Cuentan que en 1941, justo
después de leer «El jardín de senderos que se bifurcan» -primera parte de lo
que tres años más tarde sería Ficciones-, Alfonso Reyes declaró: «Por fin
tenemos en Latinoamérica alguien comparable a Shakespeare y a Cervantes». Llevaba
razón: Borges es el mayor escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo);
su impacto, sin embargo, ha sido mucho más inmediato, y en un sentido preciso
mucho más acusado, al menos en nuestra lengua. Podría argumentarse, en efecto, que
la literatura en español conoce hasta Borges dos grandes revoluciones: la
primera protagonizada por Garcilaso, que adaptó al castellano la música del
italiano o de ciertos poetas italianos (sobre todo Petrarca) y la segunda
protagonizada por Rubén Darío, que adaptó al castellano la música del francés o
de ciertos poetas simbolistas franceses (sobre todo Verlaine). Borges
desencadena la tercera revolución, y lo hace en parte mediante un procedimiento
análogo al de las dos anteriores: adaptando al castellano la música de ciertos
prosistas ingleses laterales o al menos laterales para los ingleses ( quizá
sobre todo De Quincey, Stevenson, Chesterton). El resultado es que, así como
existe en la literatura de nuestra lengua un antes y un después de Garcilaso y
de Rubén, porque fue imposible escribir en castellano después de ellos igual que
antes de ellos, existe en nuestra literatura un antes y un después de Borges,
porque, a menos que se quiera incurrir en la irrelevancia, es imposible
escribir después de Borges como se escribía antes de Borges. Hay algo, sin
embargo, que aleja a Borges de Garcilaso y Rubén y que vuelve a acercarlo a
Cervantes, y es que su influencia no ha quedado circunscrita al ámbito de
nuestra lengua, sino que permea el de la entera literatura occidental; con una
diferencia: Cervantes tardó siglo y medio en ser entendido con plenitud fuera
de su lengua -dentro de su lengua apenas ha empezado a serlo hace un siglo-,
mientras que la obra de muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo no se
entiende sin la obra de Borges. Por decirlo de una sola vez: si existe eso que
suele llamarse posmodernidad -entendida como una reacción modernísima contra la
modernidad-, Borges es su fundador.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
BORGES
LEPANTO
No callar, Javier Cercas, p. 491
Lepanto, donde se vivió «la más
alta ocasión que vieron los siglos», como Cervantes llamó a aquella batalla en
el Quijote para defenderse de las maldades de Alejandro Fernández de Avellaneda, seudónimo del autor del Quijote
apócrifo. Según Martín de Riquer, Avellaneda era un tal Jerónimo de Pasamonte,
y, de camino hacia Lepanto, Ayén nos revela que su segundo apellido es
Pasamonte y que desciende del enemigo de Cervantes. «Si algún día cuento este
viaje», me digo, «nadie me creerá.» Lepanto resulta ser un pueblecito marinero
con una fortaleza y una estatua de Cervantes que en realidad representa a don
Quijote. Frente a sus costas tuvo lugar el combate, el 7 de octubre de 1571.
Aquel día Cervantes tenía tanta fiebre que sus mandos le pidieron que se quedara
en la bodega de su nave, porque no estaba en condiciones de luchar; Cervantes,
recién cumplidos veinticuatro años, se negó en redondo: según varios
testimonios, alegó, «muy enojado», que «más quería morir peleando que no
meterse bajo cubierta» y pidió a su capitán que le «pusiese en la parte y lugar
que fuese más peligrosa y que allí estaría y moriría peleando». iQué loco!, se
dirá. ¡A punto estuvo ese insensato de inmolarse en aquella carnicería y de
privarnos no solo de la mejor novela jamás escrita, sino de la novela moderna,
lo que hubiera hecho de este mundo un lugar mucho peor! Es verdad. Pero también
es verdad que si Cervantes no hubiera sido en su juventud un chalado capaz de
morir por sus ideales, en su vejez nunca habría podido escribir el Quijote: al
fin y al cabo, una de las cosas que dice ese libro infinito es que un hombre
siempre tiene que estar dispuesto a jugárselo todo por las cosas en las que
cree, aunque haga el más absoluto de los ridículos, aunque el mundo entero se
ría de él tanto como seguimos riendo de don Quijote.
SEMPRUN
Destino y memoria: Cien años de Jorge Semprún, p. 315
El aspecto físico de Jorge Semprún mostraba un gran cansancio cuando en abril de 2010 asistió a la conmemoración del 65 aniversario de la liberación del campo de Buchenwald, invitado por la ministra-presidenta del Gobierno regional de Turingia, Christine Lieberlmecht, y el director del memorial de Buchenwald-Dora, el profesor Volkhard Knigge. Hacía pensar en la fragilidad de un hombre que siempre había destacado tanto por su apariencia firme, resuelta e indudablemente atractiva (el crítico Walter Haubrich le llamaba Beau Jorge Semprún), como por su energía. Y también hicieron pensar en su fragilidad, de forma inequívoca además, sus palabras de unos días antes: «Por última vez, pues, el próximo de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto son la misma cosa-, por última vez, diré lo que creo que tengo que decir». Y lo que tenía que decir, y dijo, fue que en la literatura quedaba la única posibilidad de supervivencia de la memoria de los campos de concentración. De los muchos campos que ha conocido el siglo XX: para empezar, los campos franceses de Saint-Cyprien, Argeles-sur-Mero o Barcares, que acogieron a unos exhaustos y famélicos republicanos españoles en 1939 y que nunca imaginaron aquel (mal) trato recibido por el país vecino. Pero la década de los treinta conoció las atrocidades del terrible Gulag siberiano cuyo horror fue denunciado tempranamente, entre otros, por Alexander Solzhenitsyn en su obra Un día en la vida de Iván Denísovich, de 1963, y muy pronto al Gulag le sucedieron los campos de concentración y exterminio concebidos por el nazismo, los Lager, distribuidos por una amplia zona geográfica, entre Alemania, Austria y Polonia, y que superaron con creces cualquier maldad conocida y practicada por el ser humano hasta la fecha.
Buonarroti
Perspectivas, Laurent Binet, p. 258
Vasari a Bronzino
Durante la primera quincena de
diciembre, nuestro divino Buonarroti se fue varios días a los montes de
Espoleto, donde le gusta pasear por los bosques y disfrutar de la compañía de
los ermitaños, alejado de la agitación romana. Regresó alrededor del 15 o el 16
y luego no se movió hasta finales de mes. Cada día iba a la basílica a trabajar
en su cúpula, obra titánica en la que cualquier otro que no fuera él ya habría
renunciado por desaliento. El 30 fue recibido por el camarero del papa, mi señor
Pier Giovanni Aliotti, obispo de Forli, que le produjo un nuevo espanto cuando
le volvió a contar el proyecto de Su Santidad de recubrir por completo sus
frescos de la Sixtina, del que se viene quejando amargamente a sus buenos
amigos mis señores Sebastiano del Piombo y Daniele da Volterra. Por la noche,
al entrar en su casa, le dieron un queso de Casteldurante, enviado por la viuda
de su querido Urbino, cuyos hijos son sus ahijados y de los que se ocupa siempre
que puede, así como una carta que, al parecer, lo sumió en un estado de agitación
fuera de lo común, teniendo en cuenta su carácter ya de por sí bilioso. Me han
dado esta información los dos Antonio que cuidan de él desde la muerte de
Urbino y con los que compartió generosamente ese queso que tanto le gusta la mañana
del 31. Fue visto, a tercera hora, montando el corcel que le regaló tiempo
atrás Pablo III, con el que no cabalga más que en muy raras ocasiones. No
acudió ese día a las obras de la basílica, pero eso no extrañó a nadie, ya que
esas ausencias son frecuentes y prolongadas, ocupado como está en otros
trabajos. Por lo demás, estuvo de vuelta al día siguiente a hora de vísperas
INCIPIT 1.464. CORTAZAR DE LA A A LA Z
¿Por qué un álbum biográfico? Porque no podíamos esperar más. La Internacional Cronopia reclamaba ya con demasiada insistencia una nueva aproximación al escritor y al hombre. Lo previsible era otra biografía, pero cómo olvidar lo que dijo en una entrevista en 1981: «No soy muy amigo de la biografía en detalle, de la documentación en detalle. Eso, que lo hagan los demás cuando yo haya muerto». Frente a tanta tristeza pensamos en la enorme diversión de sus libros-almanaque y decidimos intentar un volumen afín a su espíritu anticonvencional, antisolemne.
