¿Posees ya uso de razón?
Cuando recuerda su pasado, la
memoria siempre se detiene en la tarde en que estaba sentado a la sombra del
eucalipto tutelar y oyó unos pasos grandes y apresurados que venían hacia él.
No había tenido apenas tiempo de empezar a jugar. Aquellas piedrecitas eran
todas jinetes, pero aún no había decidido si se trataba de árabes o de cowboys,
si llevaban arcos o revólveres, y si
estas cortezas formaban un fuerte o un castillo. O quizá eran bárbaros surgidos
del Oriente y toda esta extensión significaba una estepa, y sería invierno.
Oía, e imitaba con la voz, la crecida multitudinaria, el retumbar de los
cascos, el fragor del avance, las cometas, los gritos, los disparos, los
relinchos, el zumbar de las flechas, y veía el tremolar de las banderas entre
el polvo, las pellicas al aire, las insignias, las cabelleras, los plumajes.
Todo encorajinado por la velocidad y el viento. O quizá eran los bandidos que
mandaba el capitán Fosco, y en ese caso él, Dámaso Méndez, sería el defensor
del fuerte. Y en esas fantasías estaba cuando oyó acercarse los pasos largos y
resueltos, cada vez más poderosos, hasta que se detuvieron junto a él. Ahora se
percibía bajo las suelas de las botas el leve crepitar de la arena y de las hojas
y semillas resecas tras el largo verano.
-¿Qué haces otra vez tirado ahí
en el suelo?
Dámaso salió del ensueño, pero
por un instante una fina película de irrealidad se interpuso entre sus ojos y
las cosas.
-Nada, estaba jugando.
-¿A qué?
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