD

El escándalo del sigo, GG Márquez, p. 266
LA POESÍA, AL ALCANCE DE LOS NIÑOS
Un maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de soledad. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: ¿qué significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad? Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.
Ese mismo año, mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: «Es el gallo de los huevos de oro». Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta.
Desde hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fe para quien la abuela desalmada, gorda y voraz, que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una deuda es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la ascensión en cuerpo y alma de la Virgen María. Otro dictó una clase completa sobre Herbert, un personaje de algún cuento mio que le resuelve problemas a todo el mundo y reparte dinero a manos llenas. «Es una hermosa metáfora de Dios», dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el descubrimiento de que El otoño del patriarca tenía la misma estructura del tercer concierto de piano de Béla Bartók. Esto me causó una gran alegría por la admiración que le tengo a Béla Bartók, y en especial a ese concierto, pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos críticos. Un profesor de literatura de la Escuela de Letras de La Habana destinaba muchas horas al análisis de Cien años de soledad y llegaba a la conclusión -halagadora y deprimente al mismo tiempo- de que no ofrecía nínguna solución. Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.

UN DIA PERFECTO PARA EL PEZ PLATANO


El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado  y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel-que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
-Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies
-Perdone, pero casualmente estaba mírando el suelo -dijo la mujer, y se volvió hacia las   puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos –dijo el joven-. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormia en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7, 65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

INCIPIT 882. HISTORIA ARGENTINA / RODRIGO FRESAN


Chivas y Gonçalves llevaban tanto tiempo cabalgando que ya no sabian dónde terminaban ellos y dónde empezaban sus caballos. Cabalgaban dias y noches y otra vez dias y el lugar por donde volaban sus caballos no era tan importante porque ni siquiera tenía nombre definitivo. Le cambiaban el nombre todas las mañanas como quien se cambia de ropa. Una pampa inmensa, apenas importunada por un árbol o dos.  Arboles que aún nadie se habla detenido a catalogar, árboles que desde hacía siglos esperaban sus nombres; y el olor era el de la tierra recién hecha, vuelta y vuelta.
Sea suficiente afirmar que, si las desventuras de Chivas y Gonçalves fueran una gran película, una de esas superproducciones tan de moda en estos tiempos azarosos, el galope compulsivo de estos dos apenas ocuparla la parte de los titulas. Nada más.
Los que si tenían nombre eran los cumplidores caballos de Chivas y Gonçalves. El caballo del primero se llamaba Blanco y, detalle atendible por lo contradictorio, se trataba de un animal pesado y negro como la noche. El caballo del segundo se llamaba Caballo. Gonçalves aseguraba que no tenia demasiado  sentido perder el tiempo bautizando a un caballo

INCIPIT 881. LLAMADAS TELEFONICAS / ROBERTO BOLAÑO


SENSINI
La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vIgilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jetlag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia.

UNA SEPARACION


Feliz final, Isaac Rosa, p. 304
Porque en toda separación hay algo de profecía autocumplida: desde el momento de la ruptura, los separados se van distanciando, se vuelven extraños, tan ajenos e incompatibles que un día sus hijos se preguntarán cómo fue posible que alguna vez se amasen dos personas tan opuestas, y entenderán y hasta celebrarán que se separasen a tiempo, vista la deriva divergente posterior. En toda ruptura dolorosa, la hostilidad que se desata acaba por justificar la propia ruptura: no solo la hace irreparable, sin posibilidad de vuelta atrás, sino que trampea causas y consecuencias, hasta que esa misma hostilidad se convierte en el más contundente argumento para la separación: mira cómo nos odiamos, lo mejor que pudimos hacer fue separarnos. Cada vez que Teresa y yo nos gritábamos por teléfono, más justificada quedaba mi decisión. Cada vez que ella me enviaba mensajes telefónicos acusándome de ser un egoísta y un monstruo sin sentimientos al que nunca iba a perdonar lo que le había hecho a ella y sobre todo lo que le había hecho a Germán; cada vez que me escribía un largo correo más sereno donde decía desear no haberme conocido nunca y no haber tenido un hijo conmigo, más acertado parecía que nos hubiésemos separado, y también a ella se lo parecería. Su rechazo a acordar una custodia compartida y su rigidez con el tiempo de visitas acabarían por convencer de lo razonable de mi decisión incluso a mi reacia madre, al principio solidaria con Teresa desde su propia cicatriz de mujer divorciada. Que llegásemos hasta el juzgado era la prueba definitiva de que no teníamos futuro juntos, y de que lo más conveniente para Germán, ante la evidencia de unos progenitores tan cargados de rencor, eran una madre y un padre alistados a la legión de divorciados que, concentrados en hacer felices a sus vulnerables hijos, se esfuerzan por demostrar el argumento consolador de que para los hijos siempre es mejor un buen divorcio que un mal matrimonio.