¿Recuerdan que a fines de los 40,
tímido y desconocido, se dejó empujar por un amigo hasta las puertas del British
Council de Buenos Aires donde un señor extraordinariamente parecido a una
langosta recorrió con aire consternado un capítulo de Imagen de John Keats en
el que Keats y Cortázar se paseaban por el barrio de Flores hablando de tantas
cosas, y le devolvió el manuscrito con una sonrisa cadavérica? «Fue una lástima
porque era un hermoso libro, suelto y despeinado, lleno de interpolaciones y
saltos y grandes aletazos y zambullidas, un libro como los que aman los poetas
y los cronopios.» ¿Por qué no intentar algo parecido? ¿Un diccionario biográfico
ilustrado?, ¿una fotobiografía autocomentada con retratos de todas las épocas y
las primeras ediciones de todos sus libros?, ¿una antología de textos
acompañada de objetos y cuadros que fueron suyos, con reproducciones de
manuscritos y mecanuscritos originales y algunos inéditos?
El alfabeto, ese invento griego que
apenas ha cambiado en 3.000 años y que los niños aprenden con facilidad
pasmosa, nos pareció el mejor modo de ordenar/ desordenar los materiales. Nada
de pautas cronológicas o temáticas; que las palabras marquen su propio ritmo,
que el libro sea a su manera muchos libros pero que pueda leerse sobre todo de
dos modos: en la forma corriente (de la A a la Z) o de manera salteada,
siguiendo la espiral de la curiosidad y del AZar. Que quien mire las imágenes y
lea las palabras que siguen, sepa -como la invitación que es su obra, como fue su vida- «abrir las puertas para salir a jugar”.
Carles Álvarez Garriga
INICPIT 1.463. PERSPECTIVAS / LAURENT BINET
PREFACIO
Después de todo, que no se diga
de mí que no sé rectificar.
Tenía opiniones muy firmes sobre
Florencia y los florentinos: gente razonable, instruida, bien educada, incluso
amable, pero carente de pasiones, inepta para lo trágico y la locura. ¡Nada que
ver con Bolonia, Roma o Nápoles! ¿Por qué, si no (pensaba yo), Miguel Angel
había huido de su patria para nunca más volver? Roma, a la que sin embargo
vilipendió toda su vida, era el entorno que necesitaba. ¿ Y los otros? ¡Dante,
Petrarca, Da Vinci, Galileo! Fugitivos y exiliados. Florencia producía genios y
luego los expulsaba, o no sabía cómo retenerlos, y esta era la razón de que
hubiera dejado de brillar desde la Edad Media. Yo querría haber vivido en la
época de los güelfos y los gibelinos, pero no mucho después, porque pienso que
pasado, pongamos, 1492 y después de la muerte del Magnífico, todo se había
acabado por allí.
MANIERA
Perspectivas, Laurent Binet, p. 244
Vasari a Miguel Angel
Pero, poco a poco, todos
nosotros, Sarto, Rosso, Salviati, Pontormo, Bronzino, vos mismo incluso y
vuestros amigos romanos, hemos deseado liberarnos de ella, la hemos abandonado,
la hemos menospreciado. Y hemos empezado a estirar los cuerpos, a hacerlos
flotar en el espacio, a alargar los escorzos, a crear paisajes ensoñados y a deformar
lo real más que a realzarlo según unos principios matemáticos que juzgábamos
demasiado austeros. El orden, la simetría, todo eso se nos hizo insoportable.
Nunca hemos renegado de nuestros grandes ancestros, Brunelleschi, Masaccio, Uccello,
pero, sin dejar de rendirles homenaje, los hemos apartado a un lado, como a
unos viejos pesados que desvarían y a quienes se relega a un extremo de la mesa
en los banquetes y los demás invitados no les dirigen la palabra más que con algunas
frases banales, por mera educación, para saludarlos, sin tenerlos en cuenta el
resto de la comida, cuando en realidad sin ellos no habría platos ni vino ni
banquete. Sin ellos, no habría nadie a la mesa, ¿verdad?
Hoy que le debo la vida, me siento
muy ingrato por haber sido capaz de escribir tiempo atrás que Paolo Uccello
había desperdiciado el talento y la salud en sus investigaciones sobre la
perspectiva. Y qué cruel me parece Donatello, que se burlaba de su amigo y lo
interpelaba entre risas: «¡Eh, Paolo! Tu perspectiva te hace confundir lo
cierto con lo incierto. ¡Todo eso no son más que disparates! ». Y la verdad es
que ahora pienso lo contrario. No hay nada más cierto que la perspectiva, es lo
único esencial y lo más eterno. Más que todas las batallas y todos los poemas y
todos los tratados de Maquiavelo o Castiglione, la perspectiva ha hecho
inmortal a nuestra Toscana, y por ella se hablará de nosotros por los siglos de
los siglos, de la China a las Américas.
LOLITA LUZ DE MI VIDA
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 470
Sin imitar el estilo explicativo
de las famosas conferencias de Nabokov (sin mostrar diagramas de los perfiles
de las cadenas montañosas, ni mapas de carreteras, ni carteritas de cerillas de
esas que dan en los hoteles, entre otras cosas), no estaría de más determinar
qué ocurre realmente en Lolita desde un punto de vista moral. ¿De veras es tan
indecente, aunque sólo sea sobre el papel? Por más que se distancie, con su
habitual altivez, del mundo «de las trampillas de las carboneras y los
callejones sin salida», los maníacos jadeantes y los policías furiosos, Humbert
Humbert es, sin la menor duda, un pervertido en el sentido más clásico: carece
de escrúpulos, recurre a la astucia y a la superchería para lograr sus fines y
(sobre todo) cuida mucho los detalles. Aparca su coche a las puertas de los
colegios femeninos, por ejemplo, y hace que Lolita lo masturbe mientras contempla
a las alumnas que van saliendo. Y, en cierta ocasión, Humbert le exige que lo
haga, nada más y nada menos que en un aula de la escuela adonde va, a cambio de
sesenta y cinco centavos, en tanto que admira el cabello de una de sus
compañeras, rubio platino, sentada delante de ellos. El precio de las felaciones
alcanzó un máximo de cuatro dólares por sesión antes de que Humbert lo redujera
«drásticamente [ ... ] porque explotaba su deseo de participar en las
actividades teatrales de la escuela haciéndole conseguir mi permiso de la
manera más dura y nauseabunda». Por otra parte, le hace el cunnilingus a su hijastra
aunque ésta guarde cama a causa de la fiebre que le provoca un serio resfriado:
«no pude resistir la tentación de disfrutar de los insospechados placeres que
me deparaba el exquisito calorcillo de su piel”
K.
