APRENDER A LEER EL RELOJ
Tardé mucho en aprender a atarme
los cordones de los zapatos. Por eso, siempre fui una alumna atenta en clase,
consciente de mis limitaciones con las matemáticas y de mi falta de habilidad
con la costura. No existe una imagen más siniestra que la de una niña con la
aguja y el hilo en la mano, concentrada, acercando los ojos a su retalillo,
fingiendo ser otra persona, adoptando el escorzo de una anciana corta de vista.
El aprendizaje, el descubrimiento, la maravillada perplejidad, el instinto curioso,
las bellas palabras con que nos conducen al dolor de desasnarnos nos colocan sobre una
superficie quebradiza, no por lo que no sabemos, sino por lo que nos cuesta
aprenderlo: resulta vergonzante exhibir las limitaciones frente a un maestro, de quien buscas aquiescencia y a
veces, en las situaciones más neuróticas de la niñez, incluso admiración. Tardé
mucho en aprender a atarme los cordones de los zapatos y mi madre sudó para
enseñarme a manejar los números quebrados y los decimales. Lo he olvidado todo
menos mi propio orgullo herido y la desilusión de mi madre por mi torpeza y
lentitud.
Por eso, se me hacía un nudo en
el estómago al comprobar que se iba acercando el día de aprender a leer la hora
en el reloj, antes de que se celebrara mi primera comunión y me regalaran un
objeto que para mí sería inútil.
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