La ciudad de los vivos, Nicola Lagioia, p. 176
El taxi se detuvo en Santa Maria
Maggiore. No lejos estaba San Pietro in Vincoli. Había estado allí unos días
antes, había superado la umbrosa escalera que lleva a la basílica, luego entró,
se quedó para observar el objeto del supremo malentendido de tantos y tantos
turistas. A los ojos de los idiotas, el Moisés de Miguel Ángel era la
quintaesencia de la fuerza interior, la glorificación de la fe que hace
posibles las mayores hazañas. Nada podría ser más falso: era la documentación
de un fracaso. Si quien llegaba hasta ahí se hubiese tomado la molestia de
informarse, leyendo al menos dos páginas en algún libro de texto de historia
del arte, habría sabido que la mirada apasionada de Moisés no expresaba fe,
sino agravio. Miguel Ángel había paralizado al profeta instantes antes de descargar
la furia, cuando, tras descender del Sinaí con las Tablas de la Ley, sorprende
al pueblo elegido bailando alrededor del becerro de oro. En el instante
posterior -lo que la estatua no documentaba- Moisés destroza las tablas
lanzándolas contra el suelo.
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