El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 93
A menudo experimento un cierto
terror cuando la realidad me golpea con descaro, cuando esa evidencia
incuestionable que conforma lo real me desmantela algunas construcciones
ideales que fue levantando mi memoria. Entonces me pongo a temblar y siento que
algo se me escurre entre los dedos.
Había una mujer que vivía en la
cuesta del lavadero y que venía a veces a refugiarse a nuestra casa huyendo de
las palizas de su marido. Era muy joven y muy guapa, pero tenía un lunar en la
frente del tamaño de un botón de camisa, así que era inevitable fijarse en
aquella mancha y distraerse de su belleza. El marido era un animal. Con la
misma vara pegaba a su mujer, a sus hijos y a las vacas. Un día su mujer y sus
tres hijos desaparecieron. Mi padre habló con un párroco amigo suyo de la
ciudad y gestionó el abandono. El maltratador era muy feo, el hombre más feo
que habíamos visto jamás, más feo incluso que el quinquillero que vendía de
viaje y que era a la vez judío y gallego. En cejas, las orejas y en los huecos
de la nariz le brotaba la hierba.

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