PAREJA


Feliz final, Isaac Rosa, p. 226
Que no sufra como ese bebé que, a fuerza de sentirse abandonado en la cuna, una noche acaba provocándose él mismo una muerte súbita. Que no sufra como las crías de rata que en el laboratorio son separadas de sus madres y disparan sus niveles de cortisol. Que no sufra como los niños rumanos huérfanos que tienen mayor tendencia al suicidio y a la delincuencia en la edad adulta. No quiero ser sarcástico, Ángela, estoy recordando de memoria lo que encontré en los libros que me diste a leer entonces, que leí porque quería entenderte y acercarme a ti. Y lo que encontré fue culpa, mucha culpa, una culpa infinita que se vertía sulfúrica sobre madres y padres ansiosos con cada decisión que toman respecto a sus hijos, por si les deja una huella dañina de por vida, por si desaprovechan oportunidades para  asegurarles una vida feliz, por si sufren, sufren, sufren.
Espera, que sigo yo, que lo recuerdo perfectamente: aquella genialidad que soltaste en una comida de amigos, lo del quijotismo, ¿recuerdas? Hablábamos de estilos de crianza, y te sumaste a quienes hacían chistes sobre crianza natural: lo que me pasaba, a mí y a todas las madres locas como yo, era lo mismo que a don Quijote, dijiste. Espera, tengo que imitarte, aquella voz declamatoria que pusiste al interpretar tu parodia del famoso fragmento cervantino: ¡del poco dormir y del mucho leer, a las madres se les secó el cerebro, de manera que vinieron a perder el juicio, y vinieron a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que les pareció convenible y necesario hacerse madres naturales! A partir de ahí estiraste la broma comparando los libros de caballería con los de crianza, y hasta reelaboraste burlón el famoso discurso de don Quijote sobre la edad de oro: ¡dichosa edad y siglos dichosos aquellos!, exclamaste, payaso, y evocaste un pasado mítico de cazadores y recolectores donde las madres llevaban todo el día a sus hijos colgados del pecho y dormía la familia en un mismo jergón y los bebés comían cuando tenían hambre, dormían cuando tenían sueño, contenían los esfínteres cuando les parecía adecuado, y lloraban si su madre desaparecía de su vista para así asegurarse de que no morirían de frío o de hambre ni serían devorados por las fieras. Lo raro es que no escribieses un gracioso artículo de polémica fácil para ser el más leído del día; o un libro, otro jodido hueco editorial, un nicho de mercado, miles de maridos corriendo a comprarlo, yo hice la EGB, mí mujer se volvió una loca de la crianza natural.

DINERO Y AMOR


Feliz final, Isaac Rosa, p. 160
El mismo análisis siempre. Si tu hermana se divorciaba, era porque su marido y ella habían tomado malas decisiones hipotecarias. Si Natalia y Jaime exhibían una felicidad inverosímil, era porque entre los dos sumaban cinco mil euros mensuales. Si tu madre había aguantado tantos años de humillaciones con su segundo marido, era porque no tenía asegurada su pensión de jubilación. Y si nosotros llevamos tantos años cuesta abajo, no hay que buscar más explicaciones: todo empezó el día que te quedaste sin nómina. No hay más preguntas, señoría. El acusado es inocente. No fue él, la culpa es de las condiciones materiales. El amor es para el que pueda pagárselo. El matrimonio es una empresa, acuérdate de eso que dijo Fabio después de su divorcio: el matrimonio es una empresa, dijo, es una empresa y yo lo he entendido demasiado tarde; nuestros matrimonios fracasan porque lo fiamos todo al amor y nos empeñamos en querer ser felices, desentendiéndonos del aprendizaje de generaciones de matrimonios pragmáticos a lo largo de los siglos; antes la gente se casaba por compromisos familiares e intereses económicos, formaban una sociedad cuya prioridad era obtener recursos y administrarlos bien, acumular capital, protegerse de los imprevistos, dejar patrimonio a los herederos, pero ahora nos casamos por amor, qué disparate, y en seguida llega la decepción, dejamos de estar enamorados y si no has sido capaz de convertir ese amor en estrategia empresarial, acabas en la ruina sentimental, como yo.

DEL AMOR


Feliz final, Isaac Rosa, p. 142
Me hiciste un recuento minucioso y asombrosamente memorioso de mis despistes y extravíos en más de una década: el bolso en el metro, la cartera en una cafetería, el teléfono en el salpicadero del coche provocando que nos rompiesen la ventanilla para robarlo, la cámara de fotos en la piscina, ropa en armarios de hoteles, equipajes siempre faltos de algo esencial, prendas delicadas arruinadas en la lavadora, cazos de leche en el fuego, y muchos otros despistes y extravíos que no habían llegado a ocurrir porque tú estabas siempre detrás de mí apagando las putas luces, cerrando los putos grifos, recuperando las putas llaves, la puta cartera y el puto teléfono, pero también recogiendo los putos restos del desayuno que nunca limpiaba por la mañana y la puta ropa tirada y los putos pelos taponando el desagüe, todo ese recuento mezquino y como de monólogo tonto de club de la comedia sobre la vida en pareja, pero que tú pronunciabas muy en serio porque yo era un desastre y no podías confiar en mí y era muy difícil vivir conmigo y durante años había estado incapacitada por la atención exagerada a las niñas, momento en que yo empecé también a gritar y prefiero no recordar lo que te dije, lo que nos dijimos. Eso fue solo un mes antes de que Mateo se cruzase en mi vida. Ese era el monte que solo necesitaba una chispa. Aquella noche, tras la discusión, me buscaste en la cama y me pediste perdón, perdón, perdón y me abrazaste y dijiste que habías perdido los nervios porque estabas sometido a mucha presión, te habían rechazado dos colaboraciones en los últimos días y creías que era una represalia por tu implicación en la huelga. Estabas además preocupado por tu madre, que acababa de escapar de su marido y se había instalado con tu hermana tras pasar dos semanas con nosotros, dos semanas que también habían sido difíciles, el mal humor que nos vencía cuando algún familiar se quedaba en casa, agravado por el estado anímico que traía tu madre. Acepté tus disculpas, te pedí yo también perdón por mis despistes y me comprometí a ser más cuidadosa, lloré con más desconcierto que tristeza. Esa noche incluso acepté tu mano bajo la camiseta y tu erección contra mis nalgas y tus besos y tus te quiero, y follamos como una forma de encomendarnos a viejas reconciliaciones que ya no funcionaban, como tampoco funcionaba suplir la distancia y los desencuentros del día con una intimidad nocturna que reparase todo lo destrozado durante la jornada y nos devolviese intactos a la mañana siguiente.

