El Gran Capitán comprendió antes que nadie que el coronavirus iba a cambiarlo todo.
Juan Francisco Martínez Sarmiento
acababa de estrenar apodo. A los cuarenta y siete años recién cumplidos, había
culminado una carrera profesional meteórica con dos nombramientos casi
simultáneos. En la tercera semana de 2020 se había convertido en el director ejecutivo de una gran empresa
energética, líder nacional en renovables, y en el vicepresidente mejor valorado para suceder al presidente de la
CEOE. Tenía motivos para sentirse orgulloso de sus logros porque no sólo
destacaba entre los grandes empresarios españoles por su inteligencia,
equiparable a una audacia que rayaba con la temeridad. También llamaba la
atención por sus orígenes. Más allá de la fortuita eufonía de sus apellidos, no
había heredado nada de sus padres. Tercero
entre los cinco hijos del propietario de una ferretería del barrio de Tetuán y
de una señora dedicada a sus labores, había tenido que luchar como una fiera
por cada beca, por cada puesto, por cada ascenso. Hasta ahora. Porque
precisamente ahora, cuando ya no tenía la necesidad de apostar, de jugarse la
vida en cada movimiento, todo se estaba yendo al carajo.
-¡Qué putada!
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