El 1 de marzo de 2016, un martes con escasas nubes, las puertas de entrada del Coliseo acababan de abrirse para permitir a los turistas admirar las ruinas más famosas del mundo. Miles de cuerpos caminaban hacia las taquillas. Uno tropezaba con las piedras. Otro se ponía de puntillas para calcular la distancia hasta el Templo de Venus. La ciudad, allá arriba, estaba cocinando la ira en su propio tráfico, en los autobuses averiados ya a las nueve de la mañana. Los antebrazos pronunciaban los insultos por las ventanillas abiertas. En el bordillo, los guardias rellenaban multas que nadie pagaría nunca.
-Sí, hombre, sííí ... ¡pues vaya
usted a contárselo al alcalde! -La empleada de la taquilla número cuatro
estalló en una carcajada burlona, provocando la hilaridad de sus compañeros.
El anciano turista holandés la
miró atónito desde el otro lado del cristal. En su puño blandía las dos
entradas falsas que dos falsos empleados del recinto arqueológico le habían
vendido poco antes.
Esta, la de ir a protestarle al
alcalde, era una de las chanzas más repetidas de las últimas semanas. Nacida en
las oficinas municipales, se había difundido entre los taxistas y los hoteleros
y los basureros y los vendedores de granizados a los que, a falta de una
autoridad más evidente, acudían los turistas para pedir ayuda ante los
infinitos contratiempos de la ciudad.
El holandés frunció el ceño.
¿Sería posible que también la verdadera autoridad, la que iba con uniforme
oficial, le estuviera tomando el pelo? Por detrás de él, la multitud aumentaba su
barullo.
-¡El siguiente!
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