GESTION


Feliz Final, Isaac Rosa, p. 113
Gestionar mi deseo, esa expresión te gusta más, ¿verdad? Me acusaste de no haber sabido gestionar mi deseo, eso me dijiste tras descubrir el engaño: la vida en pareja implica una permanente gestión del deseo, me dijiste, por supuesto todos deseamos, yo mismo siento deseo por otras personas pero me concentro en gestionar mi deseo, de eso va la vida en pareja, Ángela, el compromiso, la lealtad, dos sujetos deseantes que aprenden a gestionar el deseo. Qué espanto, escúchate. Gestionar el deseo. Como gestionar tu resentimiento, eso que dijiste antes. Otras veces me acusaste de no ser capaz de gestionar mis miedos, cuando me aterrorizaba dejar a Ana en el colegio tiempo después de su hospitalización, o cuando una fiebre persistente me ponía en guardia y acabábamos otra vez en urgencias: debes gestionar tus miedos, me decías. Todo debía ser gestionado: el deseo, el resentimiento, el miedo, la culpa, el dolor, los recuerdos. Gestionar, gestionar, gestionar. Germán debía aprender a gestionar sus tiempos de estudio. Las niñas tenían que gestionar su frustración, gestionar sus celos, gestionar sus horas de sueño. Tu madre había acabado mal por no saber gestionar su dependencia emocional y su miedo a la soledad. En casa debíamos gestionar horarios, tareas domésticas, menús diarios, ingresos y gastos. ¿Por qué no escribes un libro de autoayuda? Aprende a gestionar tu vida en diez pasos. Gestiona tus sentimientos para alcanzar tus objetivos. Perdona el sarcasmo. Estoy harta de gestionar, qué mierda de palabra, llevamos años gestionando y mira dónde hemos acabado. Y no, no supe gestionar mi deseo tras reencontrarme con Mateo. O si prefieres, no quise gestionar mi deseo. No me importó que se volviese ingestionable. Sé que cualquier cosa que hoy te cuente sobre cómo me sentía yo antes de encontrar a Mateo te sonará a coartada tardía: una reelaboración posterior para justificar el engaño. Yo misma dudo, me pregunto también si la culpa engaña a la memoria, porque me cuesta recuperar sensaciones de aquel tiempo. Nuestro “antes”, el invierno donde prevenir incendios, el monte descuidado a falta de una chispa. Lástima no haber llevado un cuaderno de pena como el tuyo. Tampoco me extraña que pienses que exagero mi malestar previo para exculparme: tú ignorabas cómo estaba yo, de la misma forma que yo desconocía cómo estabas tú, cada uno encerrado en su malestar.

INCIPIT 880. NUEVE CUENTOS / JD SALINGER


En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica de la 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula.

DE LA SEDUCCION


Feliz final, Isaac Rosa, p. 131
: ojo con la seducción, que es el verdadero peligro de las pantallas; la seducción es la marca de nuestro tiempo, el deporte favorito, seducimos a todas horas, yo mismo os estoy seduciendo ahora mismo con mí discurso, pero esa seducción deportiva se vuelve inevitable e irresistible cuando hay una pantalla por medio, todos acabamos seduciendo y siendo seducidos; reconoced/o, en cuanto empezáis a intercambiar mensajes con alguien, no tardáis en arrancar un juego de seducción; podríamos hasta formular una ley científica: toda conversación en redes sociales o mensajes de móvil entre dos personas mínimamente susceptibles de sentir atracción mutua, y que se prolongue en el tiempo, deriva inevitablemente en juego de seducción; es la plaga de nuestro tiempo, la mayoría de las relaciones amorosas empiezan con un intercambio de mensajes pero también terminan por otro intercambio de mensajes, al ser descubierto, por la boca muere el pez. Seguiste pontificando sobre cómo hoy todos necesitamos tasar y revalorizar nuestro capital erótico, los circuitos cerebrales de recompensa que se activan al seducir, la matraca de la dopamina, se notaba que tenías todo muy pensado, no recuerdo si habías incluso publicado algún artículo o estarías pensando en otro posible libro por escribir: un hueco editorial, un nicho de mercado, miles de seducidos y seductores digitales corriendo a comprarlo, yo hice la EGB, a mí me sedujeron en un chat, etcétera. Y remataste señalándome a mí, que estaba al margen de la conversación, teléfono en mano: ahí tenéis a mi mujer, Ángela, lleva toda la tarde con el móvil, ¿quién te está seduciendo, querida? Todos reímos, yo también, pero ya habrás adivinado con quién intercambiaba mensajes en ese momento. Mateo y yo aún estábamos en los primeros peldaños, en pleno juego de seducción, sí, intercambiando bromas, recuerdos, confidencias, planes, canciones favoritas y hasta ese léxico propio que toda pareja construye. Aunque yo rebajaba y hasta descreía cuanto me decía Mateo, pues sabía que era parte de su estrategia seductora, me alcanzaba de lleno, cada mensaje caía ruidoso en el pozo seco de mi autoestima: que yo era una mujer fascinante. Deliciosa. Luminosa. Que estaba haciendo un gran trabajo en el proyecto de Historias de Vida. Que mis hijas eran afortunadas por tener una madre como yo. Que merecía alguien que me valorase. Y por supuesto, que parecía más joven de mis cuarenta, que estaba más bonita ahora  que años antes. Que poseía una sonrisa desarman te, que ya sé, es una expresión trillada, tú dirías que mala literatura, sonrisa desarmante, pero yo también necesitaba mala literatura. Nos estábamos seduciendo, sí, con cada vez menos prudencia aunque aún no sabíamos adónde llegaría tanta palabra disparada. Te concedo la validez de tu teoría: lo que en principio era solo una conversación entre dos conocidos que se descubren llenos de coincidencias y padecen la misma necesidad de ser escuchados fue trepando con tesón de hiedra por esa escalera de caracol que levanta la seducción.

