Hoy, Júpiter, Luis Landero, p. 314
Ahora cobraba sentido todo aquel
severo y clásico laconismo que entonces no era sino una retahíla de buenos
propósitos, de frases irrebatibles por su misma rotundidad, y acaso
seleccionadas y leídas con un propósito más estético que moral. Qué ilusas eran
aquellas altas normas de conducta, pero también qué verdaderas y qué doctas. No
aparentar nunca más de lo que se es. Hablar sólo cuando tengas algo que decir,
y no como tú que eres un puto charlatán. Desde allí, renunciaba para siempre al
caudal de palabras, a todo ese bazar de baratijas con el que tanto le gustaba
mercadear. Y lo mismo a la hora de escribir: un estilo justo, sobrio y certero.
Y embridar siempre el pensamiento, ocupándolo en asuntos concretos, para que no
se desboque hacia difusas y torpes entelequias, tal como recomendaba Montaigne.
Pues estar en todo es el modo más seguro de no estar en nada. Pero en la misma hoja,
escrito de través en un margen, leyó: “Felicitate corrumpitur” (Tácito). La
felicidad corrompe. Se quedó absorto, con un vago reconcomio en algún rincón de la mente. iQué querría decir Tácito
con esas palabras tan inquietantemente mancornadas? Aunque, por otro lado, las
entendía, cómo no, si él siempre se declaró romántico en lo esencial y había
exaltado como un privilegio y un don la melancolía y la arrogancia ante la
estupidez humana y el horror de existir ...
Pero ahora tenía otra edad, otras
vivencias. Y la suficiente sabiduría y templanza para no dejarse corromper por
la felicidad. Un sereno vivir, una dulce ironía en la expresión, y en la mirada
la lejanía sin patria del viajero que regresa al hogar colmado de experiencias,
pero con un poso de escepticismo que relativiza cualquier conocimiento que no
sea la inocencia inicial con la que un día partió en busca de fortuna. Sí, ya
era hora de ir limpiando el alma de tópicos y excrecencias tontamente librescas.
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