Un tal González, Sergio del Molino, p. 140
Qué bien peinado sonreía Suárez
desde el escaño. Qué bien acompañado parecía aquel hombre solitario que hizo del
disimulo un arte. Lo habían abandonado todos y acababa de descubrir que nunca
tuvo a nadie. Solo había llegado a la política y solo se iría unos meses
después, cuando no pudiera disimular las grietas de la cara, esos pedazos en el
suelo de los que hablaba Guerra. Pero Adolfo Suárez sonreía entero, ocultando
los dientes que le torturaban con dolores que tampoco expresaba.
En una tarde de insultos inspirados,
Guerra lo llamó el tahúr del Mississippi. Daba el tipo. Era fácil imaginarlo en
la mesa del fondo de un casino, echando faroles y sacando los ases de la
baraja. Algunos decían que llevaba pistola. No en el Congreso, pero sí que
tenía una a mano y sabía usarla. Se pasaba de valiente, según algunos. Incluso
quienes creían que para presidir esa España hacía falta carácter lo tenían por
demasiado firme. Le faltaba un punto de blandura demócrata para ser Kennedy.
Adolfo Suárez venía de la
provincia más provinciana, Ávila. La familia de su madre tenía algún posible en
el pueblo de Cebreros, pero su padre era un viejo republicano que sobrevivió
como un pícaro y enseñó a su hijo a no fiarse de nadie, ni siquiera de él. Sin
más pedigrí que su ambición, el joven
Adolfo se abrió paso entre el alto funcionariado del Movimiento. Impresionó con
sus dotes aduladoras al ministro-secretario José Solís, que era lo más parecido
que tenía el franquismo a un reformista. Solís lo apadrinó y lo acompañó en una
carrera gris por los andamiajes administrativos del régimen, hasta que su
pupilo se colocó en la dirección de Televisión Española. Desde allí desplegó
las artes del disimulo, que incluían ciertos atributos de camaleón: sabía ser
el mejor invitado en las fiestas de las masías del Ampurdán, donde compadreaban
los jefes de correajes y camisas azules, y hablaba bien la lengua de los
derrotados cuando le tocaba fumar en compañía de un crítico o de un opositor.
Se inspiraba entonces en el gesto de su padre, el republicano viejo y
desahuciado, y transmitía ese frío de exilio que los antifranquistas reconocían
al primer vistazo.
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