Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA TOALLA


Ordesa, Mauel Vilas, p. 309
Teníamos una pequeña bañera en aquel viejo piso, mi madre nunca quiso o no pudo reformarla. Era una bañera de obra de carácter testimonial, resultaba imposible asearse allí dentro. Mi madre nos bañaba una vez a la semana. El calentador nunca fue bien, no calentaba suficiente agua, de modo que mi madre calentaba el agua con ollas puestas en el fuego de la cocina.
El calentador tenía marca, se llamaba Orbegozo. Eran baños elementales, con muy poca agua. Casi era ridículo, no te llegaba el agua ni a los tobillos. Mi madre nos secaba con una enorme toalla roja. Cuando ella murió, encontré esa toalla en un armario, había sobrevivido casi cincuenta años. Me quedé maravillado viendo que aún existía, yo no sabía que una toalla podía vivir tanto tiempo. Me la llevé conmigo. Estaba tan bien conservada ... ¿Sería de una alta calidad? ¿Era un milagro?
Parecía la Sábana Santa de mi familia.
Con los años, la cal obstruyó completamente la salida del agua caliente. Yo entonces ya no vivía con mis padres. No sé cómo debieron apañarse. Ni siquiera les pregunté. No sé cómo conseguían ducharse. Tal vez no lo hicieran. Tal vez fuese el mismísimo Dios el que derramaba sobre sus cuerpos cansados el don de los olores limpios, los olores de aquellos que ya han entrado en el recinto donde nada se corrompe.
Ahora esa toalla está en mis manos mojadas. Muchas veces me quedo mirando esa toalla, intento preguntarle cosas, sí, preguntarle cosas a la toalla. Y ella me responde, la toalla me habla: «Es a ellos a quienes tenías que haberles preguntado, a ellos, y tiempo tuviste de hacerlo, pero ya sé que no sabías cómo hacerlo, no lo sabías, no sabías qué palabras eran”.
Me seco con esa toalla.
Sigue siendo suave, conserva el tejido toda la delicadeza que tuvo el primer día en que mi madre la estrenó en mi cuerpo, en el cuerpo de un niño de seis años. Nunca nos pudimos duchar por culpa de aquella bañera diminuta y del cabezal obturado por la cal de la ducha, de la que solo emanaba un hilo de agua, unas gotas cansadas de ser agua. Nadie sabe hasta qué punto puede marcarte eso.

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