Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

PRINCIPE DE SALINA


El Gatopardo, Lampedusa, p. 266
También estaban los nietos: Fabrizietto, el más joven de los Salina, tan hermoso, tan despierto, tan encantador.
Tan insufrible. Con su doble dosis de sangre Malvica, su gusto instintivo por la vida regalada, su inclinación hacia una elegancia burguesa. Era inútil que intentara convencerse de lo contrario: el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento agonizaba en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble solo existe mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras familias. Fabrizietto solo tendría recuerdos triviales, iguales a los de sus compañeros de instituto, recuerdos de meriendas económicas, burlas zahirientes a los profesores, caballos comprados más por el precio que por las cualidades; y el orgullo de llamarse Salina se transformaría en mera ostentación, amargada siempre por la sospecha de que otros pudieran ostentar más aún. Todos andarían a la caza de una buena dote, pero para entonces solo sería una routine establecida, no la hazaña predatoria que había realizado Tancredi. Los tapices de Donnafugata, los almendrales de Ragattisi, e incluso quizá la fuente de Anfitrite perderían su encanto y sus matices para correr la grotesca suerte de  metamorfosearse en terrinas de foie-gras pronto digeridas, y en mujercillas de Bata-clan aún más efímeras que sus afeites. En cuanto a él, solo se lo recordaría como el abuelo viejo y cascarrabias que cierta tarde de julio la había palmado justo a tiempo para arruinarle al chaval sus vacaciones en el balneario de Livorno. Había dicho que los Salina siempre seguirían siendo los Salina. Pero se había equivocado. Él era el último. Al fin y al cabo ese Garibaldi, ese  barbudo Vulcano, había logrado salirse con la suya.

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