Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA BOMBA ATOMICA


MANIAC, Benjamín Labatut, p. 146

Hubo quienes nos quedamos en silencio, incluso algunos rezaban mientras veíamos esa nube ominosa colgando encima de nosotros, ascendiendo al cielo como un hongo de la muerte, con toda esa radiactividad en su interior, brillando púrpura y extraterrestre, subiendo más y más hacia la estratosfera, mientras un trueno terrorífico producto de la onda de choque rebotaba a lo largo de las montañas y hacía eco una y otra vez, una y otra vez, como si fuese el tañido de una campana anunciando el fin del mundo.

Justo después de la prueba, una carta comenzó a circular entre la comunidad de físicos. Era una petición para convencer al presidente de no usar la bomba contra los japoneses. Más de ciento cincuenta miembros del Proyecto Manhattan la firmaron. Porque la guerra en Europa ya se había acabado. O sea, Hitler se había pegado un tiro en la cabeza, por Dios, no había ningún motivo válido para asesinar a más de doscientos mil civiles como lo hicimos en Japón. Si la hubiesen visto. Lo juro. Si un solo general japonés hubiese visto la prueba de la bomba, habría bastado. Pero Truman nunca recibió la carta. Aunque no habría supuesto ninguna diferencia. Las bombas que nosotros creamos ya estaban en manos de los militares. Y las iban a usar, sin importar lo que dijéramos. Hasta tenían un comité listo para elegir los mejores objetivos, pero fue von Neumann quien los convenció de que no debían detonar sus aparatos al nivel del suelo, sino más alto. Porque de esa manera la onda de choque causaría un daño incomparablemente mayor. Él mismo calculó la elevación ideal -unos dos mil pies. Y esa fue exactamente la altura a la que volaban nuestras bombas cuando estallaron sobre los techos de  esas casitas de madera, tan pintorescas, en Hiroshima y Nagasaki.


NEUMANN JANOS LAJOS


MANIAC, Benjamín Labatut, p. 51

Cuando el cáncer se extendió a su cerebro y empezó a destruir su mente, el ejército de Estados Unidos lo recluyó en el Centro Médico Militar Walter Reed. Dos guardias armados custodiaban la puerta. Nadie podía verlo sin el permiso explícito del Pentágono. Un coronel de la Fuerza Aérea y ocho aviadores con el más alto nivel de autorización secreta fueron puestos a su disposición a tiempo completo, a pesar de que muchos días no era capaz de hacer otra cosa que gritar como un demente. Era un matemático judío de cincuenta y tres años, un extranjero que había emigrado a Estados Unidos desde Hungría en 1937, y sin embargo, a los pies de su cama, estaban el contraalmirante Lewis Strauss, el presidente de la Comisión de Energía Atómica, el secretario de Defensa, el subsecretario de Defensa, los secretarios de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Marina, y los jefas del Estado Mayor Militar, atentos a cada una de sus palabras, añorando un chispazo final del genio que les había prometido un control divino sobre el clima del planeta, el mismo que creó la primera computadora moderna, las bases matemáticas de la mecánica cuántica, la teoría de los juegos y del comportamiento económico y las ecuaciones para la implosión de la bomba atómica, el profeta que anunció la llegada de la inteligencia artificial, las máquinas autorreplicantes, la vida digital y la singularidad tecnológica, agonizando frente a sus ojos, perdido en el delirio, muriendo al igual que cualquier otro hombe.

En la imagen John von Newmann

GEORGE BOOLE


MANIAC, Benjmain Labatut, p. 43

En 1840, George Boole sufrió una visión religiosa mientras atravesaba un campo cerca de Doncaster al atardecer. De pronto, supo cómo se podían usar las matemáticas para descifrar los misteriosos procesos del pensamiento humano. Los mismos símbolos del álgebra podían emplearse para describir lo que sucedía dentro de la cabeza de las personas mientras seguían un hilo de pensamiento, expresando todos sus giros y vueltas en forma binaria. Si esto,  entonces aquello. Si aquello, entonces esto no. En 1854, Boole publicó un libro que causó sensación. Lo tituló An Investigation of the Laws of Thought. Su objetivo expreso era «investigar las leyes fundamentales de aquellas operaciones de la mente mediante las cuales se ejecuta el razonamiento ». A Boole lo impulsaba una creencia casi mesiánica en que Dios mismo le había permitido vislumbrar la verdad de la mente humana. Pero hubo quienes dudaron; el filósofo Bertrand Russell quedó asombrado por la genialidad de las matemáticas de Boole, pero no creía que él hubiese descubierto algo que tuviera que ver con el pensamiento humano. Los seres humanos, dijo Russell, no piensan de esa manera. Lo que Boole realmente estaba haciendo era otra cosa ...

