Vida privada, Josep María de Segarra, p. 209
Cuando llegó la República,
aquella libertad de relaciones adquirió un perfume de mezcolanza aún más
pintoresco, La propaganda en favor del divorcio y de los derechos de la mujer,
la consideración de los méritos personales con un control que no era
precisamente el confesionario, la
relativamente apaciguada vociferación de los curas, la propaganda nudista y
bolchevique, que se hada impunemente y por doquier, la disolución de los
jesuitas y el hecho de no considerar el adulterio como una gran desgracia, si
bien concentró en determinados núcleos durísimos tumores de reacción y
protesta, a la gente normal y corriente, a la gente de convicciones tibias y de
una doctrina de ir tirando, le proporcionó un pulmón más dilatado para respirar
todo lo que se presentase y una retina más tolerante que la decantaba hacia la
fresca teoría de no andarse con remilgos.
Con la República, las mujeres de
procedencia menestral o de burguesía humilde, que por sus tendencias
intelectualizantes y publicitarias o por la condición política preeminente de
sus padres y maridos, llegaron a ser materíal de conciliábulos de escalera o
delicada bruma de murmullos en los tés de cinco pesetas, se mezclaron con
algunas odaliscas del régimen caído que se habían pintado los labios con un rojo
de carmañola y merodeaban por los ambientes oficiales, a veces para fascinar a
un hombre público o simplemente para hacer el gilípolla. Las notas de sociedad
de los periódicos añadían a las dos docenas de
nombres de primera categoría, aceptados por los profesionales de la elegancia,
los nombres de otras damas que, procedentes de un clima modesto, para ponerse
en condiciones de conseguir el éxito galante que ambicionaban, abusaron de
institutos de belleza, modistas, lecturas, macarras y excéntricas volteretas.
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