Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

CARMEN MAURA


Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p, 145
Un día, aquella muchacha modosa desapareció del mundo del arte y de forma inesperada emergió en medio de una pandilla enloquecida, que tenía su reino en RockOla y en la discoteca Sol de la calle Jardines. En 1980 Almodóvar rodó su primera película, Pepi, Lucí, Bom y otras chicas del montón, con Carmen Maura de protagonista. Desde entonces ya no pudo librarse de estar por siempre atada a Pedro Almodóvar, el amo de llaves de aquella estética alegre y disparatada de los años ochenta. Les ligaba un nudo maldito. Era la mezcla perfecta: una aristócrata desclasada y un ácrata dinamitero. Los huesos del dictador produjeron un fuego fatuo y de él se prendió la mecha que produjo la detonación libertaria. Una nube de libélulas con pendientes de plumas de pato en las orejas y la cresta verde en el cráneo rapado llenó la noche. La década prodigiosa fue inaugurada por un abad disfrazado de político socialista llamado Tierno Galván. Si Dios no existe, todo está permitido, dijo Dostoievski; si Franco ha muerto, ahora mismo me pongo a bailar en Rock-Ola con una bata guateada y unos rulos para lamerme los traumas, dijo Almodóvar. Solo le faltaba encontrar una musa que diera sentido a todo aquel disparate y estuviera como él dispuesta a ponerse el mundo por montera. La encontró en el dulce rostro de Carmen Maura, lleno de ingenuos mohínes, y en el papel de Pepi ella desarrolló su talento todavía en agraz ante las cámaras de Almodóvar, que tampoco sabía entonces dónde colocarlas. Carmen Maura era un detonante en medio de aquel mundo de drogas, sexo, tamaños de pene y amas de casa histéricas, materia primigenia en la creación de Almodóvar. Mientras los fachas iban con cadenas y bates de béisbol imponiendo su verdad por las calles de Madrid y el golpe de Tejero aún estaba caliente, en 1983 Carmen Maura apareció en la película Entre tinieblas en el papel de sor Perdida, del convento de Redentoras Humilladas, junto a sor Estiércol y sor Rata de Callejón, entregadas a redimir chicas descarriadas. Eran monjas de clausura que después de orinar de pie sobre las coles de la huerta del convento se metían un pico pensando en el centurión que traspasó  con una lanza el costado del Nazareno. La cuestión era echar a la basura todo el surrealismo católico de Buñuel para sustituirlo por una burla desvergonzada de la Iglesia; recrear un mundo de sofás  de plástico donde unas mujeres en zapatillas con una borla de lana rosa en el empeine soñaban con ser cajeras de supermercado; secuencias con colores agrios, un kitsch descalabrado de fotos de los abuelos encima del televisor.

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