INCIPIT 878. FELIZ FINAL / ISAAC ROSA


EPÍLOGO
Nosotros íbamos a envejecer juntos. Lo digo en voz alta por escucharme, y compruebo lo melodramático que suena: nosotros íbamos a envejecer juntos. Lo repito con más fuerza, buscando el eco en el dormitorio vacío, exclamatorio: ¡nosotros íbamos a envejecer juntos! Pruebo a decirlo sonriendo, como un vendedor telefónico: nosotros íbamos a envejecer juntos. Nada. Sigue sonando aparatoso. Ahora engolando la voz, rodilla en tierra, calavera en mano, pausas dramáticas: Nosotros. Íbamos. A envejecer. Juntos. Abro los brazos para llenar pulmones de tenor, la orquesta se eleva, el público se estremece, tintinea la gran lámpara sobre la platea: nosotroooooos íbamos a envejecer juuuntooooooooos. Caigo muerto en el escenario, baja el telón, aplausos, hipidos. Lo tecleo en el teléfono, en varios intentos: Nosotros íbam, y borro. Nosotros íbamos a env, y borro

INCIPI 879. EL SECRETO DEL MAL / ROBERTO BOLAÑO


LA COLONIA LINDA VISTA
Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora, si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía más de veinte metros y se podría decir que más que calle era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en México.

FUTURO PERFECTO


Feliz final, Isaac Rosa, p. 70
Te habría contado sobre un futuro que era expresión de voluntad y deseo, pero sometidos a una verosimilitud estrecha. En ese futuro estamos juntos, sí: vamos a envejecer juntos. Con las metáforas odiseicas que sabes que me gustan tanto, hemos superado la travesía, sobrevivido a tormentas, naufragios, extravíos y cantos sirénidos, sobrevivido incluso al cansancio, y no nos hemos ahogado en la orilla. Hemos alcanzado tierra firme. Tenemos nuestra casa, un lugar propio, del que nadie podrá echarnos ya, donde sobreviviríamos como robinsones si todo fuese mal ahí afuera. Nos queremos, seguramente no nos amamos pero nos queremos, no nos deseamos pero nos queremos, podríamos vivir el uno sin el otro pero nos queremos, hemos aceptado que esa forma tranquila de quererse no es una merma ni un fracaso sino al contrario, un triunfo. Estamos juntos, no por ninguna predestinación ni ridículas medias naranjas inseparables, ni siquiera por necesidad económica, sino porque hemos decidido seguir juntos. Hemos aprendido a disfrutar lo que compartimos, en primer lugar nuestras hijas. Hemos aprendido también a tener cada uno su propio espacio y tiempo, negociando las zonas comunes, respetándonos tanto que de mutuo acuerdo hemos preferido ampliar el territorio compartido. No nos exigimos exclusividades ni fidelidades frustrantes, y esa libertad es la que nos desinteresa del exterior, porque incluso hemos reconstruido nuestro deseo,  acomodándolo a la necesidad de cada uno hasta sincronizarlo.  Paseamos. Paseamos mucho, todas las tardes, por el monte cercano a la casa. Hasta nos sabemos ya los nombres de los árboles. Cuidamos juntos el huerto porque, aunque te burles, en mi fantasía de vida no falta un huerto, más como subsistencia que como actividad espiritual. Estamos juntos. Sabemos que nos tendremos el uno al otro si en algún momento nos golpea la enfermedad, la depresión, la degeneración cerebral, la parálisis corporal, la incontinencia de esfínteres y el olvido salvaje de rostros y nombres. Somos nuestro propio Estado de Bienestar. Estamos a salvo. Estamos en casa, esa casa que gritábamos en los juegos infantiles y al alcanzarla detenía el peligro y te protegía como una campana de acero. Casa.

