Agua y jabón, Marta D. Riezu, p. 168
La Sargadelos que me gusta es la
de 1960, que recoge el legado de la de 1806, afrancesada, nacida del mismo
paisaje: caolín, cursos de agua, leña. El impulso de Seoane y Díaz Pardo la
hará crecer de negocio a símbolo, con fundamentos políticos y humanistas. La
empresa concebida como una asociación de intereses intelectuales, opuesta a la
empresa que especula con una cantera de recursos. Aquello que tiene raíces es
lo que tiene posibilidad de labrarse un futuro.
Todo lo genuino parece nacer con
una maldición encima, y atrae como un imán a la codicia. Hagan la prueba: creen
algo especial. Si prospera lo suficiente, no duden de que en algún momento
aparecerá alguien con ideas totalmente equivocadas. Solo les hablará de
números. No me malinterpreten: vivan los números y viva el dinero, pero siempre
subordinados a las personas, jamás al revés. Si los beneficios se reinvierten
en objetivos sociales y culturales, no se pierden: se multiplican. Pero, claro,
los accionistas tocan a menos.Y los accionistas suelen ser muy descreídos respecto
a los intangibles.
Alrededor de 2002, en Sargadelos
la cosa se pone fea, y por ahí aparecen palabras tan horrendas como viabilidad,
explotación u órgano directivo. Si las oyen alguna vez, huyan en dirección
contraria. Que algo sea legal sobre el papel no significa que sea honorable.
Solo añadiré que estoy del lado
Díaz Pardo, a muerte. ¿Siguen siendo bellos los productos de Sargadelos?
Contestaré a la gallega: sí y no. Ustedes tienen ojos en la cara, y una mente despierta,
y un corazón intuitivo. Estoy segura de que en el catálogo sabrán distinguir
entre aquellos objetos con fuerza, y los nacidos de un plan de negocio.
Por cosas así es importante
conocer siempre la historia de lo que compramos.
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