Catedral, Richard Ford, p. 389
Arthur Remlinger me miraba como
miraba a todo el mundo, desde una existencia íntima que era sólo suya y que no
se parecía en absoluto a la mía; la mía, para él, era sencillamente
inexistente. Mientras que la suya era la más perentoria y valiosa, y cuya
cualidad primera era que encarnaba una carencia, de la cual él era consciente;
una carencia que deseaba con todas sus fuerzas llenar. (Era algo obvio en cuanto
te acercabas a él.) Se enfrentaba a ella constantemente, hasta el punto de que,
a sus ojos, constituía el problema central de ser él mismo; y, a los míos, lo
que lo hacía tan fascinante y tan contradictorio: su empeño infructuoso por
llenar esa carencia. Lo que él quería (llegué a esta conclusión más tarde, ya
que tenía que querer algo porque de otro modo yo no habría estado allí) era la
prueba -de mí o a través de mí- de que había logrado llenar ese vacío. Quería
la confirmación de que lo había hecho, y de que merecía que no lo castigaran
más por los graves errores que había cometido. Cuando no me hizo el menor caso durante
las semanas que estuve en Partreau, tratando de no pensar que iba a seguir solo
para siempre, fue porque no estaba seguro de que pudiera darle lo que quería,
al menos no hasta que me hubiera acomodado a aquellas circunstancias adversas, dejara
mis propias tragedias lo suficientemente atrás como para poder ocuparme de las
suyas. Me necesitaba para que fuera su “hijo especial”, aunque sólo por un
tiempo breve, ya que sabía cuáles eran las cosas malas que se le avecinaban. Me
necesitaba para que hiciera lo que los hijos hacen por sus padres: dar fe de que
son entes con sustancia, de que no están huecos, de que no son carencias
sonoras. De que importan, cuando tan pocas cosas parecen importar.
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