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 386
En cuanto obra de arte, el relato
breve «El fogonero» está mucho mejor desarrollado que la novela América, de la
que es el primer capítulo. Las novelas son -deliberadamente- premiosas. «Son
epopeyas de la suspensión y el aplazamiento, y habría sido imposible pulirlas
hasta convertirlas en obras de arte.» Es en los relatos breves donde el genio
de Kafka brilla de manera más inequívoca: en la modulación; en el ritmo, en la
manera indirecta de decir las cosas, en la exquisita y significativa intensidad
de sus finales. He aquí, por ejemplo, las últimas líneas de «Un artista del
hambre», la historia de un artista circense cuyo número consiste en ayunos de
cuarenta días, durante los cuales permanece solo, encerrado en una jaula. Poco
a poco el arte de ayunar va pasando de moda; olvidado, el artista del hambre
muere tras los barrotes de su jaula sin que nadie se dé cuenta:
«¡Bien, hay que limpiar toda esta
porquería”, exclamó el encargado, y enterraron al artista del hambre junto con
la paja. Encerraron entonces en la jaula a una joven pantera. Fue un evidente
alivio para todos, incluidos los más estólidos, ver al salvaje animal dando
vueltas por aquella jaula que había estado tanto tiempo triste y carente de
vida. Nada le faltaba[ ... ] ni siquiera parecía añorar la libertad; daba la
sensación de que aquel noble cuerpo, tan bien provisto de todo lo que
necesitaba que se diría que estaba a punto de reventar, llevaba consigo su
libertad allá donde fuera: en los dientes, al parecer; y la profunda alegría
que daba a la pantera sentirse viva hacía tan intenso el olor de su aliento,
que los espectadores situados más cerca de ella casi no podían tenerse en pie a
causa del mareo. Sin embargo, haciendo un esfuerzo deliberado, se agolparon
alrededor de la jaula y, una vez allí, ya no se movieron.”
Plegarias atendidas
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 299
Esta larga novela «acerca de los riquísimos» iba a ser la obra maestra de Capote, o, por lo menos, eso aseguraba. Este libro, que recicla, magnificándolo, el pasado de su autor, incorpora veinte años de cartas y diarios tremendamente íntimos y pregona a los cuatro vientos las soñolientas confidencias de sensibleras anfitrionas de la alta sociedad y de millonarios chismosos, iba a ser un tour de force despiadadamente escandaloso, a pesar de lo cual emularía la soberbia arquitectura de Proust. O, al menos, eso aseguraba Capote.
Los riquísimos pensaban que
Capote era su mascota, su perrillo faldero. Pero lo cierto es que era su
malévolo cronista. Aquel hombre encantador y de voz suave que se tumbaba en una
chaise-longue o se sentaba a los pies de la cama era, en realidad, un satírico
inmisericorde que aguardaba que llegara su momento. “¿Qué esperaban?», comentó
Capote. «Soy escritor.»
Pero ¿qué esperaba, exactamente,
Capote? Cuando cuatro secciones de la novela aparecieron en Esquire, en 1975 y
1976, los riquísimos lo dejaron de lado. Y Capote, en vez de no darle importancia,
en vez de seguir adelante como escritor, tuvo una crisis nerviosa y se hundió
bajo el peso de toneladas de drogas y ríos de alcohol. Más adelante trató de
sugerir que no lo había pasado tan mal, realmente, y de amenazar con vengarse.
Lo cierto era que los riquísimos nunca le habían caído demasiado bien. Las
secciones publicadas constituían meras advertencias: La novela crecía fuerte y
lozana en su invernadero. No tenía miedo. «Esperen», dijo, «a leer el resto.»
Gore Vidal fue uno de los que no
se creyeron que hubiera un «resto». He aquí lo que dijo en una entrevista en
1979: “Como esto es los Estados Unidos, si proclamas lo suficiente a los cuatro
vientos que has escrito una obra inexistente, se convertirá en algo
positivamente palpable. Sería estupendo que le concedieran el premio Nobel
aduciendo la fuerza literaria de Plegarias atendidas, obra que, por descontado,
no ha escrito. En Esquire se publicaron unos fragmentos inconexos de lo que
hubiera debido ser una novela de chismorreos. El resto es silencio, y pleitos,
[ ... ] y mucha palabrería en la televisión.”
NABOKOVIANA
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 226
El abuelo de nuestro biografiado
fue ministro de Justicia con los zares Alejandro II y Alejandro III. Su hogar
era culto, serio, ilustrado: «en la mesa se hablaba francés, en el cuarto de
los niños, inglés, y en el resto de la mansión, ruso». El padre de Nabokov, un
destacado liberal que formó parte del gobierno provisional tras la caída de los
zares (y por el que Trotski sentía especial animadversión), era tan «europeo»,
que enviaba sus camisas a Londres para que se las lavaran y plancharan.
Tolstói acarició el cabello del
niño Vladimir. Mandelstam dio conferencias en la escuela a la que asistía. Al
llegar a la adolescencia, heredó una fortuna de un millón de rublos, lo que le aseguraba
la independencia económica. Publicó algunos libros de poemas en ediciones
privadas y se dedicó a cortejar a toda muchacha que se le ponía a tiro, lo que
le dio cierta fama de conquistador en San Petersburgo. Algunos de sus amigos
poetas mayores que él, alistados en los regimientos de húsares del ejército
blanco, ya habían conocido una muerte prematura.
Los bolcheviques dispararon
contra el barco en el que huyó de Crimea con su familia. Ninguno de sus
miembros volvería a ver su patria. Los Nabokov aceptaron con resignación tener que
dejar la opulencia de la Rusia prerrevolucionaria por las privaciones y la
mezquindad del exilio. Vladimir pasó tres años, en los que no escasearon los
romances, estudiando en el Trinity College de Cambridge (el estilo del señor
Field muestra una desesperante inseguridad durante todo este capítulo), tras
los cuales se trasladó a Berlín, la meca de los émigrés. Fue allí donde Nabokov
padre fue asesinado, en el curso de una conferencia que daba un político de
cuyas ideas discrepaba, pero al que trató de proteger de las balas de un
anarquista.
LO
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 248
Es probable que muchos lectores
piensen que la rigidez moral de El
hechicero -comparada con la decadente complejiad de Lolita- tiene que ver con la ortodoxia rusa. Pertenece, sin duda,
al período berlinés de Nabokov, y, de modo más específico, a la serie de obras
llenas de grotesca crueldad que va de Rey,
Dama, Valet a Desesperación. Bien, el caso es que constituye una pequeña
obra de arte, que sorprende de veras por su implacable mordacidad. El traductor
merece un elogio muy especial. Es
posible que, paradójicamente, la muerte de Nabokov haya liberado al que había
sido su colaborador en tantas ocasiones, pues El hechicero no puede ser una
obra más nabokoviana.
La evidente persistencia del tema
de la obsesión por las nínfulas resulta sorprendente, pero sólo porque la trama
argumental es sorprendente. No es más persistente que el interés de Nabokov por
los dobles, los espejos, el ajedrez o la paranoia, e incluso es mucho menos
persistente que su interés por el tema del artiste
manqué, con el cual, no obstante, se relaciona de un modo importante.
Lolita tiene una intención redentora. Como narrador, Humbert nos da algo con la
intención de que lo miremos de un modo favorable: su diabólico libro. Y también
nos da un completo estado de cuentas moral acerca de este sombrío tema. El
delito es grave, y el precio que hay que pagar por él se especifica con todo
detalle. Fue necesario el libro posterior y, paradójicamente, más «antiguo»
para hacer el balance final de las cantidades involucradas. Al igual que en un
hospital estadounidense, hay que responder de todas las fundas de almohada manchadas
de lágrimas y de todos los pedazos de papel higiénico utilizados.
