Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

BARES


SPQR, Mary Berad, p. 487
Un historiador romano que escribió en el siglo IV d. C. se lamentaba de que la gente de «más baja» ralea se pasaba la noche entera en los bares, y destacaba el ruido especialmente desagradable de los resoplidos que daban los jugadores de dados cuando se concentraban en el tablero e inspiraban aire por la nariz llena de mocos.
También hay constancia de repetidos intentos por imponer restricciones legales o tasas a estos establecimientos. Tiberio, por ejemplo, prohibió al parecer la venta de pastas; a Claudio se le atribuye haber abolido por completo las «tabernas» y prohibido que se sirviera carne hervida y agua caliente (es de suponer que para mezclarla, a la manera romana habitual, con el vino; pero entonces ¿por qué no prohibir el vino?); y Vespasiano, según parece, dictó una ley que no permitía la venta de ningún tipo de comida, salvo guisantes y judías, en bares y cantinas. Suponiendo que esto no sea ninguna fantasía de los antiguos biógrafos e historiadores, no debió de ser más que un gesto inútil, una legislación como mucho simbólica, porque los recursos del Estado romano carecían de medios para imponer su cumplimiento.
Las élites de todas partes tienden a preocuparse por los lugares en los que se congregan las clases bajas, y -a pesar de que sin duda había un lado hostil y charlas groseras-la realidad del bar corriente era más contenida que su reputación. Los bares no eran solo antros de bebida, sino una parte esencial de la vida cotidiana para aquellos que, en el mejor de los casos, tenían instalaciones, aunque limitadas, para cocinar en sus alojamientos. Lo lllismo que ocurre con los bloques de apartamentos, la norma romana era exactamente la contraria a la nuestra: los romanos ricos, con sus cocinas y múltiples comedores, comían en casa; los pobres, sí querían algo más que el antiguo equivalente a un bocadillo, tenían que comer fuera, Las ciudades romanas estaban llenas de tabernas y bares baratos, y allí un gran número de romanos corrientes pasaba largas horas de su vida no laboral. De nuevo Pompeya es uno de los mejores ejemplos. Teniendo en cuenta las partes aún no excavadas de la ciudad y resistiendo la tentación (cosa que muchos arqueólogos no han hecho) de llamar bar a todo edificio con un mostrador para servir, podemos calcular que había más de cien lugares de este tipo para una población de alrededor de 12.000 residentes y viajeros que estaban de paso.
Había un plan de construcción estandarizado: un mostrador que daba a la acera, para el servicio de «Comida para llevar»; una sala interior con mesas y sillas para comer allí con servicio de camarero; y normalmente un expositor para comida y bebida, así como un brasero u horno para preparar platos y bebidas calientes. En Pompeya, en un par de casos, del mismo modo que en el tallar de abatanado, la decoración consistía en una serie de pinturas que representaban escenas, en parte fantasiosas y en parte reales, de la vida en la taberna. N o hay demasiados testimonios de aquella terrible bajeza moral que los escritores romanos temían.

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