Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CRUCERO


Una vuelta por mi cárcel, Yourcenar, p. 55
El barco es hermoso como todos los barcos a punto de zarpar. En nuestra época en que los trayecros utilitarios se hacen en avión, un crucero es lo único que permite hacer largas travesías. Recurso ayer aún, los petroleros y los buques de carga gigantescos hoy ya no dejan apenas si ti o para el flete humano. Los pasajeros pertenecen aquí, por tanto, a esa extraña clase de vagabundos ricos, de edad madura o muy madura, que viven de un sustancioso retiro o del producto de su cuenta corriente y, por consiguiente, se ven dispensados de ir a la oficina. Muchos saltan de un crucero a otro, y a veces incluso eligen como domicilio el barco durante todo el año, escapando así de la rutina en tierra firme. Éstos apenas visitan los puertos exóticos que ya conocen, y la brevedad de las escalas no anima a penetrar en el interior del país; muchos de ellos ya no ponen el pie en la pasarela más que para bajar a comprar -en las tiendas para turistas más cercanas al puerto- el acostumbrado baratillo de cosas. Cuatro comidas, la orquesta de a bordo -canciones nostálgicas a la hora del té, rock o seductores cantantes armados con su micrófono por la noche-, la piscina de color azul chillón sobre la que flota el olor a lunch servido a los bañistas, el inevitable yoga, que se reduce a unos cuantos ejercicios de flexibilidad -por lo demás, muy útiles-, dos sesiones de cine durante las cuales ponen películas antiguas, el baile cuando el parqué del salón no oscila demasiado, acompasan los días. El bridge es un pasaporte en esa sociedad: J., ue juega muy bien, se ha hecho popular y le llaman por su nombre de pila. Las fiestas mundanas “de cinco a siete” a las que   recíprocamente se invitan, y que preceden o siguen a las del capitán, permiten que las mujeres luzcan las faldas de gasa y los escotes que no podrían ponerse a menudo en Cincinnati o en Brisbane. Tres o cuatro bares constituyen los lugares santos de a bordo: un suave alcoholismo conduce a la amenidad y une a los solitarios. Haríamos mal en hablar con desdén de esas oleadas de martini, de bourbon o de vodka, cuando, en cambio, nos enternecemos al recordar pequeñas tabernas frecuentadas por los borrachos y borrachas de Amsterdam, macerados en ginebra, pobres y dorados como unos Rembrandt. Pero el alcohol es como el amor o la vejez: encontramos en él lo que a él aportamos. Al parecer, los pasajeros de este barco de crucero no aportan nada.

1 comentario:

成人光碟 dijo...
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