Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

VENECIA

Homo Lubitz, Eduardo Menéndez Salmón, p. 125
Venecia se le presentaba a O'Hara como la primera vez que la había visitado veinticinco años atrás, cuando era un universitario arrogante, un bárbaro americano: sin lugares intrascendentes, espacios muertos ni transiciones átonas. Porque si en la mayoría de las ciudades abundaban lugares que sólo existían para conducir de un punto a otro, lugares de paso o no lugares que vinculaban entre sí los lugares de estancia o afirmación, en Venecia, en cambio, el lugar de paso, el no lugar, había sido abolido. Cada metro de la ciudad importaba, encerraba una promesa de belleza, un escenario para el reposo y la contemplación.
Venecia era la sede de todas las fugas y anhelos, ciento dieciocho islas que hacían del asombro su expectativa. Y él estaba ahora allí, habitante de una de las teselas del mosaico, tentado de estrechar entre sus brazos a la rolliza Musa de la Arquitectura que compartía el ventanal hasta sellar sus labios con un beso efervescente. Pero en vez de eso se retiró del mirador, condescendió en escuchar hasta el fin los encantos de un producto que ya había decidido adquirir y galanteó con la signara Cortinovis al modo nacional, con una mezcla de teatralidad y descaro, dejándola creer que su figura sensual, escapada de algún lienzo profano del Quattrocento, había jugado un papel importante en la decisión de O'Hara, lo cual, siendo indudablemente falso, no por ello dejaba de aproxímarse a la verdad.

Una de las sensaciones más placenteras que se experimentaba en un lugar tan sacralizado por la costumbre y los manuales era perderse. Durante las primeras semanas en su nueva casa, regresando a Giudecca a bordo del último vaporetto, comprendió que la pérdida del rumbo no era sólo una categoría náutica, sino también psicológica. Nada mejor para entender la experiencia veneciana que salir sin brújula ni mapa, dejarse conducir por el instinto o, llegado a una encrucijada, tomar por el lado menos transitado. Porque en Venecia, como en ninguna otra ciudad, el extravío comportaba un beneficio, una garantía para el hallazgo, la certidumbre de que cada nudo deshecho regalaba alguna maravilla: una estatua insolente, un balcón sobre el agua, ropa tendida como banderas ondeando al viento de la Historia.

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