Qwertyuiop, Sánchez Felosio, p. 479
El perro se hizo amigo del hombre
de la siguiente manera. Siempre hubo dos clases principales de animales
carniceros: carniceros de asalto y carniceros de emboscada; los segundos, a
quienes posteriormente vino a dárseles el nombre de felinos, podían, merced a
la eficacia prensara de sus zarpas, afrontar individualmente el agarre de la presa,
a diferencia de los primeros, que, privados de tan útil instrumento, se veían
constreñidos a asociarse en aquel lance decisivo de la caza y de la
supervivencia y vinieron a hacerse de gregaria condición y consiguientemente
más prolificos. De entre éstos, con el perro, los más famosos son el lobo y el
coyote, la hiena y el chacal; pues con respecto al zorro hay que decir que
intentó y consiguió con excelentes resultados pasarse a carnicero de emboscada,
camino que, habida cuenta de la inferior circunstancia de sus uñas, fue tenido
por harto meritorio y le valió ser puesto por dechado y figura de la astucia
misma. El perro, pues, que, como algunos otros de su clase, llevaba una
existencia desgraciada desde que el hombre, que se multiplicaba y esparcía sin
proporción, le iba usurpando el territorio y diezmando la madre de la caza,
tuvo al fin -cada vez más apretado por el hambre—que irse reduciendo a la
condición de merodeador de campamentos, convirtiéndose en parásito de su propio
expoliador y alimentándose de los despojos de aquella misma presa que con sus
propios colmillos habría, tal vez, preferido degollar; y aunque tampoco falten
quienes más a pereza se lo achaquen que a rigurosa constricción, el caso es que
si bien, en efecto, por entonces al principio su papel se limitó al de mero
huésped de segunda mesa que aguardaba pasivo a la salida del banquete -tal vez
por no saber otra cosa todavía sino que la caza se había hecho en los bosques
más rara y más huraña cada vez, y sólo allí podía encontrar, sin conocer
tampoco por qué artes le llegaba, con qué aliviar sus hambres-, no es menos cierto
que más adelante fue sacando el ovillo por el hilo y comenzó a fijar su
atención en los alborotados retornos de los cazadores, aprendiendo a mirar
hachas y lanzas como seguros heraldos de una próxima comida, con lo que,
siguiendo ya cada vez con mayor interés cualquier aparición y movimiento de tan
faustos indicios y señales, vino al fin, igualmente, a reparar en las
aparatosas partidas de las expediciones venatorias y, estimando tal vez que si
perdía de vista hachas y lanzas perdería de igual modo el buen augurio que su
simple figura comportaba, fue a ponerse a la zaga del tropel de cazadores y los
siguió hasta el encuentro con la caza, sin atreverse a otra cosa, de momento,
que a conservarlo siempre al alcance de la vista y seguirlo día y noche por
montes y cañadas. Hasta que, habiendo penetrado la causa y el efecto de
aquellas aventuras, el interés, la impaciencia, la solidaridad de la intención,
ya no le consintieron mantenerse a raya por más tiempo cual mero espectador, y
osó irrumpir animosamente en la palestra; intromisión que bien poco tardó el
hombre en dejar de estimar inoportuna, antes reconociendo, en cambio, hasta qué
punto hábilmente aprovechada podría llegar a sede de grande utilidad -ya que,
anunciada sin tregua en las más densas espesuras por el clamor de los ladridos
y rastreada por el olor de sus pisadas hasta el más apartado perdedero, ninguna
presa habría ya de zafarse de su persecución-, resolvió que no más pedradas, desde
entonces, contra el merodeador cuando en hambrienta turba se apiñaba en
derredor del campamento, sino que los despojos, antes siempre arrojados, simplemente por deshacerse de ellos
sin preocuparse de quien se los comiese o dejase de comer, le fuesen
especialmente destinados e inclusive aumentados cada vez que la suerte o la
abundancia así lo permitiesen.
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