Ese chico que está ahí parado con una piedra en la mano podrías
ser tú o cualquier otro. Desde esta distancia no queda claro si sonríe o si tan
sólo entrecierra los ojos a causa del humo que sale de un contenedor de basuras
en llamas. Su cuerpo refleja cierta lasitud, sorprendente en ese momento en el
que la escena podría romperse por mil sitios, porque la amenaza lleva ahí
demasiado rato y no creemos que vaya a tardar en desencadenarse la violencia.
Tiene clase, a su estilo, es decir, con ese estilo que
incluye el cuero, los pendientes, descuido en el calzado y algún tatuaje no
demasiado llamativo, apenas un signo, una afirmación de pertenencia. Y el mitón
de cuero trenzado que protege la mano con la que empuña la piedra podría haber salido
del cajón de su abuelo, de una tienda de moda vintage o de un basurero.
No está solo y sin embargo lo está. Es verdad, han ido llegando
por decenas primero, después por cientos, y ahora son miles, pero no forman un
auténtico grupo; no corean consignas ni cantan ni hay en ellos nada festivo o
comunitario. La desesperación convierte su presencia en un asunto personal; esa
rabia no es compartida sino que se multiplica en cada uno de ellos como una
imagen sobre un espejo hecho añicos.
Aunque algunos son tan jóvenes que no es probable que los
haya llevado allí la desesperación, y de hecho son los que parecen más felices,
sonríen, se empujan, se apresuran, como sí acudiesen a un estadio y no a una
confrontación violenta.
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