INCIPIT 1.462. LA GUERRA CONTRA EL CLICHE / MARTIN AMIS
Mientras planeaba en actitud autocomplaciente este volumen, siempre pensé que incluiría en él una breve sección llamada -digamos- «Literatura y Sociedad», en la cual recopilaría mis escritos relativos a esos temas (textos acerca de F. R. Leavis, Lionel Trilling y algunas figuras menores, como lan Robinson y Denis Donoghue). En cierta época, la frase «Literatura y sociedad» estuvo tan presente en boca de todos que se hizo merecedora de una abreviación: Lit & Soc. Y la Lit & Soc, creía recordar, me había interesado durante muchos años. Pero al revisar los manuscritos acumulados sólo encontré un puñado de ensayos, escritos todos, ominosamente, a comienzos de los setenta (cuando yo estaba al principio de la veintena). Tras releerlos, jugueteé con la idea de titular esa pequeña sección «Literatura y Sociedad: el debate desaparecido». Luego decidí que más valía que mi debate desapareciera también. Aquellos textos me parecían vehementes, arrogantes y afectadamente aburridos. Y, lo que supongo que era lo más importante, sentía que la Lit & Soc y el ejercicio de la crítica literaria estaban muertos y acabados.
Esa época me parece ahora tan
remota, que la encuentro irreconocible. Tenía un empleo fijo en el Times
Literary Supplement. Por aquel entonces ya empezaba a manifestar cierta discrepancia respecto del ejercicio de la
crítica literaria y el concepto Lit & Soc cuando asistía a las reuniones
del consejo de redacción
INCIPIT 1.461. SINCERAMENTE TUYO, SHURIK / L. ULITSKAYA
El padre del niño, Aleksandr Siguizmúndovich Levandovski -un hombre de aspecto demoníaco, un tanto deteriorado, de nariz aguileña y rizos tupidos que, resignado, había dejado de teñirse después de los cincuenta años-, prometía desde temprana edad llegar a ser un genio de la música. Desde que cumpliera los ocho años, daba conciertos y recitales, como un joven Mozart, pero hacia los dieciséis todo se detuvo, como si la estrella de su éxito se hubiera apagado en algún lugar del firmamento. Algunos jóvenes pianistas, dotados de habilidades decentes pero mediocres) comenzaron a aventajarle y, tras finalizar sus estudios en el conservatorio de Kiev con matrícula de honor, se convirtió poco a poco en acompañante. Podía decirse que era un acompañante sensible, riguroso, único. Actuaba con violinistas y violonchelistas de primera categoría, que incluso se lo disputaban un poco. Pero su papel siempre era secundario. En el mejor de los casos figuraba en el cartel como «al piano» y, en el peor, con dos letras: «ac». En ese «ac» residía la infelicidad de su vida, una daga siempre clavada en el hígado. Los antiguos consideraban que el hígado es el órgano que más se resiente por la envidia. Por supuesto, nadie cree en esas tonterías heredadas de Hipócrates, pero, en efecto, el hígado de Aleksandr Siguizmúndovich padecía crisis continuadas.
Hannibal, de Thomas Harris
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 211
Hannibal, de Thomas Harris
Mason Verger, el «malo» de
Hannibal, de Thomas Harris, es un ser de inconcebible vesania. Su pasatiempo
favorito consiste en dirigirse a cualquiera de los «niños afroamericanos” - huérfanos,
a ser posible- que tiene a su alrededor y decirle cosas horribles: tu madre de
acogida no te quiere a causa del color de tu piel; tu gatito tendrá un
accidente y morirá. Cuando el crío se echa a llorar, una enfermera le limpia
las lágrimas con una gasa «y luego la escurre en la copa del martini de Mason, que
está en la nevera de la sala de juegos, junto a la naranjada y los demás
refrescos». ¡Qué tío más malo! ¡Y qué martini más malo! Pero Mason Verger
encuentra las lágrimas de huérfano afroamericano tan dulces y embriagadoras
como el mejor Tanqueray. Así de increíblemente malvado es ese tío.
Y así acaba la página 66. Y
todavía quedan otras cuatrocientas veinte. Admirador de Harris desde hace mucho
tiempo, al final acabé el libro, no sin muchos cansinos bostezos, muchas incoercibles
caídas de la cabeza sobre el pecho y mucho ahuecar los brazos para que se me
ventilaran los sobacos. Al evaluar una novela como Hannibal, -que muestra gran
interés por los cerdos (gorrinos comedores de hombres, criados para desarrollar
su lado más salvaje), parece adecuado proclamar a los cuatro vientos que es,
sin disputa, una cerdada con todas las de la ley: gruñe, resopla y hoza, y
tiene cuatro perniles con sus correspondientes pies y una rizada colita.
Andy Warhol
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p.67
Casi todas las mañanas Andy
Warhol llamaba por teléfono a su ex secretaria, Pat Hackett, y le explicaba,
deshilvanadamente, lo que había hecho el día anterior. Ella, según explica,
tomó «notas extensas» y las mecanografió «mientras los ecos de la voz de Andy
seguían frescos en ¡ni mente». Así que es eso lo que reseñamos aquí:
ochocientas páginas -medio millón de palabras de ecos de la voz de Andy.
Pero la cosa resulta efectiva,
hasta cierto punto. “Peter Boyle y su nueva, creo, esposa estaban allí.» «La princesa
Marina de, supongo, Grecia vino a comer.» «Nell se desnudó, más o menos.»
«Raymond [ está] allí posando para David Hockney. Raymond coge el avión para ir
a posar.» La edición de la señora Hackett da la sensación de ser afectuosa y
escrupulosa, y acierta al no tratar de proteger a Andy. Al cabo de un rato, uno
comienza a confiar en esa voz, la de Andy, aquel murmullo vacilante, aquel
cascado farfullar. La fuente de inspiración de los Diarios es lo trivial; y es
que en la vida cotidiana de esta humanidad cada vez más longeva los que son
alguien y los don nadie acaban confundiéndose.
Por otra parte, en el libro cabe todo el mundo; o, al menos, todos aquellos que son alguien. «Fuimos a Studio 54, y allí estaban todos.» «A veces vas a sitios en los que no hay nadie importante.» «Todos eran alguien [ ... ] todo el mundo vino después de los premios. Faye Dunaway y Raquel Welch y todos los demás.» Pero ¿quiénes son todos? O ¿quiénes son todos los demás? Pues Loulou de la Falaise y Monique Van Vooren [...] Andy también iba a todas partes, tanto si se trataba de lugares importantes como si no. Fue a la inauguración de una escalera mecánica en Bergdorf Goodman, a Regine's para el cumpleaños de Julio Iglesias, a la apertura de una tienda de helados en Palm Beach, a Tavern on the Green para un «rollo» ( término que utiliza mucho) en el que anunciaría que Don King iba a ser el nuevo manager de The Jacksons, al Waldorf Astoria para la fiesta de la muñeca Barbie, a un lugar innominado para ser jurado en un concurso de imitadoras de Madonna y otro lugar innominado para serlo en un concurso de senos desnudos.
TRANS
La lucha contra el cliché, Martin Amis, p. 39
The Iron Lady, de Hugo Young
Mitterrand pensaba de ella que
tenía los ojos de Calígula y la boca de Marilyn Monroe. «En su presencia», dijo
Zbigniew Brzezinski, «uno olvida rápidamente que es mujer. No me da la impresión
de ser realmente femenina.» En 1979 Tass la llamó la Dama de Hierro; pero ya en
1984 Yasser Arafat la había calificado de «Hombre de Hierro». Cuando un entrevistador
le dijo a Gloria Steinem que los ingleses nunca creyeron que tendrían como
primer ministro a una mujer, le respondió: “y no la tienen.» Así que, mientras
la hija del tendero anda por el Kremlin y la Casa Blanca, mientras traumatiza a
Helmut Schmidt en Luxemburgo o impresiona a Lech Walesa en los astilleros de
Gdansk, los que la observan parecen compartir un mismo temor: que un buen día
la señora Thatcher se encamine hacia el servicio equivocado. Cauto, como
siempre, Ronald Reagan se refirió a ella como «una de mis personas favoritas». Y
después la propia interesada buscó una especie de impersonalidad en el nos de la realeza.