CUSTODIA COMPARTIDA

Feliz Final, Isaac Rosa, p. 24
¿Cuánto dinero vas a pasarles a las niñas? ¿Dinero, qué dinero?, estamos hablando de custodia compartida. Pero las niñas van a vivir conmigo. Es custodia compartida, propongo que hagamos una estimación de gastos, abrimos una cuenta y cada uno ingresa la mitad mensualmente. Y el piso qué, yo no puedo pagar un piso sola, te lo advertí antes de alquilarlo y entendí que estábamos de acuerdo. Yo tampoco puedo pagar un piso, por eso me voy con mi madre. Pero las niñas necesitan una casa. Si la pagamos entre los dos, deberíamos poder vivir los dos. No empieces otra vez con tu película de padres separados que siguen compartiendo casa como amigos. Y o no puedo pasarte una pensión, y lo sabes. Yo no quiero una pensión, Antonio, y tú también sabes que yo sola no puedo pagar ese piso. Busca uno más pequeño. Es de dos habitaciones, dónde coño quieres que nos metamos. No perdamos los nervios, Ángela, se trata de llegar a un acuerdo. A esto llamas tú ponernos de acuerdo. Íbamos muy bien hasta que hemos empezado a hablar de dinero. Y a ves, somos como cualquier pareja que se separa, un asco. Tenemos que hacer un esfuerzo. Yo estoy harta de hacer esfuerzos, no me quedan fuerzas para más. Hazlo por las niñas. Eso hago, preocuparme por ellas. Sabes que no estoy en mi mejor momento, lleguemos a un acuerdo provisional y cuando esté en mejor situación retomamos lo del dinero. El momento lo elegiste tú. Eso no es justo. Tú has querido separarte. Alguien tenía que tomar la decisión tarde o temprano. Pero ha sido temprano, porque tú no podías esperar más. ¿Crees que tengo prisa por separarme? Sí, eso creo, mucha prisa, porque tienes planes mejores. No sé de qué hablas. ¿Cómo esperas que acordemos nada si no me dices la verdad?, remataste tú. Y entonces te conté, tarde, lo que ya sabías.

TIRANOS Y BANDERAS


El escándalo del siglo, Gabriel García Márquez, p. 285
Sin embargo, mi experiencia de escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudío de Carlyle, cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Antonio López de Santa Anna enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasia Somoza García, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos.
Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar hacer una auténtica de Morazán.
En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea posible.
1 de julio de 1981, El Pals, Madrid

INCIPIT 877. EL PERFECIONISTA EN LA COCINA / BARNES


UN COCINERO TARDÍO
Empecé a cocinar tarde. En mi infancia, el remilgado proteccionismo habitual rodeaba las actividades de las cabinas electorales, el lecho conyugal y el banco de la iglesia. No advertí la existencia de un cuarto lugar secreto -secreto, al menos, para los chicos- en la familia inglesa de clase media: la cocina. De ella salían mi madre y las comidas -comidas a menudo basadas en la producción del huerto de mi padre-, pero ni él ni mi hermano ni yo hacíamos preguntas, ni se nos alentaba a formularlas, sobre el proceso de transformación. Nadie llegaba hasta el extremo de decir que cocinar era de mariquitas; era tan sólo algo para lo que no servían los varones domésticos. Las mañanas de colegio mi padre preparaba el desayuno -gachas recalentadas con jarabe dorado, beicon, una tostada- mientras sus hijos se dedicaban a lustrarse los zapatos y a las tareas de la cocina- estufa: rastrillar las cenizas, rellenarla de carbón. Pero estaba claro que la competencia culinaria masculina se limitaba a estos escarceos matutinos.

INCIPIT 876. EL RASTRO / MARGO GLANTZ


Me llamo Nora García. Hace muchos años que no vengo al pueblo: estaciono mi coche, me acerco tímidamente, con cautela, a la puerta principal y entro a la casa, apenas la reconozco, ha cambiado para mal, el jardín descuidado, las plantas secas, el pasto amarillento, algunos espacios vacíos donde antes había arbustos florecidos. Abajo, en la barranca, árboles de copa ancha y colorines. Gente en todas partes, me cohíbo, se me oprime el corazón: conozco a varias personas, no son exactamente las que más estimo, quizá haya otras de quienes me he olvidado: ha pasado mucho tiempo. Creo reconocer a una mujer, el cuerpo hinchado, la cara también, su color es desagradable, ¿será un color fúnebre? Exagero, me digo, es la noticia de su muerte, el regreso a la casa, el temor a recordar demasiado, la seguridad de volver a ver a gente que detesto y me ha hecho daño, lo de siempre, las incertidumbres del corazón.

INCIPIT 875. MUDAR DE PIEL / GIRALT TORRENTE


LUCÍA Y YO
Yo era el mayor y, si bien lo era por muy poco, Lucía no cesaba de recordármelo. Parecía asumir que mi condición me otorgaba ventajas. Eres el mayor, tú sabrás, decide tú, me decía en cualquier encrucijada, cuando lo cierto es que solíamos hacer su voluntad. Compartíamos el recuerdo entablillado de una madre a quien apenas conocimos; vivíamos rodeados de robles y pinos en una hermosa casa a la que llamábamos la fortaleza y, aunque no quedaban lejos ni el pueblo donde asistíamos a clase ni el apeadero del tren que tomaba nuestro padre para desplazarse a la ciudad, nos complacía sentirnos aparte de todo. De un lado estábamos nosotros, y del otro, el mundo del cual participaban profesores y compañeros o las sucesivas empleadas domésticas que ejercían de centinelas. Nuestro padre. ¿Qué lugar le reservábamos? Difícil determinarlo. Dentro y fuera, si se me permite la indefinición.