ADAM CURTIS, Can 't Get You Out of My Head


INCIPT 1.428. MONSTRUOS / CLAIRE DEDERER


PRÓLOGO

El violador de niñas

Roman Polanski

Todo empezó para mí en la primavera lluviosa de 2014, cuando me vi inmersa en una batalla solitaria -vale, imaginaria- con un genio repugnante. Estaba reuniendo información sobre Roman Polanski para escribir un libro y su monstruosidad me dejó de piedra. Era monumental, como el Gran Cañón, enorme, hueca y ligeramente incomprensible.

El 10 de marzo de 1977 -cito los detalles de memoria- Roman Polanski llevó a Samantha Gailey a casa de su amigo Jack Nicholson, en Hollywood Hills. La incitó a meterse en el jacuzzi, la animó a desnudarse, le dio un Quaalude, la siguió a donde estaba sentada en un sofá, la penetró, cambió de posición, la penetró analmente y eyaculó. Los detalles se amontonaban, pero con lo que me quedé fue con un hecho muy simple: violación anal de una niña de trece años.

Y, aun así, pese a saber lo que había hecho Polanski, yo seguía disfrutando de su obra. Mucho. Durante la primavera y el verano de 2014, miré sus películas, de una belleza también monumental, inmune al hecho de que yo fuera consciente del delito cometido por su director. Se suponía que a mí no debía gustarme la obra de Polanski


INCIPIT 1.427. UN VERDOR TERRIBLE / BENJAMIN LABATUT


Durante un examen médico realizado en los meses previos a los juicios de N úremberg, los doctores notaron que las uñas de las manos y los pies de Hermann Goring estaban teñidas de un rojo furioso. Pensaron -equivocadamente- que el color se debía a su adicción a la dihidrocodeína, un analgésico del que tomaba más de cien pastillas al día. Según William Burroughs, su efecto era similar al de la heroína y al menos dos veces más fuerte que el de la codeína, pero con un filo eléctrico parecido al de la coca, razón por la cual los médicos norteamericanos se vieron obligados a curar a Goring de su dependencia antes de que compareciera frente al tribunal. No fue fácil. Cuando las fuerzas aliadas lo capturaron, el líder nazi arrastraba una maleta que no solo contenía el esmalte con que Goring se pintaba las uñas cuando se disfrazaba como Nerón, sino más de veinte mil dosis de su droga favorita, casi todo lo que quedaba de la producción alemana de ese fármaco a finales de la Segunda Guerra Mundial.


MI LIMONERO


Un verdor terrible, Benjamín Labatut, p. 212

El árbol más antiguo de mi terreno es un limón, su copa es un tupido enjambre de ramas. Hace poco, el jardinero nocturno me preguntó si yo sabía cómo morían los cítricos: cuando llegan a la vejez, si logran sobrevivir a sequías, enfermedades y a los incontables ataques de pestes, hongos y plagas, sucumben por sobreabundancia. Al alcanzar el fin de su ciclo de vida, dan una última cosecha gigantesca de limones. En su primavera final, sus flores brotan y florecen en enormes racimos y llenan el aire con un dulzor tan fragante que te hace picar la garganta y las narices a dos cuadras de distancia; sus frutos maduran todos a la vez, ramas completas se quiebran bajo su peso, y luego de un par de semanas el suelo a su alrededor está cubierto de limones podridos. Es extraño, me dijo, ver tanta exuberancia antes de la muerte. Uno puede imaginarla en el reino animal, esos millones de salmones copulando antes de caer muertos, o  los miles de millones de arenques que vuelven blancas las aguas de las costas del Pacífico con su semen y sus huevos, a lo largo de cientos de kilómetros. Pero los árboles son organismos muy diferentes, y esos espectáculos de monstruosa fertilidad no parecen propios de una planta y son más parecidos a los excesos de nuestra propia especie, con su crecimiento desbordado y fuera de todo control. Le pregunté cuánto tiempo le quedaba de vida a mi limón. Me dijo que no había forma de saberlo, al menos no sin cortar su tronco para mirar sus anillos. Pero ¿quién querría hacer una cosa así?