La señora Thatcher es la única
cosa interesante de la política británica; y lo único interesante de la señora
Thatcher es que no es hombre. Habiendo conseguido los mismos logros, poseedor del
mismo estilo y la misma «visión», un Marvyn Thatcher o un Marmaduke Thatcher
sería tan aburrido como la lluvia, tan aburrido como el tráfico de Londres, tan
aburrido como la prosperidad fosforescente, o más bien la vulgaridad de boutique
de la Inglaterra de Teacher.
K.
La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 383
La edición de The Complete Short
Stories, publicada por Penguin, se inicia, ingeniosamente, con «Dos parábolas a
modo de introducción”, ambas de una extensión que apenas supera una página. En
la primera, «Ante la Ley», un campesino se acerca a las puertas de la Ley y le
pide al formidable portero que le deje entrar. «Ahora no es posible, es la
respuesta que reciben sus reiteradas peticiones. Si cruzara la puerta, tendría
que enfrentarse a otros porteros, cada uno de ellos más formidable que el
anterior. «El tercero es tan terrible”, le dice el primero, «que incluso yo
tengo miedo de mirarlo a los ojos.» El campesino se sienta y espera. Pasan los
meses. Pasan los años. A punto de morir de viejo, el campesino le pregunta al
portero, con su último aliento, cómo es que nadie más se ha presentado ante las
puertas de la Ley a pedir que le dejaran entrar. El portero grita a la oreja
del moribundo: «Nadie más podía entrar por estas puertas, pues fueron
construidas exclusivamente para ti. Ahora voy a cerrarlas.»
En la segunda parábola, «Un
mensaje imperial», un emperador a punto de morir te envía un mensaje, «a ti, el
más humilde de sus súbditos, esa sombra insignificante que tiembla en la más
remota lejanía ante el sol imperial». El mensaje es tan importante, que el
emperador ha hecho que se lo repitan al oído, con un susurro, mientras yace en
su lecho de muerte. El mensajero, «un hombre fuerte, infatigable», emprende
inmediatamente el viaje, para lo cual tiene que cruzar primero las antesalas,
abarrotadas de gente. Pero la multitud no para de aumentar y las cámaras
parecen inacabables; pasará toda una vida antes de que consiga salir de las
habitaciones más retiradas del palacio. «Y si al final alcanzara el portalón
exterior -cosa que nunca, nunca, ocurrirá-, encontraría ante sí la capital
imperial, el centro del mundo, congestionada hasta reventar...» Así que nunca
recibirás ese mensaje. «Pero siéntate junto a la ventana al atardecer y suéñalo
para ti.»
MARTIN AMIS
La guerra contra el cliché, Martin Amis, p. 12
Acaso lo más fantástico de aquel momento cultural haya sido la impresión de que la cultura artística era la triunfadora.
Los historiadores literarios
llaman a esa época la Era de la Crítica. Se considera que se inició en 1948,
con la publicación de Notas para una definición de la cultura, de Eliot, y La
gran tradición, de Leavis. ¿Qué acabó con ella? La respuesta más concisa podría
consistir en una sencilla palabra de cuatro letras: OPEP. En los años sesenta
se podía pasar con diez chelines a la semana: durmiendo en suelos ajenos y
viviendo a costa de los amigos y perorando -sobre crítica literaria, por
ejemplo- para que te pagaran la cena. Pero, de repente, un simple billete de autobús
pasó a costar diez chelines. El alza de los precios del petróleo, seguida por
la inflación y luego por la estanflación (estancamiento económico acompañado de
inflación), mostró que la crítica literaria era una de las muchas fruslerías de
la clase ociosa sin las cuales nos las tendríamos que arreglar. Bueno, ése era
el sentir general. Pero ahora resulta claro que la crítica literaria ya estaba
condenada. Explícitamente o no, se había basado en una estructura de niveles y
jerarquías; tenía que ver con la élite del talento. Y esa estructura se
desmoronó en cuanto las fuerzas de la democratización convergieron y
arremetieron contra ella.
Esas fuerzas -sin comparación las
más potentes en nuestra cultura- prosiguieron su arremetida. Y ahora han
chocado contra una barrera natural. Algunas ciudadelas, es cierto, han
resultado expugnables. Se puede conseguir la riqueza aun careciendo de talento
(gracias a la lotería, por ejemplo). Y también la fama (humillándose en algún
programa de televisión, por ejemplo; claro que esto siempre será mejor que el
antiguo método consistente en asesinar a los personajes famosos para heredar su
aura). Pero el talento no es algo que se pueda adquirir: hay que tenerlo. Por
lo tanto, debe ser eliminado.
Buchenwald
Destino y memoria:cien años de J. Semprún, p. 330
El narrador, y no hay duda de que este remite a Semprún en el ciclo dedicado a Buchenwald, había declarado en sus primeros libros, y con una cierta imprudencia, haber sido feliz allí, al conseguir para sí mismo una atmósfera de altísimo nivel intelectual: recitaba «La fileuse» de Paul Valéry en el edificio de las letrinas, mientras otro compañero le respondía con versos de Baudelaire; declamaba, también en compañía, y a voz en grito, el lied de Lorelei, en alemán, entre el ruido ensordecedor de decenas de pares de zuecos, exhaustos, yendo a sus barracones. En el Lager, Semprún no solo leyó la Lógica de Hegel, La voluntad de poder de Nietzsche y un ensayo de Schelling sobre la libertad, sino que descubrió la poesía de René Char, pudo hablar de san Agustín, leyó a William Faullmer y mantuvo un tenso cruce de espadas intelectual con un teniente americano de origen alemán, el teniente Rosenfeld, que no solo conocía las Nouvelles conversations de Goethe avec Eckermann, de Léon Blum, sino que era un experto en Heidegger, en Goethe y en Bertolt Brecht. Con dicho teniente Rosenfeld, el preso 44. 904 se pasearía asimismo por Weimar, una vez liberado el campo por parte de las tropas estadounidenses. Ambos hombres visitarían las dos casas de Goethe: la casa-museo del Frauenplan, en el centro, y la más modesta del Gartenhaus, donde el escritor vivía felizmente con Christiane Vulpius, resguardado de la estricta etiqueta cortesana.
INCIPIT 1.460. LOS ALEMANES / SERGIO DEL MOLINO
l. Fede
Iré a ver a papá, le dije. Claro
que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y
mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de
adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán
cosas de hermanos.
Cuando bajé del taxi y me
encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó
una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera
respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los
que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de
papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si
hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.
-¿No has traído maleta? Pensé que
te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos -dijo, mirando la mochila que
llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una
muda.
-No quería facturar, ya me
apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.
-Bien, porque habrá que decidir
qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas. Eso,
decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me
vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada
que ver con la vuestra.
INCIPIT 1.459. TESIS SOBRE UNA DOMESTICACION / CAMILA SOSA VILLADA
Prólogo
Humanas y divinas
Qué injusto es generalizar, pero
qué complicadas son las actrices. Así, directamente, en femenino del plural. No
es menos cierto que también son vulnerables, desde ese lugar que te otorga la
sobreexposición y el vivir en un continuo exorcismo de entrar y salir de
distintos personajes. Hay incluso algunas que llegan a creérselos, devoradas
por su ficción, en una batalla en la que la realidad y el engaño acaban dándose
la mano.