INCIPIT 874. EL NEGRO DEL NARCISSUS / JOSEPH CONRAD


El señor Baker, primer oficial del barco Narcissus, franqueó de una zancada el umbral de su camarote iluminado y se encontró en la oscuridad del alcázar. Sobre su cabeza, en el frontón de la toldilla, el sereno tocó dos campanadas. Eran las nueve. El señor Baker, hablando desde abajo, preguntó:
-¿Todo el mundo a bordo, Knowles?
El hombre bajó rengueando la escalera, luego dijo reflexivamente: -Me parece que sí, señor. Todos los antiguos ya han venido y muchos de los nuevos también ... Deben de estar todos. -Dile al contramaestre que envíe a todos a popa –continuó el señor Baker-; y hazme traer una buena lámpara. Voy a pasar lista a nuestra gente.
En la cubierta mayor había gran oscuridad en popa, pero poco más allá, por las puertas abiertas del castillo de proa, dos franjas de viva luz rasgaban las tinieblas de la noche tranquila que envolvía el navío. Se oía allí un zumbido de voces, en tanto que a babor y estribor, en el rectángulo luminoso de las puertas, siluetas móviles aparecían un instante, negrísimas, sin relieve, como figuras recortadas en hojalata. El barco estaba a son de mar. El carpintero había encajado la última cuña que condenaba la escotilla mayor, y tirando su maza se había enjugado la frente con lentitud ceremoniosa, al darse el toque de las cinco.

EXPO 92


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 454
Pero esta dramática situación de las cajas vacías que hay que llenar ya la conocíamos en varias cosas de origen, en principio, bastante más inocente. Pongamos, por ejemplo, el compromiso diario de un periódico que cada día, ocurra lo que ocurra, está obligado a llenar dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro o mayor número de páginas, siempre que sea un múltiplo de dieciséis o, en el mejor de los casos, por lo menos de ocho. Ya conocemos los argumentos de los periodistas sobre la gran elasticidad tipográfica de un periódico y sobre la aún mayor libertad de juego que le permite la inclusión de la publicidad. Pero, con todo, nos queda siempre la convicción de que un periódico verdaderamente transitivo, realmente determinado por su objeto, por las cosas de las que pretende ser función, o sea, las noticias, tendría que tener un día once páginas y cinco octavos de página, otro treinta y una páginas y un tercio, y, en fin, un día excepcionalmente feliz, aparecer en los quioscos y ser puesto a la venta bajo el mismo título y con el mismo precio, con todas sus páginas en blanco y sólo este mensaje en la portada: «PAS DE NOUVELLES, BONNES NOUVELLES!». Un mensaje, por cierto, que también notificaría, de modo implicito, el renacimiento de la transitividad.
En fin, como ejemplo de inmensa caja vacía, tan inmensa como del orden de los cientos de miles de millones de pesetas, si es que no pasa incluso del billón, es la reciente Exposición Universal de Sevilla en su autoproclamado aspecto cultural. Pabellones, auditorios, sofisticadísimos sistemas de proyección “audiovisual» se programaron y se proyectaron con entera independencia y con indiferente e incalculada anticipación respecto de cualesquiera «contenidos culturales” capaces de justificarlos. Morada a priori su capacidad total en número de espectadores y establecido a priori el número de días que el festejo tendría que durar, fueron fiados en cincuenta millos “actos culturales» que había que organizar. Dejando al margen la cuestión de que la noción misma de «acto cultural» es, culturalmente, bastante repelente y casi lleva en sus entrañas el germen del relleno y, por lo tanto, el correlato de un vacío preexistente --de una caja vacía- que estaría destinado a rellenar, aparte de esto, digo, jamás hubo en el mundo, que yo sepa, cincuenta mil actos culturales ya prefigurados que se hallasen en urgente demanda de una sala-auditorio que les diese cabida y cumplimiento. Y así fue necesario inventárselos ad hoc y con arreglo a las gigantescas proporciones espacio-temporales de la caja vacía que era preciso rellenar.
Ahora, por colofón, terminado el festejo y vacante la gran caja sevillana, surge la necesidad de seguir justificando las «infraestructuras» no perecederas, y las autoridades vuelven a devanarse la cabeza con el posible destino que en adelante se les podría dar. En efecto, el anteproyecto denominado “Cartuja noventa y tres» no es sino la segunda parte del imponente efecto de succión que el horror vacui de la gran caja vacía sevillana vuelve a ejercer sobre las imaginaciones oficiales. ¡Hay que llenarla nuevamente sea como sea, con cualquier cosa que sea y a costa del despilfarro que haga falta!