Schrodinger


Un verdor terrible, Labatut, p. 151

Lo maravilloso y horrible del proceso -le dijo la chica- es que las crías comenzaban a parir a sus propias hijas cuando solo tenían unas pocas horas de vida; esas nuevas criaturas se habían gestado dentro de ellas cuando aún estaban en el interior del cuerpo de la madre primigenia. Las tres generaciones anidaban una dentro de la otra, como en una muñeca rusa espantosa, formando un superorganismo que mostraba la tendencia de la naturaleza hacia la sobreabundancia, la misma que lleva a ciertas aves a empollar más crías de las que pueden alimentar, obligando al polluelo mayor a asesinar a sus hermanos, empujándolos fuera del nido. El caso de algunas especies de tiburón era aún peor, le explicó la señorita Herwig, ya que los pequeños escualos eclosionaban vivos dentro del vientre de la madre, con los dientes 1~ suficientemente desarrollados como para poder devorar a los que nacían después; esa depredación fratricida les daba los nutrientes necesarios para sobrevivir durante sus primeras semanas de vida, cuando eran tan vulnerables que podían ser carnada de los mismos peces de los que se alimentarían si lograban llegar a la adultez.  No se sentía capaz de prestar atención a una clase, le dijo, pero ¿sería posible que Herr Schrodinger la acompañara a caminar alrededor del lago, para ver si el aire frío le devolvía las fuerzas?


Alexander Grothendieck


Un verdor terrible, Benjamín Labatut, p. 77

Alexander Grothendieck reinó sobre las matemáticas como un príncipe ilustrado, atrayendo a su órbita a las mejores mentes de su generación, quienes postergaron sus propias investigaciones para participar de un proyecto tan ambicioso como radical: develar las estructuras que subyacen a todos los objetos matemáticos.

Su manera de enfrentar el trabajo era excepcional. Aunque fue capaz de resolver tres de las cuatro conjeturas de Weil, los mayores enigmas matemáticos de su época, a Grothendieck no le atraían los problemas difíciles ni le interesaban los resultados finales. Su afán era alcanzar una comprensión absoluta de los fundamentos, por lo que construía complejas arquitecturas teóricas alrededor de las interrogantes más simples, rodeándolas con un ejército de nuevos conceptos. Bajo la suave y paciente presión de la razón de Grothendieck, las soluciones parecían brotar por sí mismas, revelándose por voluntad propia, «como una nuez que se abre tras permanecer sumergida bajo el agua durante meses». Lo suyo fue la generalización, el zoom out llevado al paroxismo. Cualquier dilema se volvía sencillo si uno lo miraba desde la distancia suficiente. No le interesaban los números, las curvas, las rectas ni ningún otro objeto matemático en particular: lo único que importaba era la relación entre ellos. «Tenía una sensibilidad extraordinaria a la armonía de las cosas», recuerda uno de sus discípulos, Luc Illusie. «No es solo que haya introducido nuevas técnicas y probado grandes teoremas: cambió la forma en que pensamos sobre las matemáticas. »

Su obsesión fue el espacio y una de sus mayores genialidades fue expandir la noción del punto. Ante la mirada de Grothendieck, el humilde punto dejó de ser una posición sin dimensiones para bullir con complejas estructuras internas. Donde otros veían algo sin profundidad, tamaño, ancho ni largo, Alexander vio un universo entero. Desde Euclides no se había propuesto algo tan audaz.


H


Un verdor terrible, Benjamin Labatut, p. 33

Uno de los que sufrió debido a la extensión de la guerra fue un joven cadete de veinticinco años; aspirante a artista, había rehuido el servicio militar obligatorio de todas las formas posibles, hasta que la policía llegó a buscarlo al número 34 de la calle Schleissheimer, en Múnich, en enero de 1914. Bajo amenaza de prisión, se presentó al examen médico en Salzburgo, pero lo declararon «no apto, demasiado débil e incapaz de portar armas». En agosto de ese año -cuando miles de hombres se inscribían voluntariamente en las fuerzas armadas, sin poder contener sus ganas de participar en la guerra venidera-, el joven pintor tuvo un súbito cambio de actitud: le escribió una petición personal al rey Luis III de Baviera para poder servir como austriaco en el ejército bávaro. El permiso llegó al día siguiente.

