Banderas sobre el polvo, William Faulkner, p. 226
-¿Le has escrito con frecuencia?
-Las mujeres se dan cuenta de que
las cartas sólo sirven para enlazar acciones, como los entreactos en las obras
de Shakespeare -siguió él, sin atender a la pregunta-. Y, ¿has - conocido
alguna vez a una mujer que leyera a Shakespeare sin saltarse los entreactos? El
mismo Shakespeare lo sabía, y por eso no puso a ninguna mujer. Que los hombres
practiquen sus frases ampulosas, haciéndose unos eco de otros, mientras las mujeres
se quedan entre bastidores lavando los platos de la cena y acostando a los
niños.
-Nunca he conocido a una mujer
que leyera a Shakespeare -corrigió Narcissa-. Habla demasiado.
Horace se levantó y poniéndose a
su lado le palmeó la oscura cabeza.
-Oh, profundidad -dijo-. Has
reducido toda la sabiduría a una frase y medido vuestro sexo por la estatura de
una estrella.
-Como quieras, pero es cierto que
no lo leen –repitió ella, alzando la cabeza.
-¿No? ¿Y por qué no? -acercó a la
pipa otra cerilla encendida, mirando a Narcissa por encima de sus manos
ahuecadas, tan serio como ella, con serena avidez, como un pájaro que se
dispone a atacar-. Vuestro Arlen y vuestro Sabatini hablan muchísimo, y nadie
ha tenido nunca más que decir y más problemas para decirlo que el bueno de
Dreiser.
-Pero tienen secretos -explicó
ella-. Shakespeare no tiene ningún secreto. Lo cuenta todo.
-Y a entiendo. Shakespeare no
sabe discriminar y le falta el sentido de la reticencia. En otras palabras, no
es un caballero -sugirió Horace.
-Sí... Eso es lo que quería
decir.
-Por lo tanto, para ser un
caballero, hay que tener secretos.
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