l. THOMSEN: PRIMERA IMPRESIÓN
No me era extraño el resplandor
del relámpago; no me era extraño el rayo. Con una experiencia envidiable en
ambas cosas, no me era c:xtraño el aguacero; el aguacero y luego el sol y el
arcoíris.
Ella volvía de la Ciudad Vieja
con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante
de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida -casi una columnata-
de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora
de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes ... Mi
cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad
sus hojas. Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido
estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de
color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas,
también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y
salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza
hacia atrás, y la garganta tensa. Yo le seguía el paso, en paralelo, con mi
chaqueta de tweed hecha a medida y mis pantalones de sarga, con mi tablero de
pinzas y mi pluma estilográfica.
Ahora las tres cruzaban el camino
de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó
atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres
ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió
hacia delante.
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