Quiero matar a mi padre. No metafóricamente ni en la ficción de una novela en la que lo he matado cada vez que la narración abría la más mínima posibilidad de hacerlo. Incluso cuando ni siquiera le atribuía al personaje del padre rasgos del mío, desarrollaba la acción para que muriese. Desde que recuerdo, he fantaseado con las formas en las que moría, en las que ponía fin a su vida. Y lo hacía con rabia, con rencor, con desasosiego.
Para mí ha sido muy difícil
querer a mi padre, pero tampoco ha sido fácil odiarlo.
Durante muchos años, estos
sentimientos avivaron el deseo de acabar con él. Tal vez así pudiera liberarme
de la aprensión y la influencia dañina que tenía sobre mí. Sentía que al
hacerlo me estaba liberando del miedo que me producía su figura, una figura que
iba creciendo en mi interior, que se había instalado como una tenia
alimentándose de mi organismo.
Aún siento su influencia.
Nada es tan sencillo. Nunca lo
es.
Mi pensamiento asesino me
encadena a esa idea del pasado de la que soy incapaz de desprenderme.
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