Camila es consciente de todo ello
y sabe que el alma de una actriz vale por dos, a veces incluso por tres. Y el
alma de una travestí también. Conviven en un baile de incoherencias,
debilidades y virtudes, que por un momento las hace más humanas que al resto de
los mortales. Ella lo sabe. O lo ha vivido. No renuncia a plasmar la fragilidad
de esa actriz a la que libremente pones cara, pero tampoco rehúye demostrar sus
miserias, esas mismas que la bajan de un escenario para convertirla en hermana,
amiga o madre.
FAULKNER
Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 312
Absalón! novela también estaba en la biblioteca de Buchenwald ... La leyó usted en alemán.
-Eso es -digo-, ya sabe usted lo mucho que me gusta Faulkner. Sartoris es una de las novelas que más me han marcado. Pero iAbsalón, Absalón! lleva al extremo, de forma obsesiva, la complejidad del relato faulkneriano, siempre construido hacia atrás, hacia el pasado, en una espiral vertiginosa. La memoria es lo que cuenta, lo que gobierna la acción profusa del relato, lo que lo hace avanzar. .. Recuerda usted sin duda nuestras conversaciones de hace dos años ... Hemingway construye la eternidad del instante presente a través de un relato casi cinematográfico ... Faulkner, por su parte, persigue interminablemente la reconstrucción aleatoria del pasado: de su densidad, de su opacidad, de su ambigüedad fundamentales ... Mi problema, que no es técnico sino moral, es que no consigo, por medio de la escritura, penetrar en el presente del campo, narrarlo en presente ... Como si existiera una prohibición de la figuración en presente ... De este modo, en todos mis borradores la cosa empieza antes, o después, o alrededor, pero nunca empieza dentro del campo. Y cuando por fin he conseguido llegar al interior, cuando estoy dentro, la escritura se bloquea ... Me alcanza la angustia, vuelvo a sumirme en el vacío, abandono ... Para volver a empezar de otro modo, en otro lugar, de forma distinta ... Y el mismo proceso vuelve a repetirse ...
SANCHEZ DRAGO
Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 160
Por su parte, en España, el
trabajo de la policía continuaba sin tregua. De ahí que, aún dando palos de
ciego, el celo vigilante diera inesperados 'resultados positivos para sus
intereses. En esta ocasión, además, no hubo necesidad de aplicar la tortura. El
seguimiento policial a Fernando Sánchez Dragó, de regreso en Madrid desde
Italia a comienzos del verano de 1963 con materiales sospechosos, dio lugar a
su detención y a la de otros siete, sus contactos de esos días. En la
comisaría, cuando fue interrogado, la policía refirió que el detenido, «al margen
de las diligencias que le eran instruidas», declaró que había sabido que el ganador del Premio
Formentor de ese año, Jorge Semprún Maura, cuya foto acababa de ver en una revista
en Italia, había sido su instructor en el partido comunista, donde usaba
nombres como Federico Artigas. La policía concluye en su informe que, a partir
de ese momento, quedó establecida la personalidad de Agustín-Federico (algunos de
los nombres por los que lo habría conocido Sánchez Dragó en sus años de
militancia comunista) y Jorge Semprún, lo que «acreditó de tal suerte su
extraordinario rango de agitador al servicio del comunismo». Por fortuna, el
denunciado se encontraba en París a buen recaudo, pero en los meses siguientes advertiría
con extrañeza que agentes de la policía española desplazados a la capital
francesa, como hacían con frecuencia, ahora vigilaban sus movimientos como
nunca antes lo habían hecho. Así lo comunicaría en sus reuniones de la
dirección del partido.
Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica)
Destino y memoria: cien años de Jorge Semprún, p. 142
El PCE empezó a sondear a fuerzas
minoritarias de derecha e izquierda para atraerlos a su propuesta fetiche, la
Huelga Nacional Pacífica (o Patriótica), la HNP, para el 18 de junio de 1959,
de la que de nuevo Santiago Carrillo era su valedor principal. Tan repentina como
arriesgada apuesta causó sorpresa indisimulada en algunos miembros de la
dirección del partido corno la misma secretaria general, preventivamente dejada
al margen de la decisión.
De nuevo la movilización de
recursos materiales y humanos fue extraordinaria, corno lo sería también la de
la policía en alerta, con una vigilancia paralizante. Los dirigentes en Madrid,
reforzados de nuevo con enviados desde París, se preparaban para el asalto
final, con lemas parecidos a los de la anterior «jornada", aunque en esta
ocasión, en su fuero interno no las tuvieran todas consigo, caso de Pradera,
quizá de Federico Sánchez y de Muñoz Suay (según sus recuerdos de aquellos días
previos al día señalado). Cuando finalmente sonó el día H, la respuesta popular
apenas se oyó. El fracaso de la huelga era indudable para cualquiera de los
testigos. Se produjeron detenciones muy graves, corno la de Simón Sánchez
Montero el día anterior a la convocatoria y las de muchos militantes de los
grupos que siguieron al PCE, decepcionados por el escaso respeto político que
les habían mostrado los comunistas en la preparación y a lo largo de la
jornada.
Las detenciones no alteraron los
hábitos de Semprún. Siguió viviendo en su mismo domicilio, adoptando las
precauciones de rigor pero confiado en que sus camaradas detenidos resistirían las torturas policiales que con seguridad les
serían inflingidas.
La extracción de la piedra de la locura
La piedra de la locura, B.Labatut, p. 9
Aunque apenas fue capaz de hallar
las palabras para describirlo, pudo cristalizar algunas de sus visiones en un
cuento que tituló «La llamada de Cthulhu», una historia que alerta a nuestra
especie sobre el regreso de un antiguo terror y el peligro de traspasar
nuestros límites, al mostrarnos lo que puede estar allí, dormido, esperándonos.
«Creo que el hecho más misericordioso del mundo es la incapacidad de la mente
humana para relacionar todos sus contenidos», escribió Lovecraft. «Vivimos en una
isla de plácida ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos
destina dos a viajar muy lejos. Las ciencias,cada una avanzando en su propia
dirección, nos han perjudicado poco hasta el momento; pero algún día la suma de
todo ese saber disgregado abrirá una perspectiva tan aterradora sobre la realidad,
y sobre el espantoso lugar que ocuparnos en ella, que nos volveremos locos
producto de esa revelación, o huiremos de la luz hacia la paz y la seguridad de
una nueva edad oscura. » En el cuento, un hombre va tras los pasos de una secta
que intenta despertar a un dios antediluviano sumido en un sueño eterno.
Durante su búsqueda, el protagonista se topa con reportajes y noticias sobre
extraños brotes de histeria colectiva, pánico, locura grupal y arrebatos de
manía, todos relacionados con tres pequeñas estatuas de un ídolo cuya forma, completamente
antinatural, parecía estar dotada de una malignidad intrínseca. Una de esas
efigies fue modelada en arcilla por un escultor de Rhode Island, quien vio la
silueta del ídolo durante una pesadilla particularmente vívida; otra fue confiscada
por un policía que participó en una redada durante la celebración de un rito
vudú en los pantanos de Nueva Orleans, mientras que la tercera cayó en manos de
un marinero noruego, quien la encontró en los farellones de una isla ciclópea
que surgió de golpe en medio de las olas del Pacífico Sur, una tierra maldita
cuyos colosales paisajes violentaban las leyes de la perspectiva, creando un
entorno tan anómalo que uno de los compañeros de barco del noruego perdió la cabeza
luego de contemplar algo demasiado horroroso corno para poder ser comprendido: un
ser descomunal e incrustado de tantas capas de tiempo que hacía que no solo la
humanidad sino el mundo entero pareciera joven y fugaz en comparación.