CAIN


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 534
El remordimiento, en que la culpa sigue pesando para siempre sin encontrar absolución, responde propiamente a la moral, tal como se podría ilustrar ejemplarmente con el mito de Caín: Dios puso una señal sobre Caín para que nadie lo matara; la impunidad de Caín expresa la impunibilidad o inexpiabilidad de la culpa en cuanto obra, que es lo que está en  correspondencia con la naturaleza del remordimiento. Con la impunidad de Caín, Dios establece el homicidio como acto moral puro. Caín le dice a Yahvé que teme que lo maten en la proscripción. “Mo será así”, le dice Yahvé, y pone una amenaza siete veces mayor contra quien lo mate y una señal sobre él para que ni siquiera por error lo maten: será perpetuo portador de la culpa y la señal sobre él irá anunciando su proximidad, como la campanilla de un leproso advierte a las gentes para que se aparten. Lo hace sacro -execrable, sacré-- y por tanto intocable, defendiéndolo con una amenaza siete veces mayor y con una señal de prohibición: nadie ose matar a aquel a quien Dios ha hecho perpetuo portador de la culpa. Caín, que vaga “huido y errante” por la Tierra, sin hallar nunca nadie que lo mate, es como la encarnación objetiva del remordimiento y la culpa moral.
Lo expiable, lo conmutable, lo resarcible supone el intercambio y pertenece, por tanto, a lo profano. Dios quiere que la vida de Abel sea sagrada, que su sangre sea irrestañable y su muerte irreparable, inconmutable con la sangre de su matador. En tanto que fungible, conmensurable, expiable, el acto jurídico es deuda; en tanto que infungible, inexpiable, impunible, el acto moral es culpa. Irreparable como el agravio infligido. La amenaza desmesurada –“Caín será vengado siete veces”-expresa con esa desmesura la inconmensurabilidad del acto moral frente a la conmensurabilidad del acto ante el derecho.

EL TRIUNFO DE LA MUERTE


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 515
Ya la Ilíada, a través del pasaje en el que Héctor, recriminando a Paris por su cobardía, lo llama despectivamente “el más guapo de todos, mujeriego, seductor”, nos muestra no sólo que los helenos no dejaban de percibir la otra belleza -la de París, o sea la del cuerpo del ocio y el amor-, sino también que la perfección del cuerpo instrumental formaba parte de una ética. Y si la «ascética» del gimnasta respondía a la idea de que el que ha de lograr la victoria tiene que acendrarse infligiéndose a sí mismo, y aguantándolo, todo lo que podría infligirle un supuesto vencedor, podemos concluir que esa ética remite a la “ética de la dominación”. En «La libertad del hombre virtuoso», Filón emplea muchas veces la comparación con el atleta o luchador, en cuya capacidad para la automortificación y para el dominio de sí mismo en el aguante del esfuerzo y del dolor quiere ilustrar lo que para él sería propio de todas las virtudes; y en «La creación del mundo” recoge la expresión estoica “to hegemonikón” ('lo que manda', 'lo que domina'), para caracterizar "el lógos», la parte racional del alma. De modo que “da razón” es (y yo sospecho que sólo eso hubo de ser originariamente) la unidad de mando, el capitán que tiene que doblegar y someter a latigazos a toda la despreciable chusma amotinada de las pasiones del alma y los apetitos de la carne, hasta ponerlos al servicio de sus fines. «Racional» sería aquello que alcanza sus designios. Y para el cristiano la racionalidad del sufrimiento, de la automortificación y del dominio de sí mismo en la represión de las pasiones y los apetitos, “desordenados” por definición, se referirá al designio de la salvación. A través de esta recuperación helénica el cristianismo convertirá en virtudes aquellas capacidades funcionales del cuerpo instrumental que tenían su fundamento en una ética de la dominación. Nada de extraño, así pues, en que Clemente Romano diese el paso, algo más que simbólico, de poner a las legiones imperiales por modelo de disciplina a imitar por los cristianos; coronando de este modo la violentada hibridación alejandrina entre filosofía y religión, ya todo se veía volver y reintegrarse y perpetuarse a mayor gloria de la dominación. Cuando, inflamado en la fe de Cristo resucitado, exclamaba «¿Dónde está, muerte, tu victoria?, ¿dónde está, muerte, tu aguijón”, ¿quién iba a decide a Pablo cómo todo, y en gran parte por su culpa, sería devuelto en medida doblada al príncipe de este mundo y a la dominación hasta el extremo de que una de las más veraces y admirables obras del arte cristiano sería un cuadro titulado El triunfo de la muerte?

¡DIOS¡


Qwertyuiop, Sánchez Ferlosio, p. 519
(Ésjaton) No necesito tenerlo ante los ojos, lo estoy viendo: la gran figura iluminada, en el centro y en lo alto, está semisentada, como al borde de un escabel con los muslos inclinados hacia delante y el ancho torso desnudo combado y un poco vuelto hacia su izquierda; hay una leve torsión del cuello, porque el rostro está más vuelto que el torso y mirando para abajo hacia el rincón, oscuro, de ese mismo lado: mira, pero sin dejar dudas de que es una última mirada, a punto de apartar la vista para siempre; Ja mano derecha levantada y con los dedos abiertos en forma de concha también apunta hacia abajo, hacia el rincón izquierdo, como un espejo cóncavo; pero no proyecta luz, sino tiniebla: la mano del Salvador no está salvando: está condenando.

