La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia, p. 433
Almorcé en una fea taberna cerca
de via Cavour. Dado que aún me quedaba tiempo antes de la cita siguiente, me dIrigí
a San Pietro in Vincoli. Subí los peldaños de la escalinata de los Borgia,
perpetuamente en sombra a causa del arco que la cubre, y al mismo tiempo
vivificada por una cascada de enredaderas. En lo alto, vi la fachada lisa y
regular de la iglesia. Entré en la nave lateral, caminé hasta encontrarme frente
a la estatua. Había estado allí durante casi quinientos años, y permanecería
allí mucho después de nuestra muerte. Caso raro de enigma en su grandiosidad,
sobre el Moisés de Miguel Ángel nunca dejaba de hablarse. Sigmund Freud, cuando
estaba en Roma, iba a San Pietro in Vincoli cada día, permanecía alli durante
horas intentando entender; se iluminaba de esperanza cuando pensaba que había
captado algo importante, se desmoralizaba cuando la intuición se diluía. Miraba
los brazos musculosos de la estatua, las tablas de la ley bajo el brazo
derecho, la mano izquierda descansando en el regazo, los dedos de la mano
derecha asidas a los rizos de la barba, la pierna izquierda levantada de modo
que solo la punta del pie tocase el suelo, su cabeza vuelta a la izquierda y,
en su mirada, una mezcla de rabia, desprecio y dolor. Para muchos, Miguel Ángel
había documentado el momento inmediatamente anterior a cuando Moisés, indignado
por el comportamiento de su pueblo, rompe las tablas arrojándolas al suelo.
Luego aferra el becerro de oro, lo quema en el fuego, lo tritura hasta
convertirlo en polvo, esparce el polvo en el agua y hace que los israelíes se
la traguen. Pues bien, después de la enésima visita, observando la estatua sin
pausa, Sigmund Freud pensó de pronto que había tenido una revelación. Es decir,
le pareció que Miguel Ángel, al esculpir su Moisés, había realizado un poderoso
gesto arbitrario atreviéndose a cambiar la narración bíblica, documentando lo
que no está en el Libro: no la ira a punto de estallar, sino la ira reprimida.
El Moisés de Miguel Ángel, según Freud, después de un rápido tormento interior,
una misteriosa batalla consigo mismo, cambia de propósito. La indignación queda
domada, la violencia se disuelve, el dolor empieza a ser tratado. El profeta ya
no rompe las tablas contra el suelo, y, precisamente por eso, las tablas, es
decir, la ley, adquieren un nuevo significado.
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