Canadá, Richard Ford, p. 494
Algo que se estaba extendiendo a
Canadá, con el gobierno: la nerviosa intensidad estadounidense en favor de algo
más. El inevitable desplazamiento hacia el norte de todas las cosas.
El hombre menudo de la gorra roja
y las botas de cowboy fue hasta una segunda conejera y se puso a darles a los
conejos más hojas de lechuga de un gran cuenco plateado que había dejado en el
césped, a sus pies. Su impermeable llevaba una bandera confederada cosida en la
espalda, con una leyenda debajo que no pude leer. Era un hombre encogido,
fuerte, anguloso y seco, y mucho mayor que Berner. Una persona religiosa,
redimido mucho tiempo atrás, imaginé, mirándole a través del fulgor del sol que
daba en el parabrisas. En alguna parte habría una moro. Un televisor gigante.
Una Biblia. Todos habían dejado de beber hacía tiempo, y ahora esperaban. Es lo
que les sucedió, pensé. Acabar aquí, de este modo. Yo había dado en el hábito
de abanderar el rumbo que decidí emprender en la vida, como si mi vida pudiera
enseñarle algo a alguien. No era tan admirable, dado que no podía hacerlo. Y menos
que nadie a mi hermana, que había tomado su vida en sus manos y la había
aceptado. Caí en la cuenca de que no sabía cómo definirla.
El hombre menudo cerró la segunda
conejera, y le echó el cerrojo con minuciosidad. Se agachó, cogió el cuenco
plateado y miró hacia el coche cuando se estaba agachando. Luego se irguió y se
quedó mirando fijamente el parabrisas y sus reflejos. Posiblemente podía verme
en el asiento del acompañante, esperando a Berner; esperando a Bev. Alzó el
cuenco a modo de saludo y sonrió con una sonrisa agradable que yo no me
esperaba. Se volvió y caminó de un modo
tieso, digno hacia la esquina del remolque, y desapareció. No vio cómo le
contesté al saludo con otro gesto. No quería encontrarse conmigo. Lo comprendía
perfectamente. Había aparecido en escena demasiado tarde.
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