ALTOS ESTUDIOS ECLESIASTICOS


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 563
En 1953, tras servir a la patria en Marruecos, me casé con Carmen Martín Gaite. Tras escribir El Jarama -entre octubre de 1954 y marzo de 1955-, agarré la Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, y me sumergí en la gramática y en la anfetamina. Cuando un clérigo da lugar a algún escándalo, la discretísima Iglesia católica, experta en tales trances, lo retira rápidamente de la circulación, y al que pregunta por él, tras haber advertido su ausencia, se le contesta indefectiblemente:  “Oh, el padre Ramoneda se ha recogido para dedicarse a altos estudios eclesiásticos”; a mí no me hizo falta ningún obispo que me retirase, sino que me bastó con el inmenso genio de Karl Bühler y la irresistible sugestión teórica y expositiva de su obra -y quizá algo de horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza- para retirarme de la circulación y consagrarme a «altos (o bajos) estudios gramaticales» durante quince años. Sin embargo, al principio, se interesó por mi pasión y mis «estudios” mi ya entonces antiguo amigo Víctor Sánchez de Zavala. Varios amigos han tenido sobre mí -y aun otros nuevos la han adquirido después de entonces- muchísima mayor autoridad que la que nunca habrían podido imaginarse; el primero de ellos fue sin duda Víctor Sánchez de Zavala, un hombre   extraordinariamente inteligente y además infinitamente más leído e instruido de cuanto yo pudiera llegar a ser jamás. Pues bien, cuando Carlos Peregrín Otero vino de California con la buena nueva del chomskismo (Víctor y yo ya habíamos leído juntos un opúsculo de Chomsky), a Víctor se le ocurrió organizar en mi casa, semanalmente, una pequeña tertulia gramatical, que a él le dio por denominar Círculo Lingüístico de Madrid y al que, además de Sánchez de Zavala, Otero y yo, asistían Carlos Piera e Isabel Llácer; las reuniones no pasarían de siete u ocho. Yo era, sin duda, académicamente muy indisciplinado; había empezado por Bühler y ya me adentraba por la gramática histórica del griego y el latín o por los estudios de Gelb y Goldstein sobre las afasias, desde los cuales salté a estudiar la «psicología de la Gestal”, un verdadero paraíso para el anfetanúnico, con apenas rudimentos de la gramática escolar. Sería quizá un verano lo que interrumpió nuestras sesiones, pero en septiembre nadie volvió más. Un dia Carmen Martín Gaite se cruzó en la calle con Víctor Sánchez de Zavala, que le dijo que estaba estudiando lingüística con Carlos Piera, Isabel Llácer y otros más; “es que no se puede trabajar con aficionados», explicó. Aquella especie de expulsión académica me produjo rencor, pero lo peor fue que condicionó, condenándolos al solipsismo, los restantes doce o trece años de mis «altos estudios eclesiásticos”. No obstante, la pasión gramatical no logró abandonarme, sino que «se creció con el castigo”, como suele decirse de los buenos toros bajo el varilarguero. No quiero ni pensar en lo que pueda haber quedado en aquellas decenas de millares de páginas de apuntes, probablemente crípticos hasta para el mejor y más voluntarioso entendedor.

ANFETAS


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 564
La anfetamina misma es, ya por sí sola, extremadamente querenciosa de la soledad. Cuando me encerraba no quería ver a nadie. Un verano -sería el de 1959-, en que me quedé solo en Madrid, llegué incluso a arrancar el cable del teléfono. El resto del año, el sistema era así: me quedaba una media de cuatro días con sus cuatro noches en sesión continua de lecturas y escrituras gramaticales, con luz eléctrica también de dia, como Monsieur Dupin, el de «El misterio de Marie Roget”y «Los crímenes de la calle Morgue»; al fin caía redondo y me dormía profundamente durante veinticuatro o más horas, salvo uno o dos brevísimos despertares para comer y beber y con una maravillosa bajada de tensión. Después cogía a mi niña -que en 1960 cumplió los cuatro años- y me pasaba con ella cuatro o cinco dias sin interrupción; íbamos a los parques y a visitar museos: de El Prado, le gustaba sobre todo El Bosco, porque, como ella decía, «tiene mucho», y La laguna Estigia de Patinir. Pero El triunfo de la muerte, de Brueghel el Viejo, se volvería su favorito. Yo no quería enseñárselo, por esa tontería de los padres de evitar a nuestros hijos pequeños la visión de la muerte (la educación del príncipe Gauthama), y me la llevaba disimuladamente hacia el que estaba al lado, haciendo rincón con él: El carro de heno. Pero ella era tan atenta y difícil de engañar que, a la segunda, me cazó. Y El triunfo de la muerte se hizo su cuadro favorito para siempre. Esta reproducción que tengo ante los ojos, ahí colgada en la pared, era de ella.
Nunca me lo he pasado mejor que aquellos quince años -de 1957 a 1972- de gramática, casi en exclusiva, y de mayor furor grafomaníaco. Hacia 1961 me inscribí en el Ateneo, y allí iba, en los cuatro o cinco días de sesión, desde las nueve de la mañana hasta la una de la noche, para seguir después en casa. Allí intimé con José Antonio Llardent, al que ya conocía algo de antes; cada tres o cuatro horas bajábamos un ratito al bar a recargar café (dicen que antes de la guerra la dirección del Ateneo mandó rebajarles el cale a los intelectuales, para que no pensaran tanto); poco después empezaron a sentarse con Llardent y conmigo unos cuantos muchachos más jóvenes, entre los cuales estaba Demetria Chamorro, de la que me enamoré -aunque ella no lo sabría hasta más de dos años después- y con la que hoy estoy casado.
En 1970 me marché de la casa de Carmen Martín Gaite y alquilé un piso.

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