Opinión, locura, sociedad, Theodor
W. Adorno
La forma característica de la
opinión absurda es, hoy, el nacionalismo. Brota, con nueva virulencia en todo
el mundo, en una era en que sea por el nivel alcanzado por las fuerzas de
producción técnicas, sea por la determinación unitaria de la tierra como planeta,
ha perdido, por lo menos en los países desarrollados, todo fundamento en los
hechos, habiéndose convertido completamente en una ideología, como en realidad
siempre lo fue. En la vida privada, el autoelogio y las actitudes parecidas son
consideradas inconvenientes, en cuanto las manifestaciones de este tipo revelan
demasiado la supremacía lograda en el individuo por el narcisismo. Cuando más aprisionado
está el individuo en sí mismo y cuando más empeñados están, fatalmente, en
promover los intereses egoístas que, necesariamente, se constituyen en esa
actitud, y cuyo tenaz poderío justamente se refuerza con ella, con tanto mayor
cuidado deberá ocultar el principio de su acción, o disimular, que, como rezaba
el slogan nacional-socialista, el provecho común deriva del beneficio de cada
cual. Justamente, es la fuerza del tabú contrario al narcisismo individual la
que, al reprimirlo, da al nacionalismo su fuerza más perniciosa. En la vida de
la colectividad las cosas no pasan conforme a las reglas que rigen las
relaciones entre los individuos. Basta comprobar que en cualquier partido de
fútbol, la población nativa va a celebrar siempre, despreciando los derechos de
los huéspedes, al equipo propio; Anatole France, el escritor considerado, por
algún motivo, hoy como canallesco, ya verificó en La Isla de los Pingüinos que
toda patria siempre está por encima de todas las otras en el mundo. Sería
necesario tornar en serio las normas de la vida privada burguesa y darles valor de sociales. Pero un intento tan bien
intencionado pasa por alto la imposibilidad de lograrlo, mientras reinen
condiciones que, al imponer a los individuos tales renuncias, defraudan en
forma tan permanente su narcisismo, los condenan en tal medida a la impotencia,
que están condenados a recaer en el narcisismo colectivo. A modo de sucedáneo,
el nacionalismo les devuelve, como individuos, parte del propio respeto que la
colectividad les sustrae y cuya recuperación esperan de ella, al identificarse ilusoriamente
con la misma. La creencia en la nación es, más que cualquier otro prejuicio
emocional, la opinión como fatalidad: la hipóstasis al nivel de bien supremo en
general de lo que de hecho nos pertenece, de la situación en que se está
ocasionalmente.
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