Los años, Annie Ernaux, p. 52
Los edificios de la
Reconstrucción surgían de la tierra en medio del chirrido intermitente de los giros
de las grúas. Se habían acabado las restricciones y llegaban las novedades, lo
bastante espaciadas para ser acogidas con sorpresa y alegría, para que su
utilidad pudiera ser evaluada y discutida en todas las conversaciones.
Aparecían como en los cuentos, insólitas, imprevisibles. Había para todo el mundo,
el boli Bic, el champú en bolsitas individuales, el linóleo, el támpax y las
cremas depilatorias, el plástico Gilac, el tergal, los fluorescentes, el chocolate
con leche y avellanas, la motocicleta y el dentífrico con clorofila. Estábamos
asombrados con el tiempo que se ganaba con las sopas de sobre, la olla exprés y
la mayonesa en tubo, se preferían las conservas a los productos frescos, se
encontraba más chic servir melocotón en almíbar o guisantes en lata que los de
la huerta. La «digestibilidad» de los alimentos,
las vitaminas y la «línea» empezaban a importar. Nos maravillábamos con los
inventos que borraban siglos de gestos y esfuerzos, que inauguraban una era en
la que, según se decía, ya no tendríamos nada que hacer. También los
denigrábamos: se acusaba a la lavadora de desgastar la ropa, a la televisión de
estropear la vista y de obligarnos a acostarnos a horas intempestivas. Nos
vigilábamos los unos a los otros y envidiábamos a los vecinos que poseían esos
signos de progreso que marcaban una superioridad social. En la ciudad los muchachos presumían de Vespa y revoloteaban
alrededor de las chicas. Erguidos en los sillines de puro orgullosos, acababan
llevando de «paquete” a una de ellas, con su pañuelo anudado a la barbilla, que
los agarraba por la cintura para no caerse. Habríamos querido crecer tres años
de golpe cuando los veíamos alejarse en medio de un petardeo al final de la
calle.
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