INCIPIT 1.458. DESTINO Y MEMORIA: CIEN AÑOS DE JORGE SEMPRUN
... nunca tuve el deseo de volver a Weimar-Buchenwald. Por eso le dije a Peter Merseburger que no contara conmigo para su programa de televisión. Me negué sin pensarlo siquiera, inmediatamente.
Pero aquella noche volví a soñar
con Buchenwald. No fue el sueño habitual, pesadilla más bien, que tantas veces
me había despertado durante los largos años de la memoria. No volví a oír, como
solía, en el circuito interno de los altavoces, la voz nocturna, áspera,
irritada, del Sturmführer de guardia en la torre de control. Aquella voz que,
en las noches de alerta, cuando las escuadrillas de bombarderos aliados se adentraban
en el corazón helado de Alemania, mandaba que se apagara el crematorio para que
las altas llamas cobrizas no permitieran que los pilotos anglo-americanos se
orientaran. Krematorium, ausmachenl, decía aquella voz. Entré en el sueño de Buchenwald,
aquella noche, tembloroso, como siempre, angustiado, como siempre. Pero no fue
el sueño habitual. No fue un sueño angustioso, finalmente. No oí la voz del
suboficial de guardia, mandando que se apagara el crematorio.
INCIPIT 1.457. LA PIEDRA DE LA LOCURA / BENJAMIN LABATUT
La extracción de la piedra de la locura
Durante el verano de 1926, el
escritor Howard Phillips Lovecraft percibió la sombra de un nuevo tipo de
horror. Aunque apenas fue capaz de hallar las palabras para describirlo, pudo
cristalizar algunas de sus visiones en un cuento que tituló «La llamada de
Cthulhu», una historia que alerta a nuestra especie sobre el regreso de un
antiguo terror y el peligro de traspasar nuestros límites, al mostrarnos lo que
puede estar allí, dormido, esperándonos. «Creo que el hecho más misericordioso
del mundo es la incapacidad de la mente humana para relacionar todos sus contenidos»,
escribió Lovecraft. «Vivimos en una isla de plácida ignorancia en medio de
negros mares de infinito, y no estamos destinados a viajar muy lejos.
CHILE
La piedra de la locura, Benjamin Labatut, p. 23
Yo sentí esto con particular
intensidad en Chile, el país donde vivo: aquí, luego de los años de pesadilla
de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y
seguimos las reglas. No había más que un camino por donde avanzar, y
prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que
una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse
de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido
social alrededor de sus garras. Casi todos nos quedamos callados, porque casi
todos sentíamos miedo. Miedo al cambio, miedo a volver a la bestialidad, miedo
a que regresaran los hombres armados en medio de la noche, miedo a que abrieran
nuestras puertas a patadas y nos arrastraran a las cámaras de tortura que los
servicios secretos habían dejado esparcidas a lo largo del país, al interior de
casas que, si uno las viera de reojo, juraría a pies juntillas que eran hogares
comunes y corrientes, sin saber que en su interior habían ocurrido escenas infernales
que ni siquiera Lovecraft podría haber imaginado. Jóvenes y ancianos, mujeres embarazadas,
niños y niñas pequeñas: la electricidad fluyó a través de todos, mientras que perros
y ratas fueron entrenados para hacer cosas indescriptibles. Sin embargo, los
militares no volvieron. Pinochet finalmente murió, y entramos en un largo
periodo de calma y normalidad.
La vida es bella
V13, Emmanuel Carrère, p. 235
Farid Kharkhach es el más extraño de los acusados secundarios. Es el intermediario que proporcionó a la célula documentos de identidad falsos. Como en su expediente no hay ningún rastro de radicalización, la fiscalía ha dicho que pactó por codicia con el yihadismo. Esa codicia le reportó los 300 euros por los cuales está en prisión desde hace seis años, y no está nada seguro de que lo liberen. A lo largo de todo el juicio ha sorprendido su personalidad soñadora, su verborrea súbita, su soledad (no conoce a ninguno de los otros acusados) o la increíble y casi burlesca sucesión de chascos y de mala suerte que han merecido que mi compañera de equipo Violette Lazard lo haya apodado Parid el Cenizo. Marie Lefrancq, una de sus abogadas, lo describe como un padre de familia afectuoso que no se ha atrevido a explicar a sus hijos pequeños por qué no estaba en casa desde hacía seis años. Al principio les dijo que estaba enfermo y que recibía tratamiento en Francia. Y después, cuando los niños fueron a visitarlo a la cárcel, dijo que se había hecho carcelero. No me lo invento. Aunque no la haya presenciado, Marie Lefrancq garantiza la autenticidad de la escena: Parid Kharkhach recibe a sus hijos en el locutorio y les asegura que no está detenido, sino que es un celador. No sé cómo es eso realmente posible, pero me he acordado de otra película, La vida es bella, en la que Roberto Benigni hace creer a su hijito que los campos de concentración nazis son un juego divertido de la caza del tesoro, y he pensado que, si Kharkhach no sale muy mal parado, podrá decirse sin remordimientos que su historia tan triste es un tema increíble de comedia.
DEFENSA
V13 Emmanuel Carrère, p. 225
Pero también lo acusan de haber acompañado
a Abdeslam cuando iba a alquilar coches, lo cual puede tipificarse como ATM,
«asociación terrorista de malhechores»: veinte años. Toda la estrategia de sus abogados, que van
desplegando desde el principio del juicio como quien avanza sus piezas en el
ajedrez, va a consistir en que supriman la T: asociación de malhechores a
secas. No voy a adelantar las alegaciones que formularan Negar y Nogueras el 14
de junio: solo me limito a transcribir lo que me respondió Nogueras, ante un vaso
de vino blanco, cuando le planteé en Les Deux Palais la eterna cuestión del
límite: ¿existe un límite? ¿Causas que te negarías a defender? «Si me preguntas
eso, quiere decir que no has comprendido qué es ser abogado. Yo no defiendo
ninguna causa, pero no rechazo a ningún acusado. Vergès, en cambio, defendía
causas. No solo defendía a Poi Pot o a Carlos, sino también lo que habían
hecho. Estaba de acuerdo con ellos. Nosotros, por poner el ejemplo de los
delitos peor vistos, evidentemente no defendemos la pedofilia o el terrorismo, pero
estamos dispuestos a defender a un pedófilo o a un terrorista. Hay que
defenderlos, es la ley. Claro que a veces me cuesta, por supuesto, es más fácil
defender a un atracador con el que yo podría ir a tomar unas copas cuando salga
que a un tío que se excita viendo vídeos de decapitaciones, pero es esencial
distinguir en re la persona y el acto. Ser abogado es eso: hacer todo lo
posible para que al acusado se le juzgue
con arreglo al derecho y no según las pasiones. Y luego, cuando todo el mundo
le haya dado la espalda, ser el último en tender la mano de nuevo.»
INCIPIT 1.456. ESTARE SOLA Y SIN FIESTA / SARA BARQUINERO
El organismo vivo más grande del mundo es un hongo de ochocientas noventa hectáreas. Vive en un bosque de Oregón, Estados Unidos. Empezó siendo una única espora, apenas del tamaño de una bacteria. Invisible. Después, lo conquistó todo. Infectó suelo y árboles con sus filamentos, hizo de sus vidas un hogar. Casi letal: una fuerza que primero invade y arrebata y luego consuela y ayuda.
En el año 2000 científicos
estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. Árboles
perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de
distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se
trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol
como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron
una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición
perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.
Por su tamaño, dice la revista,
debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto,
nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros fenómenos más fugaces pero agresivos.
Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae.
