Los párpados, al abrirse,
hicieron un clac casi imperceptible, como si estuvieran pegados por una
pretérita convivencia con las lágrimas y el humo, o bien por esa secreción que
se produce en los ojos irritados después de una lectura muy larga bajo una luz
insuficiente.
El dedo meñique de la mano
derecha frotó las pestañas, como en un rápido golpe de peine, y las pupilas
intentaron ver algo. De hecho, la visión consistió en un panorama de sombras
fofas y semilíquidas de gran imprecisión: lo mismo que captaría un hombre
deslumbrado por la luz de la calle al penetrar en un acuario. Entre las sombras
se imponía una especie de cuchillo largo y vaporoso, del color que suele tener
el jugo de las naranjas aplastadas en el puerto. Era un rayo de luz que se filtraba
por la ranura de los postigos y que iban agriándose al contacto con la atmósfera cargada de la habitación.
Probablemente serían las cuatro
de la tarde y algo más. El hombre de los párpados irritados, Federico de
Lloberola, se despertaba normalmente. Nadie le había llamado, ni le había
sobresaltado ningún ruido; sus nervios estaban hartos de dormir; había
aprovechado hasta el máximo un sueño absurdo y descolorido, de esos que tenemos
cuando en la vida no pasa nada, y de los que, al despertar, apenas si
recordamos el argumento.
Federico no tardó ni ocho
segundos en ponerse a nivel de la realidad.
Sobre las baldosas desnudas
yacían prendas de vestir de él dolidas de su desorden, mezcladas con unas
medias de gasa y una camisa de mujer, de punto de algodón, deshinchada y, por
si fuera poco, sucia.
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