Adi, como lo llamaban cariñosamente sus compañeros del Regimiento List, fue enviado directamente a la batalla que en Alemania llegó a ser conocida como Kindermord bei Ypern, la matanza de los inocentes, ya que cuarenta mil jóvenes recién enlistados murieron en solo veinte días. De los doscientos cincuenta hombres que formaban su compañía, solo cuarenta lograron sobrevivir; Adi fue uno de ellos. Recibió la Cruz de Hierro, fue promovido a cabo y nombrado mensajero de la Sede de su Regimiento, por lo que pasó los siguientes años a una cómoda distancia del frente, leyendo libros de política y jugando con un fox terrier que adoptó y llamó Fuchsl, zorrito. Ocupaba sus tiempos muertos pintando acuarelas azuladas y haciendo bocetos a carboncillo de su mascota y de la vida en las barracas.


TURING


Un verdor terrible, B Labatut, p. 26

Pero la manzana nunca fue examinada para probar la hipótesis del suicidio (aunque sus semillas contienen una sustancia que libera cianuro de forma natural; bastaría medio tazón de ellas para matar a un ser humano) y hay quienes creen que Turing fue asesinado por el servicio secreto británico, a pesar de que había liderado el equipo que rompió el código con que los alemanes cifraban sus comunicaciones durante la Segunda Guerra Mundial, algo que fue decisivo en la victoria aliada. Uno de sus biógrafos plantea que las ambiguas circunstancias de su muerte ( como la presencia de un frasco con cianuro en su laboratorio casero, o la nota manuscrita que dejó en su velador, la cual solo contenía el detalle de las compras que pensaba hacer al día siguiente) fueron planificadas por el mismo Turing, para que su madre pudiera creer que su muerte había sido accidental, liberándola del peso de su suicidio. Aquella habría sido la última excentricidad de un hombre que enfrentó todas las particularidades de la vida con una mirada única y personal. Como le molestaba que sus compañeros de oficina usaran su tazón favorito, lo ató a un radiador y le puso un candado con clave; sigue colgado allí hasta el día de hoy. En 1940, cuando Inglaterra se preparaba para una posible invasión alemana, Turing compró dos enormes lingotes de plata con sus ahorros y los enterró en un bosque cerca de su trabajo. Creó un elaborado mapa en código para saber dónde estaban, pero los escondió tan bien que él mismo fue incapaz de encontrarlos al final de la guerra, incluso usando un detector de metales. En sus ratos libres le gustaba jugar a la «isla desierta», un pasatiempo que consistía en fabricar por sí mismo la mayor cantidad posible de productos caseros; creó su propio detergente, jabón y un insecticida cuya potencia incontrolable devastó los jardines de sus vecinos. Durante la guerra, para llegar hasta su oficina del centro de criptografía de Bletchley Park, usaba una bicicleta con una cadena defectuosa, que se negaba a arreglar. En vez de llevarla al taller, sencillamente calculó el número de revoluciones que la cadena podía aguantar y se bajaba de un salto segundos antes de que se volviera a caer.


INICPIT 1.426. LOS MUEBLES DEL MUNDO / RICARDO MENENDEZ SALMON


ANTE LA HOGUERA

Veintiún relatos en veinticuatro años, los que median entre 1999 y 2022, ambos inclusive, parecen cosecha suficiente. Máxime cuando la certeza de que el relato como asiento de la escritura ha agotado su sentido es al fin inconmovible. Una certeza a la que no he llegado por motivos de insatisfacción o de parálisis, sino debido a que la literatura, que en mi caso se revela cada vez con más intensidad como la manifestación de un permanente estado de crisis, ha mudado su aspecto y su objetivo, tanto en lo que se refiere al lugar desde el que contemplar el mundo como en lo que atañe a la estrategia mediante la que afinar esa mirada.  Sencillamente, el recipiente ha dejado de ser significativo como espacio en el que decantar la  sustancia de la escritura. No es un demérito del género, pues, sino una cuestión de perspectiva.


