Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

FLORENCIA

La señora Osmond, John Banville, p.203
El valle estaba inmerso en una gasa de luz solar dorada y resplandeciente, en la que la ciudad, vista desde la posición ventajosa de la vieja y conocida colina, era solo una acumulación imprecisa de cúpulas, torres y tejados rojizos con aleros, mientras d río y sus meandros parecían una veta brillante de mineral amarillo fundido. El canto de los pájaros, si es que lo había, quedaba amortiguado por el palpitante dosel de sonido que lanzaba al aire una invisible multitud de cigarras dedicadas a su incesante, monótona y vibrante labor. En lo alto de la colina, en una terraza enmarañada de rosas, un hombre de mediana edad, con un sombrero de paja de ala ancha, estaba de pie con la palma de las manos apoyada en un antepecho musgoso, reparando con placer abstraído en el amistoso calor de la piedra antigua. Ante él, la ladera en pendiente era un descuidado pero pintoresco manto de olivares y viñedos, y había una fuerte fragancia a rosas viejas, cipreses y polvo. Estaba observando d camino que ascendía desde la Puerta Romana de la ciudad. Siempre se había considerado una persona desubicada en el tiempo; la suya era una sensibilidad más acorde, estaba convencido, con una época más engalanada y grandiosa, una época en la que su talento habría brillado con una llama más vívida de lo que jamás podrían avivar las insípidas brisas del prosaico presente. No se imaginaba entre los césares: ese mundo de conquista y crueldad era demasiado grosero y primitivo para su gusto; el suyo era un espíritu que habría estado más en consonancia, eso pensaba él, con las cortesías y exquisitas sutilezas del Quattrocento. Hoy se sentía emparentado en cierto modo con uno de los más nobles condottieri de esos tiempos, aunque por desgracia corriera peligro: sitiado, expulsado del santuario de su castillo de negra piedra romana y empujado desde la capital hacia el norte hasta esta colina toscana, convertido en su propio centinela, un vigilante solitario, amenazado por todas partes, aunque sin dejarse amedrentar, escrutaba las neblinosas tierras bajas que se extendían a su alrededor y preparaba sus estrategias, aguardaba su momento.

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