(Una joya de valor)
Vicenç ayudó al señor Nicolau a
subir al coche. «Sí, señor, como usted diga.» Después subió la señora Teresa.
Siempre subía primero él y luego ella, porque para bajar necesitaba la ayuda de
ambos. Era una maniobra difícil y el señor Nicolau requería muchos miramientos.
Entraron por la calle de Fontanella y, en el Portal del Ángel, giraron a la
derecha. Los caballos iban al trote y las ruedas, negras y rojas, recién
barnizadas, rodaban, ligeras, paseo de Gràcia arriba. El señor Nicolau
explicaba a todo el mundo que Vicenç valía un Potosí, que si no lo tuviera se
vendería la berlina porque no se fiaría de ningún otro cochero. Y como el señor
Nicolau era generoso, de todo sacaba provecho Vicenç. El cielo estaba
encapotado; de vez en cuando, en un claro entre dos nubes, aparecía un pálido y
breve rayo de sol. Todo el mundo, es decir, la servidumbre y algunos amigos,
sabía que el señor Nicolau quería hacer un regalo a la señora Teresa porque
cuando celebraron el primer medio año de matrimonio le había regalado un armario
japonés de laca negra con incrustaciones de nácar y oro, precioso, pero que a
ella no le había entusiasmado. Él tuvo una decepción: «Ya veo que no he dado en
el clavo, aunque vale un dineral; pero, como a mí me gusta, me lo quedaré y a
ti te regalaré algo que te ilusione más». Ante la joyería Begú, Vicenç detuvo
los caballos, bajó del pescante, y, mientras dejaba el sombrero de copa en el
asiento, vio que la señora Teresa abría la portezuela y saltaba, ágil como un
gamo. Entre los dos sacaron al señor Nicolau del coche —«de mi armario», como
solía decir. Inmóvil en el centro de la acera, porque cuando bajaba del coche
le costaba erguirse, miró dos o tres veces a derecha e izquierda, sin mover la
cabeza, como si no supiera qué hacer. Dio por último el brazo a su mujer y muy
despacio entraron los dos en la joyería.

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