INCIPIT 1.455. ¿HACIA DONDE VAMOS? / ANGEL VIÑAS
¿Qué es España y hacia dónde va?
España es para mí una
cultura y, por consiguiente, una forma de entender la vida. Lo que la hace
única es su historia: desde la romanización hasta la actualidad. Y lo más
importante de esa historia son dos fenómenos: fue uno de los primeros imperios
occidentales de la Edad Moderna y también el primero en perderlo. En general,
no tuvo buenos reyes y, salvo uno, todos fueron abominables en la Casa de Borbón
desde antes de la Revolución francesa. Previamente,
había participado en las guerras de religión como abanderada de la Iglesia católica,
persiguió a los protestantes y fue bastante reacia a aceptar los frutos de la
Ilustración. Se opuso a la Revolución francesa, combatió a Napoleón y quedó
relativamente apartada de los grandes fenómenos históricos del siglo XIX:
revoluciones burguesas, industrialización y desarrollo económico y del
movimiento obrero subsiguiente. No consiguió formar un Estado con la fortaleza
de los adversarios seculares: Francia y Gran Bretaña.
¿Se hizo débil?
Tampoco participó en
las guerras europeas del XIX ni en la primera guerra mundial. Sus élites
miraron siempre hacia Francia y/o Gran Bretaña, pero solo superficialmente y en
busca de asideros, en el pensamiento liberal y también en el conservador. Su
aportación a las transformaciones siderales
de entre 1812 y 1930 fue débil. También al pensamiento filosófico y
epistemológico moderno.
BATACLAN
V13, Emmanuel Carrère, p. 214
Entre otros, pienso en aquel
joven que por entonces tenía veintiún años y que salió indemne del Bataclan.
Durante tres años, disociación total. Ningún recuerdo. Pero sí un malestar, la
sensación de que la gente lo mira raro. Ideas negras pero confusas. Pesadillas sin
imágenes. Siluetas indistintas, en la periferia del campo de visión. Resaca
permanente que combate con alcohol. Sensación de haber hecho algo malo, pero
¿qué? Se le escapa. Al cabo de tres años, se somete a una EMDR (terapia de
desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares), que ahora sirve
para todo, pero que se inventó para el estrés postraumático. Todo vuelve, de
pronto. Sabe que actuó mal. Para alcanzar la salida, empujó, aplastó, pisoteó.
Se convirtió en una máquina de supervivencia totalmente indiferente a todo lo
demás. Si ese hubiera sido el precio por sobrevivir, habría utilizado como
escudos a sus seres más queridos. Ahora vive, sí, pero una vida arruinada.
Otros han sido héroes, él no. Incesantemente se ve empujando, aplastando,
pisoteando. Esta película se desarrollará constantemente en su cabeza hasta el
día de su muerte. Está avergonzado. Por eso ha venido. Para pedir perdón a los
que pisoteó. Si alguno de ellos está presente y lo escucha, al menos ya es
algo. Está bien. Solloza. Se va. Y o también me voy: por hoy ya tengo bastante.
Al día siguiente, una amiga abogada me dice que me he perdido algo; es una
norma de la crónica judicial: siempre te pierdes algo cuando te vas. Justo
después del joven carcomido por la culpa, otro superviviente del Bataclan,
visiblemente más distendido, ha empezado su testimonio diciendo que acababa de
escuchar la declaración del joven y que quería decir lo siguiente: «A mí me
pisoteó alguien y me rompió dos costillas. Solamente dos costillas rotas. Así
que quizá fuiste tú el que me pisoteaste, quizá fue otro, no lo sabremos nunca,
pero, si fuiste tú, quiero que sepas que no es nada grave, dos costillas rotas.
Me salvé, estoy vivo, soy feliz, no te guardo rencor, hiciste lo que pudiste,
todos hicimos lo mismo, espero que todavía estés en la sala para escuchar lo
que digo». El joven ya no estaba, pero mi amiga abogada corrió al vestíbulo en
su busca. Lo alcanzó en la escalera del juzgado. Si hicieran una película,
terminaría con esta imagen.
La invasión de los ladrones de cuerpos
V13, Emmanuel Carrère, p. 135
Los que seguimos el juicio ya empleamos el término como si fuera algo que conociéramos de toda la vida. Algunos abogados abusan de la expresión. En vez de decir «mentira» dicen taqiyya, que es más fino. Sin embargo, la taqiyya no es exactamente lo mismo que la práctica totalmente habitual de que un acusado mienta al juez de instrucción. Históricamente, la taqiyya es el fingimiento que practica el creyente cuando no tiene la libertad de vivir su religión a la luz del día. Así lo hacían los musulmanes y los chiitas bajo los califas abasidas del siglo VIII, y los musulmanes y los judíos marranos en la España católica del siglo XV. Los yihadistas de hoy, que se mueven como submarinos en una sociedad a la que odian y que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel. Para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de rezar sin molestar a nadie, en el respeto del pacto republicano. La taqiyya es un poderoso motor de paranoia que angustia las noches de jueces y policías antiterroristas: tener un aspecto inofensivo, o sinceramente arrepentido, ¿no constituye la prueba de que eres monstruosamente peligroso? Es como en la vieja película de ciencia ficción de los años cincuenta La invasión de los ladrones de cuerpos, donde extraterrestres maléficos toman posesión, uno tras otro, de los habitantes de una aldea pacífica. Nada permite distinguir a los verdaderos terrícolas, si aún quedan, de quienes los han reemplazado. Detrás del rostro familiar de tu vecino puede esconderse un frío monstruo. En su versión rigorista, el islam prohíbe tomar alcohol, fumar, jugar en un casino, perseguir faldas, escuchar música. ¿Qué hará, para dar el pego, un yihadista que se apresta a actuar? Tomar alcohol, fumar, jugar en el casino, perseguir faldas, escuchar música, como los kamikazes del 11 de septiembre o, en nuestro caso, como Salah Abdeslam.
MARCEL PROUST
Días de lectura, Marcel Proust, p. 132
Para mí, la memoria voluntaria,
que es sobre todo una memoria de la inteligencia y de los ojos, sólo nos da del
pasado aspectos sin veracidad, pero si un olor, un sabor recuperados en
circunstancias muy diferentes, despiertan en nosotros a nuestro pesar el
pasado, nos damos cuenta de hasta qué punto este pasado era diferente de lo que
creíamos recordar, lo que dibujaba nuestra memoria voluntaria, como los malos
pintores, con colores sin veracidad. En este primer volumen, el narrador, que
habla en primera persona (y que no soy yo) recupera de repente años, jardines,
seres olvidados en el sabor de un sorbo de té en el que ha mojado un trozo de
magdalena; sin duda lo recordaba todo, pero sin color, sin encanto. He podido
hacerle decir que, como en el juego japonés en el que sumergirnos tenues bolas
de papel que, una vez dentro de la taza, se estiran, se retuercen se convierten
en flores y personajes, todas las flores de su jardín y los nenúfares del
Vivonne, y la buena gente del pueblo, y las casitas, la iglesia y todo Combray
y sus alrededores, todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la
ciudad y los jardines, de la taza de té.
Yo creo que el artista sólo
debería pedir a los recuerdos involuntarios la materia prima de su obra. En primer
lugar, precisamente porque son involuntarios, se forman solos, atraídos por una
semejanza de -un instante, tienen un cuño de autenticidad. Además, nos devuelven
las cosas en una dosificación exacta de la memoria y del olvido. Finalmente,
como nos hacen saborear la misma sensación en circunstancias muy diferentes, la
liberan de toda contingencia, nos devuelven su esencia extratemporal, que es
precisamente el contenido de la belleza del estilo, esa verdad universal y necesaria
que sólo traduce precisamente la belleza del estilo.