Hoy, Júpiter, Luis Landero, p. 435
Así se lo contó a Dámaso,
mientras bebían en la trastienda, cuando salió a cuento el viejo asunto de la
felicidad. «Cuando yo era muy joven, hice un estudio de lo más erudito sobre ese
tema», comenzó diciendo, con un tono desenfadado que no excluía un eco emotivo
de seriedad. Le contó lo que había significado para él la relectura de la
carpeta tantos años después, recitó y comentó algunas citas magistrales, y
finalmente, a la cuarta cerveza, enumeró aquellas cuatro fórmulas sencillas e inocentes,
con un cierto tufo a filosofía de magazine, es verdad, pero que, bien
entendidas, podían ser eficaces para alcanzar, si no la felicidad, sí al menos
el modo de protegerse del asalto de ciertas fuerzas oscuras que conspiraban
contra ella. Se sentía bien hablando con aquel hombre que escuchaba con una especie
de confiada y humilde obstinación.
La primera norma decía así: «Ser
en acto». Cuántas veces nos dejamos embaucar por la nostalgia y las culpas del
pasado o por las ilusiones y amenazas del porvenir. Y no, no había que escuchar
esos cantos de sirena que trabajan para nuestra perdición. Era pecado
sacrificar un hoy mediano a un mañana magnífico o a un ayer cuyas miserias y
esplendores ya no tienen una segunda oportunidad de enmienda o de celebración
salvo en el vano y atormentado mundo de la fantasía. Debemos de acabar de una
vez para siempre con la edad de las hadas y de los ogros. iAcción, acción! No
ser la flecha en el arco ni la vela a la espera del viento. Y habló
apasionadamente de Hamlet, de Vania, del «carpe diem», del “ubi sunt?”, y de
todas esas cosas que todos saben y pregonan pero que todos desatienden. Dámaso
asentía con una expresión reconcentrada. «Cierto», fue todo cuanto dijo al
finalizar Tomás su exposición. Ahora, al decir en alto lo que había pensado con
tanta convicción en la intimidad, le pareció que todas aquellas normas eran
pura palabrería. Se sintió un vulgar charlatán de feria. Obviedades, lugares comunes,
filosofía de sobremesa y baratillo.
La segunda norma decía: “Aligerar
el yo», y también él empezó a aligerar su discurso. A veces nos tomamos
demasiado en serio a nosotros mismos, cuando en verdad no hay mejor consuelo que
ocuparse del mundo y olvidarse del yo. Tanta belleza y horror como había por
todas partes, tanta gente que conocer y caminos que andar, y siendo además la
vida tan breve, tan incierta, ¿no era ridículo andar mirándose el ombligo y
escarbando en la madriguera del yo, del uno mismo, entre engreído y torturado?
La tercera norma completaba a las anteriores: “Fijar la mirada», que era tanto
como ocuparse de las cosas concretas de nuestro alrededor, de nuestro mundo, de
aquello que nos hace por fuerza originales, evitando lo genérico y lo
abstracto, que por ser de todos no es de nadie. Y la cuarta, sobre la que no
había nada que comentar por su propia elocuencia, era la cosa más sencilla del
mundo: “Ser en todo momento dulce, grave y sincero».
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