Canadá, Richard Ford, p. 150
Me miró directamente a los ojos,
como si estuviera diciendo algo que significara otra cosa. O como si me hubiera
pillado en una mentira y estuviera tratando de hacerme entender la importancia
de no mentir. En aquel tiempo yo no mentía.
-Hoy es el último día -dije. El
anuncio podía leerse en el periódico sobre el que estaba limpiándose las botas.
Probablemente lo había visto, y por eso lo sacaba a colación-. Aún podríamos ir.
Miró por la ventana en el
instante en que pasaba un coche, y luego miró el globo terráqueo.
-Lo sé -dijo-. Pero hoy no me
siento demasiado bien.
Una vez, en Mississippi, habíamos
ido a una feria del condado ambulante que levantaba sus tiendas no lejos de
donde vivíamos. Él y yo fuimos una noche. Lancé pelotas de goma contra muñecas
de trapo con coletas rojas, pero nunca logré derribar ninguna. Luego disparé
con un rifle cargado con corchos y tumbé unos patos, y gané un paquete de
caramelos terrosos en forma de rombo. Mi padre me dejó solo y entró en una tienda a ver un espectáculo no apto para
menores. Me quedé fuera, sobre un suelo lleno de serrín, escuchando las voces de
la gente y la música de las atracciones y el sonido de las carcajadas del
Palacio de la Risa. El sol tenía un tono amarillento por las luces de la feria.
Cuando mi padre salió de la carpa con un numeroso grupo de otros hombres, dijo
que había sido toda una experiencia, pero no explicó nada más. Montamos juntos en
los autos de choque, y comimos tofes, y nos fuimos a casa. No he estado en
ninguna otra feria, y aquella tampoco me pareció gran cosa. Los chicos del club
de ajedrez me habían dicho que en la feria de Montana exhibían ganado y aves de
corral y cosas agrícolas, y que no tenía el menor interés. Pero yo seguía interesado
en las abejas.
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