Los ángeles feroces, José Ovejero, p. 260
Cástor se olvidó de comer. Eran
años complicados; había sido subsecretario de algo y acababa de ser ascendido a
secretario de otra cosa. No lo digo yo así por desprecio a la política, es él
quien lo habría dicho. Para él la actividad política no estaba ligada a un
contenido. A partir de cierto nivel da igual en lo que trabajes: puedes pasar
de asuntos sociales a política energética o a cuestiones de interior. Nadie espera
que seas un experto; tu función es imponer medidas que otros elaboran,
descabezar a la disidencia, presentar el producto de forma atractiva, mostrar
capacidad de decisión, perspectiva, visión de futuro. Así que a Cástor le daba igual
la materia con la que trabajaba, porque la auténtica materia era el poder. Lo
digo con la misma ecuanimidad que habría mostrado Cástor, del que se pueden
decir muchas cosas, pero es un hombre ecuánime que no se engaña; sí engaña a
otros porque eso es absolutamente imprescindible. Cástor siempre cuenta cuál
fue la clave del gran éxito de los nazis -a veces tiene que explicar a quienes
le escuchan, si son muy jóvenes, quiénes eran los nazis, se ha habituado a
ello-. La clave era dar a los alemanes lo que querían pero prometiéndoles algo
distinto. Algo que pudieran aceptar con buena conciencia: la familia, la
nación, el futuro, nuevos valores. Y a cambio les daban venganza, les daban
eliminación de la competencia, les daban control. Pero casi nadie habría votado
a un partido que les hubiera dicho directamente que gasearía a hombres, mujeres
y niños, que repartiría sus despojos entre los alemanes, que llevaría a los
hijos de los alemanes a morir en la guerra.
Cástor, a su modesto nivel, hace
lo mismo. Promete lo que quieren oír los demás, no porque vaya a dárselo ni
porque los demás lo esperen, sino para no tener que hablar de aquello que todos
desean. El arte de la política no es mentir, tampoco ser sincero, sino saber
qué se puede decir y qué no.
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