INCIPIT 1.425 / CONVERSACIONES CON DAVID FOSTER WALLACE


INTRODUCCIÓN

“Me siento fatal en las entrevistas”, me dijo Wallace en una carta enviada a finales del verano de 2007, “y sólo las concedo bajo una fuerte coacción”. La incomodidad de Wallace en las entrevistas tiene varias explicaciones. Su preocupación por las revelaciones públicas es razonable si se considera globalmente su carrera, que osciló entre lo que Wallace llamaba la “esquizofrenia de la atención» y el abatimiento del tormento privado (Stein). Igualmente, sus obsesiones temáticas-la inseguridad, el complicado equilibrio existente entre los paisajes interiores de los personajes y el mundo que los rodea- hacen uso de las mismas fuerzas que podrían darse en un proceso de entrevista. Al fin y al cabo, una de las técnicas marca de la casa Wallace para mostrar al personaje por medio del diálogo -la conversación unilateral, que podríamos denominar entrevista telefónica, gracias a un término acuñado por la crítica respecto de las conversaciones telefónicas de Nabokov en las que el lector sólo oye a un interlocutor- convirtió la mecánica de la entrevista en eje central de la narrativa intermedia de Wallace (La broma infinita [1996] y Entrevistas breves con hombres repulsivos [1999]). Este núcleo de actividad imaginaria provoca que el fragmento de una entrevista sea algo más que una fórmula de cortesía para Wallace


DFW


Conversaciones con DF Wallace, p. 82

L.M.: Muchas de tus obras (incluida La escoba) tienen que ver con esa crisis de los límites entre lo real y los “Juegos”, o los personajes que lo juegan comienzan a confundir la estructura del juego con la de la realidad. De nuevo, supongo que puede verse en “Animalitos inexpresivos”, donde el mundo real exterior a Jeopardy interactúa con lo que sucede en el interior del programa; la frontera entre el interior y el exterior es borrosa.

DFW: Y, también, en el relato lo que sucede en el programa tiene repercusiones para las vidas de todos en el exterior. La valencia es siempre distributiva. Es interesante que el arte más serio, incluso lo vanguardista que colisiona con la teoría literaria, todavía rechace reconocer esto, mientras que la ciencia seria se alimenta de que la separación  asunto/observador  y objeto/experimento es imposible. Está probado que la observación de un fenómeno cuántico altera el fenómeno. A la narrativa le gusta ignorar las implicaciones de este hecho. Todavía pensamos en términos de una historia que «cambie» las emociones del lector, su modo de pensar, tal vez incluso su vida. No nos entusiasma la idea de que la historia comparta su valencia con el lector. Pero la propia vida del lector “fuera” de la historia sí cambia la historia. Podría alegarse que ello afecta únicamente a “su reacción hacia la historia» o a “ su asunción de la historia)). Pero estas cosas son la historia. Así es como el posestructuralismo barthiano y derrideano me ayudaron en buena parte como escritor de ficción: una vez que he acabado la historia, estoy en esencia muerto, y probablemente el texto esté muerto; simplemente se convierte en lenguaje, y el lenguaje vive no solamente en sino a través del lector. El lector se convierte en Dios, para todo propósito textual. Veo que se enturbian los ojos, así que cerraré la boca.


TV


Conversaciones con David Foster Waqllace, p. 54

Un profesor que me caía bien decía que la función de la buena literatura es relajar al inquieto e inquietar al relajado. Supongo que buena parte del propósito de la narrativa seria es proporcionar al lector, quien como todos nosotros es una especie de náufrago en su propio cráneo, proporcionarle acceso imaginativo a otros yos. Dado que sufrir forma parte ineludible de tener un yo humano, los humanos se acercan al arte en  alguna medida para experimentar el sufrimiento, necesariamente como experiencia vicaria, más bien como una especie de generalización del sufrimiento. No sé si me explico. En el mundo real, todos sufrimos en soledad; la empatía verdadera es imposible. Pero si una obra de ficción nos permite de forma imaginaria identificarnos con el dolor de los personajes, entonces también podríamos concebir que otros se identificaran con el nuestro. Esto es reconfortante, liberador; hace que nos sintamos menos solos. Podría ser así de simple. Sin embargo observamos que la televisión y el cine popular y la mayoría de los tipos de “baja” cultura -lo cual simplemente quiere decir arte cuyo objetivo fundamental es ganar dinero- son lucrativos precisamente porque asumen que el público prefiere un cien por cien de placer a una realidad que suele componerse de un 49 por ciento de placer y un 51 por ciento de dolor. Mientras que el arte “serio”, cuyo objetivo principal no es sacarte el dinero, tiende a hacer que te sientas incómodo, o te empuja a esforzarte para acceder a su disfrute, del mismo modo que en la vida real el placer es consecuencia del esfuerzo y de la incomodidad. Por tanto es difícil que el público, especialmente el joven que ha sido educado para esperar que el arte sea cien por cien placentero y para recibir ese placer sin esfuerzo, lea y aprecie la narrativa seria. Eso no es bueno. El problema no es que el lector de hoy sea tonto, yo no lo creo. Lo único que pasa es que la televisión y la cultura comercial le han enseñado a ser una especie de vago e infantil en cuanto a sus expectativas. Esto hace que intentar llamar la atención de los lectores de hoy implique una dificultad imaginativa e intelectual sin precedentes.


