Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ALTOS ESTUDIOS ECLESIASTICOS


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 563
En 1953, tras servir a la patria en Marruecos, me casé con Carmen Martín Gaite. Tras escribir El Jarama -entre octubre de 1954 y marzo de 1955-, agarré la Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, y me sumergí en la gramática y en la anfetamina. Cuando un clérigo da lugar a algún escándalo, la discretísima Iglesia católica, experta en tales trances, lo retira rápidamente de la circulación, y al que pregunta por él, tras haber advertido su ausencia, se le contesta indefectiblemente:  “Oh, el padre Ramoneda se ha recogido para dedicarse a altos estudios eclesiásticos”; a mí no me hizo falta ningún obispo que me retirase, sino que me bastó con el inmenso genio de Karl Bühler y la irresistible sugestión teórica y expositiva de su obra -y quizá algo de horror o repugnancia por el grotesco papelón del literato que, tras el éxito de El Jarama, se cernía como un cuervo sobre mi cabeza- para retirarme de la circulación y consagrarme a «altos (o bajos) estudios gramaticales» durante quince años. Sin embargo, al principio, se interesó por mi pasión y mis «estudios” mi ya entonces antiguo amigo Víctor Sánchez de Zavala. Varios amigos han tenido sobre mí -y aun otros nuevos la han adquirido después de entonces- muchísima mayor autoridad que la que nunca habrían podido imaginarse; el primero de ellos fue sin duda Víctor Sánchez de Zavala, un hombre   extraordinariamente inteligente y además infinitamente más leído e instruido de cuanto yo pudiera llegar a ser jamás. Pues bien, cuando Carlos Peregrín Otero vino de California con la buena nueva del chomskismo (Víctor y yo ya habíamos leído juntos un opúsculo de Chomsky), a Víctor se le ocurrió organizar en mi casa, semanalmente, una pequeña tertulia gramatical, que a él le dio por denominar Círculo Lingüístico de Madrid y al que, además de Sánchez de Zavala, Otero y yo, asistían Carlos Piera e Isabel Llácer; las reuniones no pasarían de siete u ocho. Yo era, sin duda, académicamente muy indisciplinado; había empezado por Bühler y ya me adentraba por la gramática histórica del griego y el latín o por los estudios de Gelb y Goldstein sobre las afasias, desde los cuales salté a estudiar la «psicología de la Gestal”, un verdadero paraíso para el anfetanúnico, con apenas rudimentos de la gramática escolar. Sería quizá un verano lo que interrumpió nuestras sesiones, pero en septiembre nadie volvió más. Un dia Carmen Martín Gaite se cruzó en la calle con Víctor Sánchez de Zavala, que le dijo que estaba estudiando lingüística con Carlos Piera, Isabel Llácer y otros más; “es que no se puede trabajar con aficionados», explicó. Aquella especie de expulsión académica me produjo rencor, pero lo peor fue que condicionó, condenándolos al solipsismo, los restantes doce o trece años de mis «altos estudios eclesiásticos”. No obstante, la pasión gramatical no logró abandonarme, sino que «se creció con el castigo”, como suele decirse de los buenos toros bajo el varilarguero. No quiero ni pensar en lo que pueda haber quedado en aquellas decenas de millares de páginas de apuntes, probablemente crípticos hasta para el mejor y más voluntarioso entendedor.

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