Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

TIMOTHY LEARY


Yo estoy vivo y vosotros esatis muertos. p. 148

Leary, que hasta ese momento había sido considerado un excéntrico inofensivo, comenzó a hacerse escuchar, a pronunciar conferencias y a explicar a los periodistas que se acercaba un momento crucial en la historia de la humanidad. No era una coincidencia fortuita el hecho de que Albert Hofmann hubiese descubierto el LSD en el mismo momento en que Enrico Fermi descubría la fisión del átomo. El hombre recibía por un lado el instrumento para destruir su propia especie y, por el otro, la posibilidad de acceder a un nivel superior de la evolución. Si aceptaba el segundo don, podría sumergirse en los océanos inexplorados que su cerebro escondía, superaría al Homo sapiens, entraría en una sabia y alegre comunión con el cosmos, conocería a Dios, y, en cierto modo, sería Dios.

Por sí solos, esos discursos no hubiesen convencido a mucha gente. Pero, a diferencia de otros iluminados, Leary poseía el material, suministrado por los laboratorios Sandoz, que los ratificaba. En realidad, todos los que se sometían a los terribles efectos del LSD salían, en el peor de los casos, consternados y, la mayoría de las veces, convertidos. Intelectuales de prestigio y artistas, pero también hombres de negocios, como el jefe de la fundación Ford, se convirtieron en sus prosélitos. Leary obtuvo una autorización de la administración penitenciaria para que los detenidos de la prisión del estado de Concord, Massachusetts, fueran sometidos a una cura con LSD: la absorción de aquel nuevo sacramento colmó a esos criminales impenitentes de aspiraciones místicas que maravillaron a sus guardias.

Por miedo a tener que avalar esas experiencias tan poco compatibles con el rigor científico, las autoridades de Harvard despidieron a Leary, consolidando de este modo su vocación de profeta. Trataba de sepulcros blanqueados a sus detractores, citaba la fórmula de Niels Bohr según la cual una nueva verdad no se impone porque convence a sus adversarios, sino porque sus adversarios terminan muriéndose y son sustituidos por una nueva generación para la cual esa verdad es perfectamente natural. En una mansión que un mecenas le había prestado, Leary reunió a una comunidad de fieles que, bajo su dirección y entre el humo del incienso y las notas del raga hindú, se consagraron a la exploración metódica de los mundos que el ácido les abría. Un libro hacía de guía para esos viajes: el Bardo Thodol. El libro tibetano de los muertos. Este auténtico Baedeker de los espacios interiores era el regalo de despedida del viejo Aldous Huxley a la nueva generación: decían que había pedido que se lo leyeran en su lecho de muerte y que, unas horas antes del fin, había pedido una inyección de LSD, no por cobardía, sino al contrario, para aprovechar plenamente su paso a mejor vida.


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