UN JOVEN PRODIGIO


Conversaciones con David Foster Wallace, p. 34

UN JOVEN PRODIGIO Y SU ORIGINAL PRIMERA NOVELA

Helen Dudar / 1987

Wall Street journal, 24 de abril de 1987 © 1987, Estate ofHelen Dudar Goldman

En su último año en el Amherst College, David Foster Wallace se enfrentó a una difícil decisión profesional. Tuvo que resolver si su futuro se apoyaría en estudios superiores de filosofía o en lo que los académicos etiquetan como «escritura creativa),. Pocos habríamos resuelto el problema con tal habilidad: el señor Wallace presentó dos tesis de graduación sobresalientes que le reportaron sendos summa cmn laude. El trabajo de filosofía, un asunto matemático sumamente técnico, fue, dice, el esfuerzo más exitoso. Pero la ficción -que resultó ser una novela desenfrenada, divertida y un tanto alborotada- le proporcionó la felicidad total.

Se sentaba alrededor de la hora de comer para idear unas cuantas escenas, recordaba Wallace hace unos días, y cuando levantaba la cabeza, había llegado e incluso pasado la hora de cenar. «No sé dónde había estado, pero durante horas no había sido en la tierra. Nunca antes me había acercado a nada parecido en ningún tipo de esfuerzo emocional e intelectual.»

La sobresaliente tesis de graduación del señor Wallace, La escoba del sistema (Viking/Penguin), finalizada en 1985, cuando tenía veintitrés años, y revisada durante las vacaciones de verano, fue publicada este año y recibió bastante atención crítica, en su mayoría favorable.

En el instante de su lanzamiento, Wallace estaba en último curso del programa universitario de escritores de la Universidad de Arizona en Tucson. Cabría pensar que un joven brillante que ha escrito su primera novela antes de graduarse renunciaría a seguir estudiando, pero no estamos tan sólo ante alguien culto, sino además inteligente.


GRITAR


Los muebles del mundo, Ricardo Menéndez Salmón, p. 75

La primera vez que Balboa leyó el anuncio no pudo evitar sonreír:

SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR

ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN

Y aunque pasó la página del diario buscando las necrológicas, algo lo retuvo, una fuerza que tiró de él obligándole a volver atrás, a leer por segunda vez, muy despacio, con extraordinaria atención, como si cada una de aquellas ocho palabras pudiera contener un enigma, el texto que hacía solo un instante acababa de arrancarle una sonrisa.

SE ALQUILA HABITACIÓN PARA GRITAR

ECONÓMICA. ABSOLUTA DISCRECIÓN

El anuncio, estratégicamente situado entre los avisos de inmobiliarias y los de compraventa de muebles, automóviles y joyas, brillaba con luz propia, como un faro en la noche. Entonces, al leerlo por segunda vez, la sonrisa de Balboa dejó paso a la curiosidad. En efecto, minutos más tarde, mientras llamaba al número de teléfono indicado e imaginaba la clase de voz que respondería al otro lado de la línea, el ánimo de burla y la más pura admiración jugaban dentro de él una partida confusa. En cualquier caso, se sintió bastante reconfortado cuando una voz de hombre, una voz viril y autoritaria, un poco insolente, le comunicó un precio y le sugirió una hora.


INCIPIT 1.424. LE DEDICO MI SILENCIO / VARGAS LLOSA


¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Le habían dado el recado en la pulpería de su amigo Collau, que era también un quiosco de revistas y periódicos, y él llamó a su vez pero nadie contestó el teléfono. Collau le dijo que el aviso lo había recibido su hija Mariquita, de pocos años, y que quizás no había entendido los números; ya volverían a telefonear. Entonces comenzaron a perturbar a Toño esos animalitos obscenos que, decía él, lo perseguían desde su más tierna infancia.

