En cuanto al gato, si bien respecto de él la saga es, en sus dispersas y múltiples versiones, bastante más oscura y fragmentaria que en lo que al perro se refiere, parece ser que fue en principio su rival de merodeo y que su situación empeoró notablemente cuando el perro fue acogido por el hombre, supuesto que ya no sólo contra fuerza, sino también contra derecho tuvo que disputarle los despojos, hasta el día en que a su vez -recuperando de nuevo la perdida igualdad de condiciones en la querella originaria, desde ahora por ambas partes transferida a equitativo estado de derecho, y perpetuada en el seno de la casa- se vio integrado, con un cometido propio y peculiar, en la familia de los hombres, gracias a la calamitosa aparición de otros dos parásitos que, por su parte, irreductibles y orgullosos, vienen perseverando hasta nuestros días al margen de la ley: la rata y el ratón. De modo, pues, que de las dos grandes clases en que, según su procedencia, la fauna doméstica se puede y aun se debe dividir, el perro constituiría con el gato, frente a la clase de los «habidos por captura” -herbívoros ungulados en su mayoría-, la de los «parásitos integrados”; y que, en sus líneas generales, el mito no nos miente en este punto podría probarlo el hecho de que cuando, por adversas circunstancias, tienen que hacerse cimarrones, los segundos se mantienen en el parasitismo mientras que los primeros, como es notorio al menos del caballo, retornan a una vida silvestre y alejada de toda relación con los humanos, cual si una y otra clase quisiese demostrarnos, en la distinta forma de semejante regresión, cuál fue el estado y condición que precedió inmediatamente a su domesticidad. Entre los gatos cimarrones son famosos los que aún hoy, suscitando en algunos la piedad y en otros la repugnancia y el escándalo, pueblan las ruinas de la ciudad de Roma; y en lo que atañe a perros, pueden leerse con provecho las impresionantes páginas de Brehm sobre los perros de Constantinopla y los de Alejandría, igualmente parásitos al par que cimarrones, que al menos por los años en que este gran maestro compilaba su célebre Tierleben infestaban todavía calles y ruinas de aquellas dos decaídas y antiquísimas metrópolis.
Te quiero más que a la salvación de mi alma
DEL GATO
Qwertyuiop, Sánchez Felosio, p. 480
En cuanto al gato, si bien respecto de él la saga es, en sus dispersas y múltiples versiones, bastante más oscura y fragmentaria que en lo que al perro se refiere, parece ser que fue en principio su rival de merodeo y que su situación empeoró notablemente cuando el perro fue acogido por el hombre, supuesto que ya no sólo contra fuerza, sino también contra derecho tuvo que disputarle los despojos, hasta el día en que a su vez -recuperando de nuevo la perdida igualdad de condiciones en la querella originaria, desde ahora por ambas partes transferida a equitativo estado de derecho, y perpetuada en el seno de la casa- se vio integrado, con un cometido propio y peculiar, en la familia de los hombres, gracias a la calamitosa aparición de otros dos parásitos que, por su parte, irreductibles y orgullosos, vienen perseverando hasta nuestros días al margen de la ley: la rata y el ratón. De modo, pues, que de las dos grandes clases en que, según su procedencia, la fauna doméstica se puede y aun se debe dividir, el perro constituiría con el gato, frente a la clase de los «habidos por captura” -herbívoros ungulados en su mayoría-, la de los «parásitos integrados”; y que, en sus líneas generales, el mito no nos miente en este punto podría probarlo el hecho de que cuando, por adversas circunstancias, tienen que hacerse cimarrones, los segundos se mantienen en el parasitismo mientras que los primeros, como es notorio al menos del caballo, retornan a una vida silvestre y alejada de toda relación con los humanos, cual si una y otra clase quisiese demostrarnos, en la distinta forma de semejante regresión, cuál fue el estado y condición que precedió inmediatamente a su domesticidad. Entre los gatos cimarrones son famosos los que aún hoy, suscitando en algunos la piedad y en otros la repugnancia y el escándalo, pueblan las ruinas de la ciudad de Roma; y en lo que atañe a perros, pueden leerse con provecho las impresionantes páginas de Brehm sobre los perros de Constantinopla y los de Alejandría, igualmente parásitos al par que cimarrones, que al menos por los años en que este gran maestro compilaba su célebre Tierleben infestaban todavía calles y ruinas de aquellas dos decaídas y antiquísimas metrópolis.
En cuanto al gato, si bien respecto de él la saga es, en sus dispersas y múltiples versiones, bastante más oscura y fragmentaria que en lo que al perro se refiere, parece ser que fue en principio su rival de merodeo y que su situación empeoró notablemente cuando el perro fue acogido por el hombre, supuesto que ya no sólo contra fuerza, sino también contra derecho tuvo que disputarle los despojos, hasta el día en que a su vez -recuperando de nuevo la perdida igualdad de condiciones en la querella originaria, desde ahora por ambas partes transferida a equitativo estado de derecho, y perpetuada en el seno de la casa- se vio integrado, con un cometido propio y peculiar, en la familia de los hombres, gracias a la calamitosa aparición de otros dos parásitos que, por su parte, irreductibles y orgullosos, vienen perseverando hasta nuestros días al margen de la ley: la rata y el ratón. De modo, pues, que de las dos grandes clases en que, según su procedencia, la fauna doméstica se puede y aun se debe dividir, el perro constituiría con el gato, frente a la clase de los «habidos por captura” -herbívoros ungulados en su mayoría-, la de los «parásitos integrados”; y que, en sus líneas generales, el mito no nos miente en este punto podría probarlo el hecho de que cuando, por adversas circunstancias, tienen que hacerse cimarrones, los segundos se mantienen en el parasitismo mientras que los primeros, como es notorio al menos del caballo, retornan a una vida silvestre y alejada de toda relación con los humanos, cual si una y otra clase quisiese demostrarnos, en la distinta forma de semejante regresión, cuál fue el estado y condición que precedió inmediatamente a su domesticidad. Entre los gatos cimarrones son famosos los que aún hoy, suscitando en algunos la piedad y en otros la repugnancia y el escándalo, pueblan las ruinas de la ciudad de Roma; y en lo que atañe a perros, pueden leerse con provecho las impresionantes páginas de Brehm sobre los perros de Constantinopla y los de Alejandría, igualmente parásitos al par que cimarrones, que al menos por los años en que este gran maestro compilaba su célebre Tierleben infestaban todavía calles y ruinas de aquellas dos decaídas y antiquísimas metrópolis.
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