7 DE SEPTIEMBRE DE 2013
Voy comprendiendo que nuestras
citas en el café Bonaparte, con la alegría imparable de su intercambio de ideas
sin inhibiciones, vienen siendo en el fondo pequeños intentos de nadar bajo el
agua y contener la respiración. Pequeñas fiestas sigilosas del espíritu,
siempre a la espera de lo más emocionante, no ignorando nunca que aún es
posible ir al encuentro de todo.
Citas intensas, cargadas de ideas
y palabras que en algunos casos intervinieron incluso en la vida de otras personas.
Estoy pensando en el caso del neoyorquino Eduardo Lago, que un día en París me
acompañó despreocupado al Bonaparte para conocer a Dominique. Fue y ella le
dijo que le había leído y que su estilo literario le recordaba al Nabokov del
manuscrito incompleto de El original de Laura. Y, al poco rato, Eduardo salía
de allí disparado para comprarse aquel libro, cosa que hizo, con las
consecuencias que esto trajo
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