¿Para qué lo había llamado? No lo conocía personalmente,  pero Toño Azpilcueta sabía quién era José Durand Flores. Un escritor reconocido, es decir, alguien a quien Toño admiraba y detestaba a la vez pues estaba allá arriba y era mencionado con los adjetivos de «ilustre letrado» y «célebre crítico», los acostumbrados elogios que tan fácilmente se ganaban los intelectuales que en este país pertenecían a eso que Toño Azpilcueta denominaba «la élite». ¿Qué había hecho hasta ahora ese personaje? Había vivido en México, por supuesto, y nada menos que Alfonso Reyes, ensayista, poeta, erudito, diplomático y director del Colegio de México, le había prologado su célebre antología Ocaso de sirenas, esplendor de manatíes, que le editaron allá.


INCIPIT 1.423. LOS PAPELES DE ADMUNSEN / VAZQUEZ MONTALBAN


Yo quería ahorrarle inútiles preocupaciones. Por eso le había ocultado durante todos estos días pasados las incidencias de mis relaciones profesionales con Laarsen y con Bird' s, el lubrificante que es a la vida de los motores lo que la jalea real a la de los hombres. Pero lisa las había adivinado a través de mis largos paseos por el piso, las horas y horas muertas al lado de la cama, el silencio de la máquina de escribir sobre el portador metálico. Hoy ha comentado extrañada todos esos síntomas y se ha quejado de mi silencio. La discusión la ha ido entristeciendo otra vez más y finalmente dos lágrimas a punto de desprenderse le han hecho volver la cara hacia el ventanal. Le he acariciado las mejillas y de improviso me ha besado la palma de una mano.

-Tengo ganas de que no tengas que hacer esas odiosas campañas de publicidad. Escribe ... Hace meses que no intentas nada.

He compuesto un bonito discurso de disculpa. Nunca se cansa de oírlo y lo he repetido con cierta periodicidad a lo largo de nuestros cinco años de matrimonio. Nunca queda convencida, pero sirve para que busque urgentemente otro tema de conversación.


HUACHAFERIA


Le dedico mi silencio, Vargas Llosa, p. 211

He aquí algunas muestras de huachafería de alta alcurnia: retar a duelo, la afición taurina, tener casa en Miami, el uso de la partícula «de» o la conjunción «y» en el apellido, los anglicismos y creerse blanco. De clase media: ver telenovelas y reproducirlas en la vida real, llevar tallarines en ollas familiares a las playas los días domingos y comérselos entre ola y ola; decir «pienso de que» y meter diminutivos hasta en la sopa («¿Te tomas un champancito hermanito?”). Y proletarias: usar brillantina, mascar chicle, fumar marihuana, bailar el rock and roll y ser racista.

Los surrealistas decían que el acto surrealista prototípico era salir a la calle y pegarle un tiro al primer transeúnte con el que se cruzaran. El acto huachafo emblemático es el del boxeador que, por las pantallas de la televisión, con la cara hinchada todavía por los puñetazos que recibió, saluda a su mamacita que lo está viendo y rezando por su triunfo, o el del suicida frustrado que, al abrir los ojos, pide confesión.

Hay una huachafería tierna (la muchacha que se compra el calzoncito rojo, con blondas, para turbar al novio) y aproximaciones que, por inesperadas, la evocan: los curas marxistas, por ejemplo. La huachafería ofrece una perspectiva desde la cual observar y organizar el mundo y la cultura. Argentina y la India (si juzgamos por sus películas) parecen más cerca de ella que Finlandia. Los griegos eran huachafos y los espartanos no; y entre las religiones, el catolicismo se lleva la medalla de oro. El más huachafo de los grandes pintores es Rubens; el siglo más huachafo es el XVIII, y, entre los monumentos, nada hay tan huachafo como el Sacré Coeur, en París, y el Valle de los Caídos en España. Hay épocas históricas que parecen construidas por ella: el Imperio bizantino, Luis de Baviera, la Restauración. Hay palabras y expresiones huachafas: prístina, societal, concientizar, mi cielo (dicho a un hombre o a una mujer)


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