Pero quién soy yo, quién escribe este relato?
La mujer aparca el Alfa-Romeo
frente a un edificio en pleno paseo marítimo. Del portaequipajes saca dos
bolsas de mano y un bolso de cuero oscuro que se cuelga al hombro. Entra en el
edificio.
En el vestíbulo, a la espera del
ascensor, hay dos niños en camiseta y bañador: uno lleva una pala y un rastrillo de plástico; el otro es una gorra
de colores vivísimos y unos ojos que escrutan a la mujer mientras el ascensor
sube con un leve bordoneo electrónico. La mujer sonríe.
Ya en el piso, deja los paquetes
en la mesa del salón y sale a una terraza que se abre sobre el azul del mar. Se
apoya con las dos manos en el barandal de piedra rojiza y aspira profundamente
el perfume salado del aire de la mañana. Contempla la pureza diáfana y azul del
cielo. Frente a ella, la playa es una gruesa banda de arena amarilla que
acaricia el bronce de los muslos matinales y las cinturas del verano, y que a
la derecha se adelgaza y se convierte a lo lejos en una cinta de tierra de
color indistinto, y a la izquierda es la profusa confusión del puertot la
superficie de un mar erizado de quillas, mascarones y velámenes, el olor de
salmuera y de moluscos, el vuelo aristocrático de las gaviotas; y el denso
rumor del agua mordiendo el muelle donde cabecean las barcas.

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