Anoche soñé que volvía a
Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante unos momentos
no podía entrar. La puerta estaba cerrada con cadena y candado. Llamé en sueños
al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta
estaba abandonada.
No salía humo de la chimenea y
las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos
los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural y
atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. El camino serpenteaba ante
mí, retorcido y tortuoso como siempre,
pero según avanzaba, noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba
descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no lo
comprendía; pero cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama
que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado
lo que una vez fue suyo y, poquito a poco, con sus métodos arteros e
insidiosos, había invadido el camino, extendiendo
por él sus dedos largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en
tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscuro y salvaje, llegaba hasta los
bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las
unas hacia las otras y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando
sobre mi cabeza una bóveda como la de la nave de una iglesia. Vi otros árboles
mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos
retorcidos que habían nacido de la tierra silenciosa, junto a las plantas y
arbustos disformes de los que tampoco me acordaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario